Mensaje 21
Lectura bíblica: 2 R. 21:1-26; 2 R. 22; 2 R. 23:1-30
En este mensaje primeramente veremos los reinados de Manasés, Amón y Josías sobre Judá, y luego hablaremos sobre la esencia de la tipología presentada en los libros históricos del Antiguo Testamento.
Este reinado se narra en 21:1-18.
A la edad de doce años, Manasés hijo de Ezequías empezó a reinar sobre Judá, y reinó cincuenta y cinco años en Jerusalén (v. 1).
Manasés hizo lo malo delante de Jehová según las abominaciones de las naciones. El reconstruyó los lugares altos que su padre había destruido y levantó altares a Baal, como lo había hecho Acab rey de Israel. Manasés adoró a todo el ejército celestial y edificó altares en la casa de Jehová y altares a todas las huestes celestiales en ambos atrios de la casa de Jehová. Además, pasó por el fuego a su hijo en sacrificio a un ídolo, observó los tiempos, fue agorero, instituyó encantadores y adivinos, puso la imagen grabada de Asera en el templo, y derramó mucha sangre inocente. Manasés indujo al pueblo a que hiciese más mal que las naciones, pues no escucharon la ley que Jehová les había dado por medio de Moisés e hicieron lo malo ante Jehová y lo provocaron a ira (vs. 2-9, 15-16).
Por causa de todo lo que hizo Manasés, Jehová trajo mal sobre Jerusalén y sobre Judá, como lo hizo sobre Israel y sobre la casa de Acab. El limpió Jerusalén como se limpia una olla y la entregó en manos de sus enemigos (vs. 10-14).
Ezequías fue el mejor rey y su hijo Manasés el peor. Resulta difícil explicar cómo este rey bueno pudo tener a un hijo tan malo. El pecado de Manasés condujo a Dios a no tolerar más al pueblo y a destruir el templo, a asolar la tierra santa y a entregar a Su pueblo al cautiverio. Con el reinado de Manasés, la tolerancia de Dios llegó a su límite, así que, abandonó al pueblo santo, la ciudad santa y la tierra santa.
Manasés durmió con sus padres y fue sepultado en el huerto de su propia casa, y Amón su hijo reinó en su lugar (vs. 17-18).
En 2 Reyes 21:19-26 se narra el reinado de Amón.
Amón empezó a reinar sobre Judá a la edad de veintidós años, y reinó dos años en Jerusalén (v. 19).
Amón hizo lo malo ante Jehová, como había hecho Manasés su padre. Anduvo en los caminos en que su padre anduvo, y sirvió a los ídolos que había servido su padre; y dejó a Jehová y no anduvo en Su camino (vs. 20-22).
Los siervos de Amón conspiraron contra él y lo mataron, pero el pueblo mató a todos los rebeldes y puso por rey a Josías su hijo (vs. 23-24).
Amón fue sepultado en el huerto de Uza (vs. 25-26).
El reinado de Josías se narra en 2 Reyes 22:1—23:30.
Josías empezó a reinar sobre Judá a la edad de ocho años, y reinó treinta y un años en Jerusalén (22:1).
Josías hizo lo recto ante Jehová y anduvo en todos los caminos de David su padre, sin apartarse ni a derecha ni a izquierda (v. 2; 23:25).
En el año dieciocho de su reinado, Josías reparó lo que estaba dañado del templo de Dios (22:3-7).
El sumo sacerdote encontró el libro de la ley en el templo y unos escribas lo leyeron a Josías. Cuando éste oyó las palabras de la ley, rasgó sus vestidos y ordenó al sumo sacerdote y a sus siervos que consultaran a Jehová por él, por el pueblo y por todo Judá en cuanto a las palabras de la ley (vs. 8-13).
Josías, por medio de la profetisa Hulda, recibió la siguiente respuesta de Jehová: por tener un corazón tierno y por haberse humillado delante de Jehová rasgando sus vestidos y llorando, Josías será recogido con sus padres y será llevado a su sepulcro en paz. Los ojos de Josías no verán todo el mal que Dios traerá sobre la tierra (vs. 14-20).
