
Lectura bíblica: Col. 2:9; Ef. 1:23; 3:8, 18; 2 Co. 12:9; Jn. 3:34; Col. 3:11; Ro. 8:2, 9; Fil. 1:19; Ef. 1:13-14; 2 Co. 1:21-22; 1 Jn. 2:27; Ap. 1:4; Fil. 3:10; Ro. 8:13b; Gá. 5:24
Los tres factores básicos que se necesitan para la experiencia de la vida divina son Cristo, el Espíritu y la cruz. Es posible que a nuestro entendimiento estos tres factores sean cosas muy comunes, pero necesitamos tener una comprensión más profunda de cada uno de ellos.
Cristo es el objeto, la sustancia misma, de nuestra experiencia de la vida divina. Cualquier cosa que exista aparte de Cristo —por muy buena o bíblica que sea— no es la verdadera experiencia de la vida divina. La verdadera experiencia de la vida divina debe basarse en Cristo. Cristo debe ser el factor, la base y el objeto de nuestra experiencia de la vida divina. Cristo, el objeto de nuestra experiencia de vida, tiene muchos aspectos.
Experimentar la vida divina es experimentar a Cristo, la Persona divina. Cristo es la corporificación del Dios Triuno. Colosenses 2:9 dice: “Porque en Él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad”. El Padre, el Hijo y el Espíritu son elementos de la plenitud divina. Esta plenitud es triple. El Padre es rico, el Hijo es ilimitado, y el Espíritu es inmensurable. Cristo es la corporificación de la plenitud de la Deidad, la plenitud de esta Persona divina de tres aspectos.
Cristo, la corporificación del Dios Triuno, es tanto divino como humano. El Nuevo Testamento revela claramente que en resurrección Jesús sigue siendo un hombre. En Mateo 24:30 el Señor Jesús dijo que como Hijo del Hombre vendría sobre las nubes del cielo con poder y gloria. En Su regreso el Señor Jesús todavía será un hombre. En los cielos hoy en día Cristo todavía es un hombre. El himno #68 en Himnos dice:
¡Ved a Jesús sentado en el cielo! Cristo el Señor al trono ascendió, Como un hombre fue exaltado, Con gloria Dios lo coronó.
En Hechos 7 Esteban vio al Señor Jesús, el Hijo del Hombre, puesto de pie a la diestra de Dios (vs. 55-56). Como Hijo del Hombre, Él es tanto divino como humano. Si sólo fuera divino, sería omnipotente, pero no podría compadecerse de nosotros. Como hombre, Él puede compadecerse de nuestras debilidades (He. 4:15).
Cristo, el objeto de nuestra experiencia de la vida divina, es todo-inclusivo (Col. 3:11). Él es nuestro templo (Ap. 21:22), nuestra Pascua (1 Co. 5:7) y nuestra fiesta (v. 8). Incluso es nuestra tierra real. Hemos sido plantados en Cristo (3:6) y hemos sido arraigados en Él y en Él estamos siendo edificados (Col. 2:7). La buena tierra que fluía leche y miel (Dt. 6:3; 11:9; 26:9) tipifica a Cristo como nuestra buena tierra (Col. 2:6). ¡Cuán maravilloso es Cristo!
Cristo, como la Persona divina, todo lo abarca. Él lo llena todo en todo (Ef. 1:23). Nuestro sistema solar está en una galaxia que es una sola galaxia entre millones. ¡Cuán vasto es el universo! Sin embargo, Cristo lo llena todo en todo.
Cristo también es ilimitado en Sus dimensiones (Ef. 3:17-18). La anchura, la longitud, la altura y la profundidad son las dimensiones del universo. En el universo estas dimensiones son ilimitadas. Cristo es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad. Él es ilimitado.
Cristo como la corporificación divina, quien es divino y humano, todo-inclusivo, que todo lo abarca y es ilimitado, es la porción que Dios nos ha dado (Col. 1:12). Según 1 Corintios 1:2, Cristo es la porción de todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, “de ellos y nuestro”. Él es la porción de ellos y Él es nuestra porción.
Cristo es la realidad de todas las cosas positivas (Col. 2:16-17). Colosenses 2:16 menciona los asuntos de comer, beber, las fiestas o días festivos y los Sábados. Todos estos asuntos son sombras; la realidad de estas sombras, el cuerpo, es Cristo (v. 17). Cristo es la realidad del comer, del beber, de las fiestas y de los Sábados. Cristo es nuestra comida y bebida. Comer el alimento y beber el agua sólo son sombras. La sustancia, la realidad, de lo que comemos y bebemos es Cristo. Cristo es nuestra verdadera fiesta y nuestro verdadero Sábado. Él es nuestro verdadero descanso (Mt. 11:28).
