
Filipenses 1—3 revela nuestra experiencia progresiva de Cristo. En el capítulo 1, experimentar a Cristo es un asunto relacionado con la abundante suministración del Espíritu de Jesucristo. Sin duda alguna, esto se relaciona con nuestra experiencia de Cristo como Espíritu de Jesucristo en nuestro espíritu (v. 19). En el capítulo 2, nuestra experiencia de Cristo está relacionada con nuestra mente. En el versículo 5 Pablo dice que nuestra mente debe estar habitada por la mente de Cristo. Tener el mismo pensamiento y hacerlo todo sin murmuraciones ni argumentos son asuntos en nuestra mente (vs. 2, 14). En el capítulo 3, como veremos en este mensaje, experimentar a Cristo en la etapa final es experimentarlo en nuestro cuerpo. La experiencia que tengamos de Cristo en nuestro cuerpo, esto es, la transfiguración, la redención, de nuestro cuerpo, será la consumación de nuestra experiencia de Cristo (v. 21). Esto será la conformación de nuestro cuerpo natural a la forma celestial del cuerpo de la gloria de Cristo. Todo nuestro ser será introducido en la gloria al experimentar a Cristo.
En 3:20-21 Cristo es revelado como Aquel que transfigura nuestro cuerpo. La vida que Pablo vivió inmerso en la experiencia de Cristo era una vida de esperar con anhelo al Salvador, el Señor Jesucristo, quien vendría de los cielos para transfigurar el cuerpo de su humillación, conformándolo al cuerpo de la gloria de Cristo. Por tanto, Pablo tomó al Cristo que experimentó como su expectación.
En el versículo 20 Pablo dice: “Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos con anhelo al Salvador, al Señor Jesucristo”. Este versículo indica que el Cristo que transfigura nuestro cuerpo vendrá de los cielos. Nosotros esperamos por el regreso de Cristo a fin de que podamos ser introducidos en la consumación final de la salvación de Dios, esto es: la transfiguración de nuestro cuerpo. Mientras esperamos y amamos la gloriosa aparición del Señor procedente de los cielos, debemos vivir una vida en la que expresamos a Dios y restringimos nuestra carne (Tit. 2:12-13; Lc. 21:34-36; 2 Ti. 4:8).
Según Filipenses 3:20-21, de los cielos esperamos con anhelo al Salvador, al Señor Jesucristo, “el cual transfigurará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea conformado al cuerpo de la gloria Suya”. La transfiguración de nuestro cuerpo es la consumación final de la salvación de Dios. En Su salvación Dios primero regenera nuestro espíritu (Jn. 3:6), ahora está transformando nuestra alma (Ro. 12:2) y por último transfigurará nuestro cuerpo, haciéndonos iguales a Cristo en las tres partes de nuestro ser.
En Filipenses 3:21 Pablo se refiere a nuestro cuerpo como “el cuerpo de la humillación nuestra”. Esto describe nuestro cuerpo natural, hecho de polvo sin valor (Gn. 2:7) y dañado por el pecado, la debilidad, la enfermedad y la muerte (Ro. 6:6; 7:24; 8:11). Pero un día este cuerpo será transfigurado y conformado al cuerpo de la gloria de Cristo. El cuerpo de la gloria de Cristo es Su cuerpo resucitado, saturado de la gloria de Dios (Lc. 24:26) y trascendente sobre la corrupción y la muerte (Ro. 6:9).
Nuestro espíritu ha sido regenerado y nuestra alma puede ser plenamente transformada; no obstante, nuestro cuerpo sigue siendo viejo. Con todas sus debilidades físicas y sus dolencias, nuestro cuerpo está sujeto al poder de la muerte. Es mortal y está sujeto a enfermedades y a la muerte misma. Aun cuando nuestro cuerpo pueda ser vivificado por el Espíritu que mora en nosotros (8:11), es un cuerpo mortal, sujeto a la muerte y que necesita ser redimido. En la actualidad, al cooperar con el Espíritu en nuestro espíritu, podemos experimentar la propagación de la vida divina efectuada por el Señor en nuestro cuerpo a fin de vivificarlo e, incluso, saturarlo hasta cierto grado. Sin embargo, no importa cuánto nuestro cuerpo sea vivificado y saturado por el Espíritu, todavía requiere de la plena redención efectuada por el Señor. Por esta razón frecuentemente gemimos en nosotros mismos (v. 23). Pero alabamos al Señor que cuando Él regrese, transfigurará el cuerpo de nuestra humillación. Entonces “seremos semejantes a Él” (1 Jn. 3:2), no solamente en nuestro espíritu y en nuestra alma, sino también en nuestro cuerpo. En ese tiempo seremos plenamente semejantes a Él tanto interna como externamente, desde el centro de nuestro ser hasta su circunferencia, desde lo más interno —nuestro espíritu— hasta lo más externo: nuestro cuerpo. Ello será la máxima consumación de la salvación del Señor.
La transfiguración de nuestro cuerpo es la redención de nuestro cuerpo para la plena filiación de Dios (Ro. 8:23). Aunque tenemos al Espíritu divino en nuestro espíritu como las primicias, nuestro cuerpo todavía no ha sido saturado con la vida divina. Nuestro cuerpo todavía es la carne, ligado a la vieja creación, y todavía es un cuerpo de pecado y de muerte que es impotente en cuanto a las cosas de Dios (6:6; 7:24). Así que, gemimos junto con toda la creación y aguardamos con anhelo el día glorioso cuando lleguemos a la plena filiación, es decir, cuando obtengamos la redención y la transfiguración de nuestro cuerpo (8:19-23).
