Mensaje 50
Aunque ya terminamos nuestro estudio-vida del Evangelio de Juan, necesitamos ver algo más como conclusión de todos estos capítulos. El apóstol Juan no sólo escribió el Evangelio de Juan, sino también las epístolas de Juan y el libro de Apocalipsis. Sus escritos pertenecen a tres categorías importantes. El Evangelio de Juan tiene como fin la impartición de la vida, sus epístolas, la comunión de la vida, cuya meta es la edificación del edificio de Dios; y el libro de Apocalipsis la consumación del edificio de Dios. Así que, en sus escritos los asuntos espirituales tienen tres etapas. La primera es la etapa de la impartición de vida; la segunda, la del crecimiento espiritual y la edificación; y la última, la de la madurez y compleción del edificio de Dios. Por lo tanto, después de estudiar el Evangelio de Juan, el cual se relaciona con la primera etapa de los asuntos espirituales, debemos al menos mencionar algo de la segunda etapa, la del crecimiento espiritual, y algo de la tercera etapa, la de madurez y conclusión. El libro de Apocalipsis no es fácil de entender; no obstante, en él podemos hallar algo acerca de la máxima conclusión, o la compleción final, de la manera en que Dios se ha relacionado con el hombre por todas las generaciones.
Vimos que el Evangelio de Juan se divide en dos secciones: la primera abarca los capítulos del 1 al 13, y la segunda, del 14 al 21. Como ya hicimos notar, en la primera sección el Señor como Hijo de Dios vino para traer a Dios al hombre y en la segunda sección se fue para introducir al hombre en Dios. En otras palabras, la primera sección revela que el Señor es la manifestación de Dios quien vino al hombre, trajo Dios al hombre y mezcló a Dios con el hombre. Aquel pequeño hombre Jesús era la mezcla de Dios con el hombre; Él era la unión de Dios y el hombre. En Él y por medio de Él, Dios llegó a ser uno con el hombre. En ese pequeño hombre Jesús vemos a Dios (Dios está con Él) y al hombre (el hombre está con Dios). En Mateo 1:23 Jesús es llamado Emanuel, que significa “Dios con nosotros” o “Dios con el hombre”. Mediante Su encarnación Dios se mezcló a Sí mismo con el hombre. Todo esto se refiere a la venida del Señor.
La segunda sección de este evangelio se refiere a la ida del Señor. Primero Él vino de Dios al hombre. Después, salió del hombre y fue a Dios, introduciendo al hombre en Dios. Al pasar por la muerte y la resurrección, Él preparó el camino para introducir al hombre en Dios. El hombre caído estaba separado de Dios y permanecía muy lejos de Él. Pero el Señor, por medio de Su muerte, eliminó la distancia y quitó todos los obstáculos que separaban al hombre de la presencia de Dios. Ahora, mediante la muerte de Cristo y por Su sangre, el hombre puede ser introducido en la presencia de Dios, y no sólo en Su presencia, sino en Dios mismo. Por Su muerte y resurrección el Señor no sólo salió de entre los hombres y regresó a Dios, sino que también fue a Dios llevando consigo al hombre e introduciéndolo en Dios. Por lo tanto, mediante la venida del Señor, Dios fue mezclado con el hombre, y mediante Su ida, el hombre fue introducido en Dios. Mediante la venida y la ida del Señor, Dios y el hombre fueron mezclados para ser una sola entidad.
Hay otra manera de considerar este evangelio: podemos dividirlo en tres secciones. La primera sección, compuesta de los primeros diecisiete capítulos, revela a Dios manifestándose en el hombre. Estos primeros capítulos nos muestran que el Dios todopoderoso, infinito, ilimitado y eterno se manifestó en un hombre. Estos capítulos presentan la historia de un hombre auténtico de carne y sangre, un hombre de nombre Jesús, quien vivía en la tierra y manifestaba a Dios. Cuando el Señor Jesús vivió en la tierra como hombre, no vivió conforme a la vida del hombre, sino que vivió por otra vida, la vida de Dios. En los primeros diecisiete capítulos de Juan no vemos a este hombre viviendo una vida humana, sino una vida divina. De manera que, el Dios ilimitado e infinito fue manifestado a través de este pequeño hombre. Ésta es la razón por la que el Señor dijo varias veces que Él no hablaba por Su propia cuenta, sino por Su Padre (12:49). Todo lo que Él hablaba provenía del Padre, porque era el Padre mismo hablando en Él. Además, todo lo que Él hacía no lo hacía por Sí mismo (5:30). Él hizo todo en el Padre y por Él, pues el Padre obraba en Él. Debido a que Él vivía por la vida de Dios y no por la vida del hombre, Dios se manifestó en Él y por medio de Él.
