Mensaje 45
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Lectura bíblica: Ro. 1:4; 8:28-29; He. 2:10-12
Romanos 1:4 dice que Jesucristo “fue designado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos”. La divinidad y la gloria de Cristo, el Hijo de Dios, estaban escondidas en Su carne. Nadie tenía la visión capaz de penetrar Su carne y descubrir que Él era el glorioso Hijo de Dios. Pero después de haber pasado por el proceso de la muerte y resurrección, fue designado el Hijo de Dios, esto es, fue marcado y manifestado como tal.
Esta designación se dio según el Espíritu de santidad. Aquí el Espíritu de santidad está en contraste con la carne mencionada en el versículo 3, la cual presenta a Cristo como la simiente de David según la carne. Como la carne mencionada en el versículo 3 se refiere a la naturaleza humana de Cristo en la carne, también el Espíritu que se menciona en este versículo alude, no a la persona del Espíritu Santo de Dios, sino a la esencia divina de Cristo, la cual es “la plenitud de la Deidad” (Col. 2:9). La esencia divina de Cristo, Dios el Espíritu mismo (Jn. 4:24), está constituida de santidad y llena de la naturaleza y de la calidad de ser santo. Por lo tanto, Cristo en la carne fue designado o señalado mediante la resurrección según esta esencia santa y divina.
Cristo, por medio de Su resurrección, llegó a ser el Hijo primogénito de Dios, lleno de la esencia de la santidad de Dios, no sólo en Su espíritu, sino también en Su cuerpo. Antes de la muerte y resurrección de Cristo, la santidad de Dios estaba en el espíritu de Cristo, pero esta esencia santa no había sido manifestada en Su carne. En otras palabras, dicha esencia no había impregnado Su carne. La esencia santa de Dios saturó el cuerpo físico del Señor Jesús mediante la muerte y la resurrección.
Romanos 8:29 dice: “Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de Su Hijo, para que Él sea el Primogénito entre muchos hermanos”. El hecho de que el versículo 29 empieza con la palabra porque indica que es una continuación del versículo 28, donde leemos que Dios hace que todas las cosas cooperen para bien. Como veremos, Dios hace que todas las cosas cooperen de tal modo que seamos designados como hijos de Dios.
Hemos visto que Cristo fue designado el Hijo de Dios según la esencia divina de santidad mediante el proceso de muerte y resurrección. Siendo personas salvas, tenemos al Hijo de Dios en nuestro espíritu. Cuando fuimos salvos, Él fue sembrado en nosotros. Una vez más, el Hijo de Dios se esconde en la humanidad, pero esta vez en la vida humana, es decir, en nuestra humanidad, en nuestra carne. No hay duda de que el Hijo de Dios como la esencia divina de santidad se encuentra dentro de cada creyente; pero esta esencia santa está escondida y encerrada en nuestro hombre natural. Por esta razón, Dios hace que todas las cosas cooperen para nuestro bien, y de esta manera somos procesados, o sea, somos transformados de manera metabólica. Nuestro cónyuge, nuestros hijos y nuestro entorno son la mejor ayuda para este proceso. El Señor Jesús fue procesado mediante la muerte y la resurrección, y ahora estamos siendo procesados mediante la cooperación de todas las cosas.
Todas las cosas cooperan para transformarnos de manera metabólica. Cristo, quien es la semilla orgánica, la esencia orgánica, en nuestro espíritu, tiene que impregnar y saturar todo nuestro ser. Finalmente, nuestra humanidad será completamente saturada de esta esencia divina. Dicha saturación es la santificación y también es, en cierta manera, nuestra designación. Un elemento orgánico actúa en nosotros transformándonos al impregnarnos y saturarnos de la esencia divina de santidad, la cual es el propio Hijo de Dios.
Éste no es un simple cambio externo. El concepto de cambio externo es ético y religioso. Según el concepto divino no hemos de ser simplemente corregidos externamente, sino transformados interna y orgánicamente con Cristo mismo, la esencia santa. En el proceso de metabolismo espiritual somos impregnados y saturados. Nos percatemos de ello o no, un proceso metabólico se está llevando a cabo dentro de nuestro ser. Por ejemplo, después de ingerir una comida, nuestro estómago inicia un proceso orgánico con ellos, digiriéndolos para que puedan ser asimilados. Esto se lleva a cabo si estamos conscientes de ello o no, si estamos de acuerdo con ello o no. Según el mismo principio, todos estamos pasando por un proceso en el cual Dios nos santifica, nos percatemos de ello o no. Cuanto más estemos en la vida de iglesia y más seamos uno con ella, más seremos santificados. Finalmente, mediante el proceso de santificación, todos lograremos estar en la Nueva Jerusalén.
No es necesario que oremos desesperadamente para que el Señor nos transforme. Tal oración desesperada puede ayudar a nuestra digestión espiritual, pero realmente no afecta al proceso de saturación. Simplemente permanezcamos en la vida de iglesia y gradualmente seremos transformados en piedras preciosas.
Para ser salvos de manifestar la semejanza del yo, de la expresión misma de nuestro yo, necesitamos ser conformados, lo cual nos conducirá a ser glorificados. Para ver este asunto claramente tenemos que unir Romanos 1:4 con 8:29. Como hicimos notar en el mensaje anterior, en 1:4 tenemos la formación del prototipo, pero en 8:29 tenemos la “producción en serie”. En 1:4 tenemos la designación del Hijo de Dios, individualmente, mientras que en 8:29 tenemos la saturación, la santificación, la designación y la conformación de los muchos hijos colectivamente. El principio en cada caso es el mismo.