Cristo es todos los atributos divinos y todas las virtudes humanas. Todo lo que Dios es en Su ser es un atributo. Dios es santo y Dios es justo; por lo tanto, la santidad y la justicia son dos de Sus atributos divinos. Él es amor, luz, vida, redención, salvación, poder y fuerza. Todos éstos son atributos divinos. Los atributos son diferentes de las virtudes. Los atributos son lo que nos pertenece como nuestra posesión; las virtudes son lo que poseemos y expresamos para la apreciación de otros. Dios es amor. Cuando el amor es expresado para la apreciación de otros, viene a ser una virtud. Según 1 Pedro 2:9, somos un real sacerdocio para anunciar las virtudes de Aquel que nos llamó de las tinieblas a Su luz admirable. Cristo es todos los atributos divinos y las virtudes humanas.
Cristo es rico y Sus riquezas son inescrutables e insondables (Ef. 3:8), lo cual indica que Él mismo es inescrutable e insondable.
Él también es suficiente en Su gracia (2 Co. 12:9). La gracia de Cristo es suficiente. Esta gracia es el Dios Triuno procesado dado a nosotros para nuestro disfrute y suministro. En tal gracia Cristo es suficiente para satisfacer la variedad de necesidades que tenemos.
Debido a que Cristo es inescrutable, Él no da el Espíritu por medida (Jn. 3:34). Esto significa que el Espíritu que Él da es inescrutable como Él.
Cristo es el Espíritu vivificante, el Espíritu (1 Co. 15:45; 2 Co. 3:17). Cristo no sólo es el Hijo corporificado para ser un hombre, sino que también ha llegado a ser el Espíritu en Su resurrección; así que, Él es el Espíritu, el Cristo pneumático.
Cristo es nuestra vida (Col. 3:4a). Él es la vida divina (Jn. 11:25; 14:6) que entra en nosotros para ser nuestra vida; así que, vivimos por Él (v. 19).
Cristo, nuestra vida, permanece en nuestro espíritu (Jn. 15:5; 2 Ti. 4:22) para vivir en nosotros en nuestra vida diaria (Gá. 2:20), actuar en nosotros en nuestra labor para Él (Col. 1:29), darnos poder en la lucha espiritual (Ef. 6:10) y fortalecernos en el vivir espiritual (Fil. 4:13).
Cristo, quien es el Espíritu, es uno con nuestro espíritu (1 Co. 6:17) para mezclarse con nosotros de modo que seamos uno con Él, incluso uno con el Dios Triuno.
Cristo es la Cabeza y el Cuerpo (Col. 1:18a; 1 Co. 12:12), y es todos los miembros del nuevo hombre y está en todos los miembros del nuevo hombre (Col. 3:11). Él es todo en todos. Cualquier experiencia que tengamos de la vida divina debe ser Cristo. Con el tiempo, nuestra experiencia de la vida divina producirá el nuevo hombre.
Puesto que Cristo es tal Persona todo-inclusiva, excelente y maravillosa en tantos aspectos, a fin de experimentarlo necesitamos creer en Él (Jn. 3:15), amarle (21:15), comer y beber de Él (6:57b; 1 Co. 12:13b), disfrutarle (1 P. 2:3), y vivirle y magnificarle (Fil. 1:20-21a). En 1958 comencé a ver el asunto de comer a Jesús. En aquel año, durante un periodo de seis semanas, di cuatro conferencias en Taipéi sobre el tema de comer a Jesús. El Señor mismo dijo: “El que me come, él también vivirá por causa de Mí” (Jn. 6:57b). Debemos comer al Señor.
También debemos aprender a disfrutar al Señor. En 1 Pedro 2:3 dice: “Si es que habéis gustado lo bueno que es el Señor”. Gustar es disfrutar. Por medio de la leche de la palabra (v. 2), gustamos del Señor, es decir, disfrutamos al Señor.
A fin de experimentar a Cristo también debemos vivirle y magnificarle (Fil. 1:20-21a). Magnificar a Cristo es agrandar a Cristo. El deseo que Pablo expresaba en Filipenses 1:20 era de agrandar a Cristo. Él dijo que quería magnificar a Cristo en su cuerpo, ya fuera por vida o por muerte. Cuando dijo esto, estaba en la cárcel, pero todavía quería magnificar a Cristo. Pablo magnificaba, engrandecía, enaltecía y exaltaba a Cristo. Ésta tal vez fue la razón por la cual algunos de la casa de César vinieron a ser santos (4:22).