Si dividiéramos este evangelio en tres partes, la segunda parte constaría de los capítulos 18 y 19. En estos dos capítulos vemos un cuadro de cómo el Señor fue arrestado, juzgado, sentenciado a muerte y crucificado sobre el madero. Pero debemos entender que este cuadro constituye una revelación de la vida manifestada en la muerte. En la primera parte de este evangelio, Dios es manifestado en un hombre; en la segunda, la vida es manifestada en la muerte. Todas las cosas que le sucedieron al Señor Jesús en los capítulos 18 y 19 fueron aspectos de la muerte. La traición por parte de Judas, el hecho de que Judas llevara a los soldados a arrestarlo, el juicio que el Señor sufrió ante el sumo sacerdote y Pilato, el trato cruel que padeció, la sentencia injusta que recibió y el hecho de ser clavado en la cruz, todos fueron aspectos de la muerte. Sin embargo, todo lo que le sucedió al Señor en estos capítulos no lo llevó a la muerte. Si decimos que se le dio muerte al Señor, estamos equivocados. El Señor fue a la muerte voluntariamente. Así como Él es el Dios que entró en el hombre, Él es la vida que entra en la muerte. Tal como Él era Dios manifestado en el hombre, de igual manera, aquí Él es la vida manifestada en la muerte.
En todo el universo no existe nada aparte de Dios que sea más poderoso que la muerte (Cnt. 8:6). Ella es tan poderosa que nadie puede resistirla. Únicamente el Dios de resurrección puede vencerla. Cuando la muerte viene a una persona, es despiadada, poderosa y cruel. No le importa si se trata de nuestra esposa, nuestros hijos o nuestra familia entera. Por lo tanto, todos temen a la muerte y nadie va a ella voluntariamente. ¿Quién se ofrecería voluntariamente a ser visitado por la muerte? En estos dos capítulos vemos que el Señor Jesús fue a la muerte voluntariamente. Él decidió ir al huerto a entregarse a ellos. Sabiendo que Sus apresadores irían al huerto para atraparlo, fue allí a propósito para ser capturado. Al hacer esto demostró que Él es la vida. La única manera en que la vida puede ser manifestada es entrar a la muerte. La verdadera vida es manifestada en la muerte y por medio de la muerte. En Juan 12:24 el Señor dijo que Él era como un grano de trigo. ¿Cómo podemos saber si existe vida en un grano de trigo? La única manera que podremos saberlo es introducir ese grano a la muerte. Al poner en la tierra el grano de trigo, esto es, al introducirlo en la muerte, podremos ver que la vida brota de él. Así que, la vida del grano de trigo se manifiesta cuando muere. Si usted pone un grano de arena en la tierra, nada saldrá de él, porque no tiene vida. Por lo tanto, es mediante la muerte que la vida se manifiesta.
Como ya hicimos notar, todo por lo que el Señor Jesús pasó en estos dos capítulos fueron aspectos de la muerte. Pero como el Señor era la vida, no tenía temor a la muerte. Él nunca estuvo atemorizado ni preocupado por la muerte; antes bien, se enfrentó victoriosamente a cada una de sus amenazas y ataques. Aun cuando Sus discípulos intentaron rescatarlo, Él les pidió que no se resistieran, diciéndole a Pedro: “Mete tu espada en la vaina; la copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” (18:11). Cuando el Señor Jesús pidió a los que venían a arrestarle que le dijeran a quién buscaban, ellos le respondieron: “A Jesús nazareno”, y Él dijo: “Yo soy” (18:5-6). Cuando Él dijo: “Yo soy”, Sus captores, aterrorizados por lo que dijo, “retrocedieron, y cayeron a tierra” (18:6). Esto comprueba que si el Señor no hubiera querido entregarse a ellos, ellos nunca habrían podido arrestarle. Además, mientras los soldados arrestaban al Señor, Él tranquilamente cuidaba de Sus discípulos, diciendo: “Pues si me buscáis a Mí, dejad ir a éstos” (18:8). Todo esto revela que el Señor era la vida manifestada en la muerte y que la muerte no le podía hacer nada a Él.