Con respecto al Señor Jesús, el Espíritu de santidad estaba dentro de Él desde antes de Su muerte y resurrección. Este Espíritu es la esencia divina de santidad. Mediante el proceso de muerte y resurrección, esta esencia santa saturó y penetró la humanidad del Señor, incluyendo Su carne. Nosotros quienes hemos creído en el Señor Jesús también tenemos la esencia divina de santidad, la cual es el Espíritu de santidad, el propio Cristo, en nuestro espíritu. Debido a que esta esencia santa aún está encerrada en nuestra humanidad, necesitamos pasar por un proceso bajo el arreglo soberano de Dios, que permitirá que esta esencia sature todo nuestro ser. La consumación de este proceso depende de que muchas cosas cooperen para nuestro bien. En la vida de iglesia nos ayudamos mutuamente a pasar por este proceso. Usted contribuye al proceso que se lleva a cabo en mí, y yo al suyo. Para pasar por todo el proceso nos necesitamos los unos a los otros. Sin la misericordia y la gracia del Señor, sería difícil sobrellevarnos los unos a los otros. ¡Pero alabado sea el Señor porque estamos procesándonos mutuamente a fin de ser designados hijos de Dios!
Cuando conocí a cierto hermano hace muchos años, él se comportaba con mucha amabilidad y cariño pero de una manera natural y común. No obstante, algunos años después noté que un gran cambio había acontecido dentro de él. Hoy, después de muchos años de pasar por este proceso, el hermano no solamente es una persona amable, sino un creyente impregnado y saturado con el Señor. Un cambio tan notable se ha llevado a cabo en este hermano mediante un largo proceso por el cual él ha pasado en la vida de iglesia.
Ninguno de nosotros puede permanecer en la vida de iglesia y seguir siendo el mismo, ya que en la iglesia nos encontramos bajo el proceso de santificación, transformación y designación. Somos transformados y conformados a la imagen del Hijo de Dios, no conforme a enseñanzas, reglamentos ni formas, sino conforme al Espíritu de santidad. Esta esencia divina, la cual es el propio Hijo de Dios, está obrando orgánicamente en nuestro ser para transformarnos al impregnar y saturar todo nuestro ser.
Hebreos 2:10 dice que Dios lleva a muchos hijos a la gloria. Este versículo indica que vamos a ser glorificados, porque ahora mismo el Padre nos está conduciendo a la gloria. El versículo 11 muestra la manera en que el Padre introduce los muchos hijos a la gloria: “Porque todos, así el que santifica como los que son santificados, de uno son; por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos”. El que santifica es Cristo, el Hijo primogénito de Dios, y aquellos que son santificados son los que han creído en Cristo, o sea, los muchos hijos de Dios. Decir que así Él como nosotros, de uno somos todos, es hacer referencia al Padre, quien es la fuente. En la resurrección tanto el Hijo primogénito como los muchos hijos de Dios nacen del mismo Padre (Hch. 13:13; 1 P. 1:3). Por consiguiente, el Hijo primogénito y los muchos hijos tienen una misma fuente, vida, naturaleza y esencia. Ya que el Hijo primogénito y nosotros los muchos hijos somos iguales en vida y en naturaleza, Él no se avergüenza de llamarnos hermanos. Así que, el versículo 12, refiriéndose a Cristo, dice: “Anunciaré a Mis hermanos Tu nombre”.
El que santifica es aquel que introduce a los muchos hijos en la gloria. Él nos lleva a la gloria santificándonos. Cristo no nos santifica por medio de correcciones externas ni de reglamentos que condicionen nuestra conducta. Por el contrario, Él nos santifica con lo que Él es, esto es, con Su propia esencia santa que está en nosotros. Cristo hoy es el Espíritu de santidad, la misma esencia divina de santidad que opera orgánicamente en nuestro ser. Él nos santifica saturándonos con esta esencia santa, lo cual involucra un proceso metabólico espiritual. Al santificarnos de esta manera, Él nos introduce a nosotros, los muchos hijos, en la gloria.
El mismo que santifica es el elemento santificador que opera en nuestro ser. Aunque no percibamos el mover de Cristo en nuestro interior, ciertamente Él está operando para saturar nuestro ser con Su esencia santificadora. Capa tras capa, y parte por parte, Él está impregnándonos consigo mismo.
Cuanto más permanecemos en la vida de iglesia, más somos impregnados y saturados. Una vez que esta esencia santa nos satura, es imposible erradicarla, porque ha impregnado nuestro ser de una manera orgánica y metabólica. Ni siquiera un retroceso puede erradicar la esencia santa que ha impregnado nuestro ser, pues esta esencia es indeleble. Si uno se aleja de la fe después de haber sido saturado con la esencia de la santidad en la vida de iglesia, entonces será uno que se ha alejado de la fe y que, hasta cierta medida, ha sido saturado con el elemento santo de Dios. Es imposible deshacer lo que Dios ha hecho en nuestro interior. Al permanecer uno en la vida de iglesia por un período de tiempo, se halla en una “clínica” donde recibe una “inyección”. Después que recibimos esta inyección, tal vez nos lamentemos del elemento de santidad que haya sido inyectado en nosotros, pero ya es muy tarde para arrepentirnos. No importa lo que hagamos, el elemento de la esencia santa de Dios que nos fue inyectado se quedará permanentemente en nuestro interior. Por dondequiera que vayamos, esta esencia, este elemento santificador, permanecerá en nosotros. ¡Alabado sea el Señor por la obra tan orgánica que se lleva a cabo dentro de nuestro ser, y por el proceso de santificación que nos conforma a fin de conducirnos a la glorificación!