El Señor quiere que le comamos y le bebamos, y que le vivamos y le magnifiquemos. En Juan 4 el Señor Jesús contestó la pregunta de la mujer samaritana con respecto a la adoración. La adoración adecuada es beber del agua viva al tener contacto con Dios el Espíritu con nuestro espíritu (vs. 14, 23-24). Comiéndole y bebiéndole a Él, le vivimos y le magnificamos. Cuando comemos y bebemos de Él, le ofrecemos al Padre la verdadera adoración. Esto lo alegra. Ésta es la experiencia de Cristo como nuestra vida.
Cristo es la corporificación de Dios, y el Espíritu es lo que hace a Cristo real. Cristo es hecho real como el Espíritu. Experimentar la vida divina es experimentar a Cristo en el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el Espíritu de Dios (Ro. 8:9a), el Espíritu de Jesús (Hch. 16:7), el Espíritu de Cristo (Ro. 8:9) y el Espíritu de Jesucristo (Fil. 1:19). El título el Espíritu de Dios se refiere a Dios, y el título el Espíritu de Jesús se refiere a Jesús como hombre. El Espíritu de Cristo se refiere a Cristo como el hombre resucitado. El Espíritu de Jesucristo se refiere al Espíritu de Dios con divinidad después de la resurrección del Señor, compuesto de la encarnación (la humanidad) del Señor, Su vivir humano bajo la cruz, Su crucifixión y Su resurrección.
El Espíritu Santo también hace a Cristo real como la corporificación del Dios Triuno procesado (Jn. 14:16-20). Es Aquel que es el testigo de Cristo (1 Jn. 5:6-8; Jn. 16:13-15). Él también es el Espíritu compuesto con Dios, el aceite, y con Cristo en Su humanidad, muerte y resurrección, para ser el ungüento compuesto que nos unge, nos sella y es nuestras arras (Éx. 30:23-25; 2 Co. 1:21-22; Ef. 1:13-14).
El Espíritu Santo es el Espíritu como las primicias, es decir, el anticipo que tenemos de Dios como nuestra heredad (Ro. 8:23). Dios es nuestra porción; sin embargo, que Dios sea nuestra porción es un concepto muy abstracto y misterioso. El Espíritu en nosotros es las arras, la garantía, de que Dios es nuestra porción (Ef. 1:14). El Espíritu también nos sella (v. 13) y nos unge (1 Jn. 2:20, 27) con todo lo que Dios es y tiene. El Espíritu también es el Espíritu consumado, que es la consumación del Dios Triuno procesado (Mt. 28:19; Ap. 22:17). En Mateo 28:19 se mencionan el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El Padre es la fuente, el Hijo es el cauce, es decir, la corriente que sale de la fuente, y el Espíritu es la consumación del Padre y el Hijo para llegar a nosotros. El Espíritu llega a nosotros con la realidad de Dios a fin de que tengamos contacto con Dios, le recibamos, le disfrutemos y le experimentemos. Este Espíritu es lo que hace a Cristo real para nosotros. Cuando disfrutamos y experimentamos al Espíritu, disfrutamos a Cristo de modo práctico y directo.
Tal Espíritu es el Espíritu todo-inclusivo, vivificante, que mora en nosotros, que escribe en nosotros, que nos libera, que nos fortalece y que nos guía, quien es para nosotros, está con nosotros y en nosotros (Ro. 8:11; 2 Co. 3:6b; Ef. 3:16; Ro. 8:14). Él también es el Consolador y el Abogado (Jn. 14:16; 1 Jn. 2:1). La palabra Consolador en griego es parákletos. Denota a alguien que está a su lado cuidando de usted. Si se siente mal, él lo consuela. Si necesita algo, él suministra lo que le falta. Siempre está con usted, siempre le acompaña, está a su lado, le cuida y se encarga de usted. Éste es el Espíritu como el Consolador. La palabra parákletos también tiene el significado de abogado, como en un tribunal. El Espíritu es nuestro defensor, nuestro abogado, en el tribunal celestial.
El Espíritu Santo es el Espíritu de vida (Ro. 8:2) que imparte la vida divina en nosotros. Él es el Espíritu del Hijo de Dios (Gá. 4:6). No sólo es el Espíritu de Dios el Padre (Mt. 10:20), sino también el Espíritu de Dios el Hijo. Él entra en nosotros y nos hace hijos de Dios. Por tal Espíritu clamamos: “Abba, Padre”. El Espíritu Santo es el Espíritu mezclado con nuestro espíritu como un solo espíritu (1 Co. 6:17), haciendo que seamos uno con el Dios Triuno procesado.