Los capítulos del 1 al 17 muestran que el Señor es Dios manifestado en el hombre; los capítulos 18 y 19 revelan que Él es la vida manifestada en la muerte y, finalmente, los capítulos 20 y 21 revelan al Señor en resurrección como Espíritu. El Señor es Dios, el Señor es vida y el Señor es resurrección. Él es Dios manifestado en el hombre, es la vida manifestada en la muerte y es la resurrección manifestada como el Espíritu. Así pues, Dios es manifestado por medio del hombre, la vida es manifestada por medio de la muerte y la resurrección es manifestada por medio del Espíritu Santo. En las tres secciones del Evangelio de Juan, tenemos al Señor como Dios en la primera sección, al Señor como vida en la segunda y al Señor como resurrección en la última. Así que, Él es Dios, vida y resurrección. En los primeros diecisiete capítulos el Señor estaba en el hombre como Dios; en los capítulos 18 y 19, Él estaba en la muerte como vida, y en los últimos dos capítulos, el Señor es el Espíritu como resurrección. Este es el Señor en tres etapas.
El Espíritu es la realidad de la resurrección del Señor. Después de Su resurrección, ¿quién es Él? Él es el Espíritu y, como tal, es la resurrección. En Juan 11:25 el Señor claramente dijo a Marta: “Yo soy la resurrección y la vida”. Él no sólo es la vida, sino también la resurrección. ¿Cómo prefiere usted al Señor, como Dios, como vida o como resurrección? Yo lo prefiero como resurrección, porque es en resurrección que Dios puede ser uno con nosotros, y nosotros podemos experimentarlo. Solamente mediante la resurrección del Señor podemos tener una relación subjetiva con Él y es por ella que podemos estar en Dios. Si Dios fuera únicamente Dios, no podría ser la vida ni podría relacionarse con el hombre. Es mucho mejor que Dios sea vida que sea simplemente Dios. Pero aun si Dios fuera solamente vida, nos sería bastante difícil tener una verdadera relación de comunión con Él. Sin embargo, como resurrección Él puede ser uno con nosotros, y nosotros podemos experimentarlo de una forma subjetiva. ¿Ha comprendido alguna vez lo lejos que Dios se encontraba de usted? ¿Y se da cuenta de lo cerca que hoy se halla de usted? Cuando Él era solamente Dios, se encontraba muy lejos de nosotros. Pero ahora que Él está en resurrección; está muy cerca de nosotros, porque ha entrado en nosotros.
El Señor, después de resucitar, fue a Sus discípulos y sopló en ellos diciendo: “Recibid el Espíritu Santo” (20:22). ¿Quién es el Espíritu Santo? El Espíritu es Dios que viene al hombre. Dios el Padre es la fuente, Dios el Hijo es la expresión y Dios el Espíritu es Dios que entra en el hombre. Dios entra en nosotros como Espíritu para que podamos disfrutarlo. Si Dios fuera solamente el Padre, y no fuera el Hijo ni el Espíritu, nunca podríamos experimentarle. Pero Dios está en el Hijo como vida, y como resurrección Él es el Espíritu. Por medio de la resurrección, Dios se liberó a Sí mismo y se impartió en nosotros. Por lo tanto, el Señor le dijo a los discípulos que recibieran al Espíritu Santo. Recibir al Espíritu Santo es recibir a Dios mismo. Es sólo en resurrección y por la resurrección que Dios puede estar en nosotros y ser uno con nosotros.
¿Comprende que Dios no solamente es la vida, sino también la resurrección? ¿Es esto un hecho y una realidad para usted, o es simplemente una enseñanza y una doctrina? Por la muerte y la resurrección de Cristo, Dios como resurrección vive en nosotros. Esto no debe ser una doctrina para nosotros. Aquel que es más fuerte y más poderoso que todo, vive ahora en nosotros. Éste es el mismo Dios, quien se hizo vida para nosotros, y esta vida es ahora la resurrección en nosotros. El Espíritu que mora en nosotros es la realidad de esta resurrección. Por consiguiente, Él y nosotros ya somos uno, porque la resurrección es la maravillosa mezcla de Dios y el hombre en el Espíritu. En resurrección, Dios y el hombre están mezclados. El hombre llega a ser la morada de Dios, y Dios, la morada del hombre. De este modo, el hombre y Dios, Dios y el hombre, pueden morar mutuamente el uno en el otro.