Josías mandó reunir con él a todos los ancianos de Judá y de Jerusalén, los sacerdotes, los profetas y todo el pueblo, y les leyó todas las palabras del libro del pacto, e hizo un pacto delante de Jehová, según el cual, ellos debían andar en pos de Jehová y guardar Sus mandamientos, Sus testimonios y Sus estatutos con todo su corazón y con toda su alma, y cumplir las palabras escritas en el libro. Todo el pueblo respaldó el pacto (23:1-3).
Josías erradicó totalmente a los adoradores de ídolos de todo el país (vs. 4-20, 24). Quitó también los ídolos, los derribó y los quemó, sobre todo los que estaban en el templo (vs. 6, 11, 14, 24). Destruyó totalmente los lugares altos, los lugares de culto a los ídolos y los altares con los utensilios que fueron hechos para los ídolos, particularmente el altar del lugar alto, que Jeroboam hijo de Nabat había edificado para cumplir lo que predijo el hombre de Dios (1 R. 13:1-3; 2 R. 23:4, 7-10, 12-19). El rey Josías erradicó por completo a los adoradores de ídolos y a los malhechores de la tierra (vs. 5, 8a, 20, 24a).
Josías celebró la pascua a Jehová, conforme a lo que estaba escrito en el libro del pacto (vs. 21-23).
Con todo lo que Josías había hecho para agradar a Jehová, Jehová no calmó Su gran ira contra Judá debido a todas las provocaciones de Manasés. Jehová había determinado quitar de Su vista a Judá, tal como hizo con Israel, y desechar Jerusalén, la ciudad que El mismo había escogido, y el templo en el que había puesto Su nombre (vs. 26-27). La bondad de Josías no pudo rescatar a Judá de la mano destructora de Dios.
Cuando el Faraón Necao rey de Egipto subió contra el rey de Asiria al río Eufrates, Josías frustró el avance de Necao, y éste lo mató (v. 29).
Los siervos de Josías lo llevaron a Jerusalén y lo sepultaron allí, en su sepulcro (v. 30).
Toda la historia narrada en el Antiguo Testamento es una tipología. Los libros históricos fueron incluidos en los Escrituras Sagradas porque, en tipología, ellos nos proporcionan una visión gráfica de la economía de Dios. La esencia de la tipología de la historia antiguotestamentaria, es la economía de Dios, de la cual Cristo y Su Cuerpo son el centro y la realidad.
En uno de los libros históricos, 2 Samuel, vemos que David, un hombre conforme al corazón de Dios, quiso edificarle a Dios una casa, un templo (7:2-3). Sin embargo, Dios no necesitaba esa morada (vs. 4-7). Más bien, El quiso edificarle una casa a David (v. 11b). Dios le dijo mediante una profecía dada en tipología, que la casa que El le iba a edificar tendría una simiente, el Hijo de Dios, la cual sería una simiente humana y también divina. No sólo sería una simiente humana, sino que también sería el Hijo de Dios. Cristo era el Dios que vino a ser la simiente de David, lo cual significa que Dios mismo, quien es divino, llegó a ser una simiente humana, la simiente de un hombre, de David. Tal simiente era Jesús, el Dios-hombre, Jehová el Salvador.
Jesús es nuestro Creador quien vino a ser nuestro Salvador, nuestra salvación. El es el Creador hecho hombre al nacer de una virgen. Nuestro Dios permaneció en el vientre de aquella virgen durante nueve meses según el principio que Dios ordenó para el hombre. Cuando salió de ese vientre, El ya no era solamente Dios, sino que se había convertido en un Dios-hombre. Este Dios-hombre vivió en la tierra durante treinta y tres años y medio, y luego sufrió la crucifixión. En ella, efectuó la redención y le puso fin a la vieja creación.