La transfiguración de nuestro cuerpo será la glorificación de todo nuestro ser (vs. 30, 17; 1 P. 5:10; 2 Ti. 2:10). En el aspecto objetivo, la glorificación consiste en introducir a los creyentes redimidos en la gloria de Dios (He. 2:10a; 1 P. 5:10a). En el aspecto subjetivo, la glorificación consiste en que los creyentes que han madurado manifestarán desde su interior, en virtud de su madurez en vida, la gloria de Dios como elemento de su madurez en vida (Ro. 8:17-18, 21; 2 Co. 4:17). El Señor está en nosotros como la esperanza de gloria para llevarnos a la gloria. Cuando Él regrese, por un lado, vendrá desde los cielos con gloria (Ap. 10:1; Mt. 25:31), y por otro, será glorificado en Sus santos (2 Ts. 1:10). Su gloria será manifestada desde el interior de Sus miembros, haciendo que el cuerpo de la humillación de ellos sea transfigurado en Su gloria, conformándolo al cuerpo de Su gloria (Fil. 3:21). Por tanto, los incrédulos lo admirarán, se asombrarán de Él y se maravillarán de Él en nosotros Sus creyentes. Nosotros nos encontramos en el camino por el cual somos llevados a la gloria por la obra santificadora del Espíritu; la santificación es el proceso gradual de glorificación (He. 2:10-11; 1 Ts. 5:23; Ef. 5:26-27).
La realidad de nuestra glorificación consiste en que ganamos a Dios mismo, pues la gloria de Dios es Dios mismo (Jer. 2:11; Ef. 1:17; 1 Co. 2:8; 1 P. 4:14), y la manifestación de Dios es la gloria de Dios (Hch. 7:2). Sin Dios, no tenemos gloria. Cuando ganamos a Dios, somos glorificados. La medida de Dios que tenemos determina la medida de nuestra gloria. La entrada de los creyentes en la gloria de Dios a fin de participar de la misma equivale a su entrada en Dios mismo para disfrutar a Dios. Cuanto más disfrutamos a Dios y más de Dios tenemos en nosotros, más tenemos Su gloria. A medida que disfrutamos a Dios, manifestamos la gloria de Dios, con lo cual glorificamos a Dios y Dios es expresado por medio de nosotros.
La transformación de los creyentes en la vida divina hoy en día constituye la expresión de Dios en la gloria de los creyentes. Por tanto, esta transformación diaria es de gloria en gloria (2 Co. 3:18; 4:17). La gloria subjetiva de Dios en nosotros, la expresión de Dios en nosotros, es una gloria que progresa de un grado a otro mayor. La consumación de la gloria en la cual los creyentes entrarán mediante la transformación en vida consiste en que ellos serán glorificados; sus cuerpos serán redimidos y, de este modo, ellos entrarán en la gloria de Dios para disfrutar plenamente a Dios como gloria (Ro. 8:21, 23, 30). Que los creyentes lleguen a la glorificación es el clímax de su madurez en la vida de Dios y el clímax de la salvación que Dios efectúa en vida (He. 6:1a; Ro. 5:10). La glorificación es la máxima consumación de la salvación de Dios en vida; es la salvación de Dios en vida que nos salva al máximo mediante la regeneración, la transformación, la conformación y la glorificación.
Nosotros fuimos hechos en conformidad a Cristo, quien es la imagen de Dios (Gn. 1:26; Col. 1:15). Un día Cristo vino en forma de hombre (Fil. 2:7-8). Mediante la muerte y la resurrección, Él llegó a ser Espíritu vivificante a fin de impartirse en nosotros (1 Co. 15:45). Le recibimos, y Él entró en nosotros. Este Cristo está ahora dentro de nosotros realizando la obra de transformación, no solamente transformándonos a Su imagen sino también conformándonos a Su forma. A la postre, Él vendrá a transfigurar nuestro cuerpo en la semejanza de Su cuerpo glorioso. Entonces seremos iguales a Él de manera plena, completa y consumada (1 Jn. 3:2b). Seremos como Cristo, y Él será completamente como nosotros. Cristo y nosotros tendremos la misma imagen y la misma semejanza. Éste era el propósito de Dios al crear al hombre a fin de que expresara a Dios mismo. Éste es el deseo de Dios y el deleite de Su corazón, y esto también es aquello por lo cual Dios espera en Su beneplácito (Ef. 1:5). Por tanto, la transfiguración de nuestro cuerpo, la glorificación de todo nuestro ser, es la realización de la economía de Dios para la satisfacción del deseo de Dios.
En Filipenses 3:21 Pablo dice que la transfiguración del cuerpo de la humillación nuestra es “según la operación de Su poder, con la cual sujeta también a Sí mismo todas las cosas”. La transfiguración de nuestro cuerpo es efectuada por el gran poder del Señor, el cual somete todas las cosas a Él mismo (Ef. 1:19-22). Ésta es la fuerza todopoderosa del universo.
En resumen, la transfiguración de nuestro cuerpo indicada en Filipenses 3:21 es la redención de nuestro cuerpo mencionada en Romanos 8:23; éste es el paso final de la obra redentora de Cristo aplicada a nuestro ser. La transfiguración de nuestro cuerpo es nuestra esperanza de gloria, por la cual esperamos con anhelo. Primero, fuimos regenerados en nuestro espíritu; ahora estamos siendo transformados en nuestra alma; a la postre seremos transfigurados en nuestro cuerpo. Por tanto, en nuestro ser tripartito seremos absolutamente iguales a como Cristo es. Él es el Hijo primogénito de Dios, y nosotros seremos conformados a Su imagen para ser los muchos hijos plenamente maduros de Dios, quienes son los muchos hermanos de Cristo y los miembros del Cuerpo de Cristo, la expresión corporativa del Dios Triuno (v. 29; 12:4-5).