El hecho de que Dios y el hombre permanecen el uno en el otro es mencionado en las epístolas del Nuevo Testamento. Además del Evangelio de Juan, tenemos las epístolas de Juan. En su primera epístola, Juan aborda el tema del permanecer mutuo. Nosotros permanecemos en Dios y Dios en nosotros (1 Jn. 4:15). ¿Cómo podemos saber que Dios permanece en nosotros y nosotros en Él? Lo sabemos por el Espíritu (1 Jn. 3:24) y también por la unción (1 Jn. 2:27). A Dios lo que más le importa es permanecer en nosotros y que nosotros permanezcamos en Él. Dios permanece en nosotros por medio del Espíritu Santo, y nosotros moramos en Él por la unción del Espíritu Santo.
¡Cuál es el resultado de este permanecer mutuo? Según el último libro de Juan, Apocalipsis, el hecho de que Dios y el hombre permanezcan el uno en el otro produce las iglesias, el templo y la ciudad. El libro de Apocalipsis menciona las iglesias (1:11, 20), el templo (3:12; 7:15) y la ciudad (21:2, 10), los cuales son aspectos diferentes del edificio de Dios. El permanecer mutuo produce el edificio. Cuando nosotros permanecemos en Dios y Dios en nosotros, somos edificados en la vida divina. El Señor, en Su resurrección, está en los cielos y al mismo tiempo está en nosotros. Estos dos aspectos se encuentran en los escritos de Juan. Por ejemplo, el Señor en Juan 21:22 dijo a Pedro, refiriéndose al apóstol Juan: “Si quiero que él quede hasta que Yo venga, ¿qué a ti?”. Si yo hubiera estado ahí, habría dicho: “Señor, ¿no estás aquí ya? Ya que Tú estás aquí, ¿por qué dices que vendrás?”. Para contestar esta pregunta, debemos recordar los dos aspectos del Señor. Por un lado, el Señor está en los cielos; por otro, Él está con nosotros y dentro de nosotros. El libro de Apocalipsis revela ambos aspectos, al mostrarnos que el Señor está en medio de las siete iglesias (1:13) y a la vez está sentado en el trono, en los cielos (4:2). A fin de que tengamos la realidad de la presencia del Señor, debemos ver que Él no sólo está en los cielos, sino también en medio de las siete iglesias.
En Apocalipsis 3:12 se nos dice que si tenemos la realidad de la presencia del Señor, seremos vencedores y columnas en el templo de Dios. Las columnas sostienen el templo, el cual denota la presencia de Dios. Por lo tanto, la presencia de Dios depende de nuestra experiencia como columnas. En otras palabras, para tener la presencia de Dios, debemos ser columnas; porque allí donde está el pilar, está el templo de Dios. Esto quiere decir que donde estemos, allí estará la presencia del Señor. Si somos columnas del templo, seremos aquellos de quienes depende la presencia de Dios.
Tres nombres están escritos sobre la columna mencionada en Apocalipsis 3:12: el nombre de Dios, el nombre de la Nueva Jerusalén y el nuevo nombre del Señor. Esto significa que esta columna es aquel vencedor que llega a ser la expresión y la manifestación de Dios. Ya que él es la manifestación de Dios, el nombre de Dios estará escrito sobre él; y ya que ha llegado a ser una parte vital de la Nueva Jerusalén, el nombre de la Nueva Jerusalén estará escrito en él; y como ha venido a ser la nueva manifestación del Señor, el nuevo nombre del Señor estará escrito en él. El nombre de Dios estará escrito sobre la columna porque ésta ha llegado a ser la manifestación de Dios. ¿Por qué también el nombre de la Nueva Jerusalén estará escrito sobre esta columna? Porque la columna ha llegado a ser parte de la Nueva Jerusalén. De igual manera, el nuevo nombre del Señor estará escrito sobre la columna, porque ésta ha llegado a ser la nueva manifestación del Señor.
En Apocalipsis, el último libro escrito por Juan, encontramos las iglesias, el templo y la ciudad. El templo se apoya en las columnas, lo cual significa que la presencia de Dios se apoya en los vencedores. Allí donde ellos estén, la presencia de Dios estará, y allí también estará la Nueva Jerusalén, es decir, el edificio de Dios. La Nueva Jerusalén es la máxima expresión de la mezcla de Dios y el hombre.