La muerte de Cristo fue la muerte de un Dios-hombre. En uno de sus himnos, Carlos Wesley escribió: “Cómo será, qué gran amor, que por mí mueras Tú mi Dios” (Himnos, 141). Aquel que murió sobre la cruz y derramó Su sangre, era un hombre; sin embargo, Hechos 20:28 dice que esa sangre era la sangre del propio Dios. La muerte de tal Dios-hombre maravilloso lo incluyó todo. Le puso fin a la vieja creación. El Dios que creó a Adán murió en la cruz como el postrer Adán (1 Co. 15:45), el último de la humanidad, para terminar con Adán.
En Adán había una naturaleza pecaminosa, o sea, el pecado. Cuando la cruz le puso fin a Adán, también se le dio fin al pecado que estaba en su naturaleza. En realidad, la naturaleza pecaminosa de Adán era Satanás mismo. Así que, cuando la naturaleza de Adán, su pecado, fue aniquilado, Satanás también fue destruido (He. 2:14). Además, el mundo que inventó Satanás y que está ligado a él, también fue destruido por la muerte de Cristo en la cruz (Jn. 12:31). La maravillosa muerte de Cristo le puso fin al hombre caído, y por medio de esto le dio fin al hombre, al pecado, a Satanás y al mundo. A la vez, mediante Su muerte, Cristo liberó la vida divina que estaban en El y la impartió al pueblo que Dios había elegido y redimido, regenerándolos así con la vida divina. Luego, Cristo entró en resurrección, y en ella fue hecho el Espíritu vivificante.
El Espíritu vivificante es el propio Dios creador hecho hombre, quien llevó una vida humana, pasó por la muerte y entró en la resurrección. Hoy nuestro Dios, a diferencia del Dios de los judíos, no sólo es divino, sino también humano. El no sólo es Dios, sino también hombre, y este Dios hecho hombre, que incluye la muerte de Cristo con su eficacia y la resurrección de Cristo con su poder, se han mezclado para formar el Espíritu vivificante, quien es la consumación final del Dios Triuno procesado. El Dios Triuno se corporificó en Cristo, quien finalmente fue hecho el Espíritu vivificante, el Cristo pneumático, la realidad misma de la resurrección. Hoy tenemos al Dios Triuno consumado, quien es el Cristo pneumático, el Espíritu que lo es todo, el Espíritu vivificante, el cual es la realidad de la resurrección.
La resurrección no fue sólo un evento; la resurrección es una persona viva, el propio Señor Jesucristo (Jn. 11:25). El mismo es la resurrección, y en ella fue hecho el Espíritu vivificante. Para nosotros hoy, la realidad de la resurrección es Cristo mismo como Espíritu vivificante.
Cristo está ahora en resurrección como Espíritu vivificante, la consumación del Dios Triuno procesado. Puesto que El está en resurrección, nosotros, Sus creyentes, también debemos estar en resurrección y vivir en ella. La resurrección implica que se le dio fin a todo lo viejo y lo natural, y que se hizo germinar algo nuevo. Esto es la resurrección: el aniquilamiento de lo natural y la germinación de lo espiritual, para transformar lo natural en espiritual. En resurrección no llevamos una vida natural, sino una vida en la que fue aniquilada la vieja naturaleza y se hizo germinar una nueva naturaleza, para hacernos miembros de Cristo.
Cristo es hoy un Cristo corporativo, compuesto de muchos miembros (1 Co. 12:12). Esto significa que El no únicamente es la Cabeza sino también el Cuerpo. Aquí tenemos la esencia misma de la economía de Dios, de la cual Cristo y Su Cuerpo son el centro y la realidad.
Conforme a esta economía, Dios, por medio de un proceso maravilloso, se hizo hombre para hacer al hombre Dios en vida y naturaleza (mas sin ser objeto de adoración). Por el lado de Dios, este proceso incluyó la encarnación, el vivir humano, la muerte y la resurrección; por nuestro lado, incluye la regeneración, la santificación, la renovación, la transformación, la conformación y la glorificación. Dios se hizo hombre, y finalmente el hombre llegará a ser Dios en vida y naturaleza. Entonces se cumplirá cabalmente la economía eterna de Dios.