El Espíritu es los siete Espíritus: el Espíritu que ha sido intensificado siete veces para satisfacer la necesidad de todas las iglesias degradadas en sus siete etapas (Ap. 1:4; 3:1; 4:5; 5:6). Las iglesias en Apocalipsis 2 y 3 no sólo representan a siete iglesias tangibles, sino también al progreso de la iglesia en siete etapas. La iglesia en Éfeso representa a la iglesia en su etapa inicial a fines del primer siglo; Esmirna representa la etapa de la persecución; Pérgamo representa la etapa del matrimonio de la iglesia con el mundo; Tiatira representa la etapa de la jerarquía de la Iglesia Católica Romana; Sardis representa la etapa de la reforma protestante; Filadelfia representa la etapa de la iglesia recobrada; y Laodicea representa la etapa de la iglesia recobrada que se degradó. Para satisfacer la necesidad de todas estas etapas, Dios ha preparado y provisto el Espíritu séptuplo.
A fin de participar de tal Espíritu, debemos poner nuestra mente en el espíritu (Ro. 8:6b), andar conforme al espíritu (v. 4), tener nuestro ser conforme al Espíritu (Gá. 5:16, 25) y no contristar al Espíritu (Ef. 4:30). Debemos tener nuestro ser conforme al Espíritu en todo. Además, no debemos contristar al Espíritu. Más bien, debemos alegrar al Espíritu. Nuestra alegría es una señal de que Él está contento.
Cristo es la corporificación de Dios, y el Espíritu es lo que hace real a Cristo. Cristo es el objeto de nuestra experiencia de la vida divina, y el Espíritu es la realidad de la experiencia de la vida divina. Pero la manera de experimentar la vida divina es la muerte de la cruz.
La crucifixión, es decir, el matar o la muerte, de Cristo acompaña Su resurrección. Filipenses 3:10 dice: “A fin de conocerle, y el poder de Su resurrección, y la comunión en Sus padecimientos, configurándome a Su muerte”. Un buen himno que habla del hecho de que la muerte de Cristo acompaña la resurrección es el himno #297 en Himnos. La primera estrofa de este himno dice:
Si resurrección anhelo, Tengo que la cruz amar; De la muerte surge vida, De la pérdida, el ganar.
El elemento de la muerte de Cristo está en el Espíritu compuesto (Éx. 30:23a). Los antibióticos contienen ciertos elementos que matan los microbios. En los antibióticos los elementos que matan son como el elemento de la muerte de Cristo, la cual compone al Espíritu. Este elemento que mata que está en el Espíritu compuesto se aplica a todas las personas, cosas y asuntos negativos que están relacionados con nosotros en nuestra vida diaria, nuestra vida de iglesia y en nuestra obra, mediante el Espíritu que nos unge como el ungüento de la unción (1 Jn. 2:20, 27; Ro. 8:13b; Gá. 5:24). La unción dentro de nosotros es el mover del Espíritu compuesto como ungüento compuesto. Mediante esta unción, se aplica un elemento que mata para matar todas las cosas negativas en nuestra vida.
El elemento del Espíritu compuesto que mata lo negativo, aplicado a todas las personas, cosas y asuntos negativos en nuestra vida, tiene como fin que nosotros vivamos una vida crucificada por medio del poder de la vida de resurrección de Cristo (Fil. 3:10). Los himnos #297 y 199 en Himnos se refieren al poder de la resurrección que nos capacita para vivir una vida crucificada. La segunda estrofa del himno #199, escrito por A. B. Simpson, dice:
Dulce es morir con Cristo Si vivo en resurrección, Y llevar Sus sufrimientos Si rebosa el corazón. En resurrección Él mora En mi ser con gran poder, Y por eso muy contento Al Calvario yo iré.
Para tomar el camino de la cruz, o sea, aplicar la cruz de Cristo a nosotros mismos, para experimentar la vida divina, necesitamos permanecer en la unción del Espíritu (1 Jn. 2:27b). La unción nunca deja de operar en nosotros. Nuestra necesidad como creyentes es permanecer en esta unción. Al permanecer en esta unción, también debemos aprender a no rechazar la muerte que se ejerce sobre nosotros en esta unción. Debemos decir “amén” con gozo cada vez que el Espíritu quiera matar algunas cosas negativas en nosotros. La cruz y el Espíritu, la muerte de Cristo y el Espíritu, se acompañan el uno al otro. Si tenemos la cruz, tenemos al Espíritu. Si tenemos al Espíritu, tenemos la muerte de Cristo. A fin de experimentar la vida divina, necesitamos experimentar a Cristo como la corporificación del Dios Triuno, el Espíritu como lo que hace real a Cristo y la cruz de Cristo, es decir, la muerte de Cristo, como el camino.