Ahora veamos cómo podemos tener esta experiencia. Los últimos dos capítulos del Evangelio de Juan nos muestran la manera de lograr esto. Si hemos de experimentar a Dios en resurrección, si hemos de experimentar a Dios como Espíritu, si hemos de experimentar a Dios de manera que Dios y nosotros seamos mezclados juntos, si queremos tener la experiencia de ser columnas que sostengan la presencia del Señor, y si queremos tener la experiencia de que sean escritos sobre nosotros el nuevo nombre de Dios, el nombre de la Nueva Jerusalén y el nombre del Señor, entonces debemos buscar fervientemente al Señor, al igual que lo hizo María la magdalena. Ella lo buscó en la madrugada. Además de buscarle, debemos creer que Él resucitó y que ahora está con nosotros. Hacemos esto al creer sin verlo. No debemos ser como el hermano Tomás, quien dijo: “Si no veo en Sus manos la marca de los clavos y no meto mi dedo en la marca de los clavos, y mi mano en Su costado, no creeré jamás” (Jn. 20:25). Debemos creer en el Señor aun sin verlo, sentirlo ni tocarlo. Además, debemos asistir a las reuniones de la iglesia. No menospreciemos las reuniones. Debemos buscar al Señor personalmente durante nuestra vigilia matutina, pero por la noche debemos asistir a las reuniones de la iglesia. Al buscar y seguir al Señor, no debemos afanarnos por los asuntos prácticos de nuestro diario vivir. Además de buscar al Señor, creer en Él y asistir a las reuniones, debemos confiar en Él con respecto a nuestro sustento diario. Recordemos la promesa del Señor: “Mas buscad primeramente Su reino y Su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mt. 6:33). Si buscamos el reino de Dios y Su justicia, Dios ciertamente cuidará de nuestras necesidades básicas. No salga a pescar por cuenta propia. Si tratamos de ganarnos la vida por nuestra propia cuenta, fracasaremos y finalmente no obtendremos nada. Recuerden que Juan 21 revela que el Señor puede preparar pescado aun en tierra firme, donde por naturaleza no hay peces. El Señor nos proveerá el pescado que ya ha preparado de antemano.
Finalmente, debemos aprender la lección correspondiente a la vida de Pedro y tener la experiencia de ser quebrantados. No piense que usted es muy fuerte. Puede ser que sea fuerte en su vida natural, pero esa fuerza debe ser quebrantada. El Señor quiere su corazón, y no su fuerza. Nuestro yo debe ser quebrantado hasta que amemos al Señor con todo nuestro corazón. Debemos amar al Señor renunciando a nuestras fuerzas. Como hemos visto, Pedro tuvo dos fracasos grandes: negó al Señor tres veces en Su presencia y abandonó la comisión que había recibido por irse a pescar. Pedro primero negó al Señor y, más tarde, tomó la iniciativa en ir al mundo para ganarse la vida. Pero el Señor lo encontró y le preguntó: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos?” (Jn. 21:15). Ya en el capítulo 21 Pedro había aprendido la lección y había llegado a ser un hombre quebrantado. Luego el Señor parece decirle: “Pedro, tienes que seguirme, laborar para Mí, alimentar y pastorear Mis ovejas, y edificar la iglesia”.
Que todos nosotros siempre recordemos las cinco cosas que debemos experimentar: buscar al Señor, creer en Él, asistir a las reuniones, depender del Señor para nuestro sustento y ser quebrantados en nuestro hombre natural. Por muy fuertes, hábiles e inteligentes que seamos por naturaleza, debemos ser quebrantados. Debemos rechazar nuestra fuerza, habilidad y astucia natural. El Señor desea nuestro corazón, pero no nuestra fuerza. Cuanto más fuertes nos consideremos, más fracasaremos. ¿Por qué debemos aprender la lección de renunciar a nuestra fuerza, habilidad e inteligencia natural? Porque el Señor mismo debe ser nuestra vida, nuestra fuerza, nuestra sabiduría y nuestro todo. El Señor necesita que nuestro corazón le ame, coopere con Él, y le dé la oportunidad de ser nuestra vida. Aunque Él no necesita nuestra fuerza, habilidad o inteligencia, sí requiere nuestra cooperación. Si le amamos, cooperaremos con Él y le daremos toda la libertad de vivir en nosotros. Entonces seremos iguales a como era Él cuando vivía en la tierra. Así como Él vivió por la vida de Dios, nosotros viviremos por la vida de Cristo, y de esta manera experimentaremos la resurrección. Experimentaremos que Él no sólo es Dios en el hombre, sino que también es la vida en medio de la muerte y la resurrección en el Espíritu. Si le buscamos, creemos en Él, nos reunimos con los santos, nos olvidamos de nuestras necesidades materiales y aprendemos la lección de negar nuestro hombre natural, experimentaremos a Cristo como resurrección en el Espíritu. Si hacemos todo esto, el Señor será nuestra realidad. Esto es lo que significa ser una columna para la manifestación de Dios, una parte de la Nueva Jerusalén y la nueva expresión de Cristo.