Mensaje 7
(7)
Lectura bíblica: 2 P. 1:5-11
En este mensaje haremos un repaso de 2 Pedro 1:5-11.
En el versículo 5 Pedro dice: “Y por esto mismo, poniendo toda diligencia, desarrollad abundantemente en vuestra fe virtud; en la virtud, conocimiento”. La palabra virtud se refiere a la virtud mencionada en el versículo 3, donde Pedro habla de Aquel que nos “llamó por Su propia gloria y virtud”. Además, esta virtud está relacionada con la naturaleza divina (v. 4), la cual denota los diferentes aspectos de las riquezas de lo que Dios es. La virtud mencionada en los versículos 3 y 5 es fruto de la experiencia y disfrute de la naturaleza divina, de la cual se habla en el versículo 4. Cuando participamos de la naturaleza divina, de los diferentes aspectos de las riquezas de lo que Dios es, dichas riquezas llegan a ser nuestras virtudes. Por ejemplo, Dios es amor, luz, santidad, justicia y bondad, todo lo cual son atributos de Dios. Cada atributo divino es también una virtud. Cuando disfrutamos de lo que Dios es, disfrutamos de Su santidad. Entonces esta santidad llega a ser una virtud en nosotros, la cual se manifiesta a través de nosotros. El mismo principio se aplica al disfrute que tenemos de otros atributos divinos.
La esencia o elemento de la virtud se halla contenida en la fe como simiente. Esta simiente es de hecho el propio Cristo, y Cristo es Dios mismo respecto a todo lo que Él es. Dado que todo lo que Dios es está en Cristo, Cristo es la corporificación de lo que Dios es. Este Cristo ha llegado a ser nuestra herencia. Nuestra respuesta a esta corporificación que está en nosotros, es decir, lo que se refleja debido a ella, es la fe. La fe, por tanto, es también nuestra herencia. Así, pues, dentro de la fe como simiente están incluidos todos los atributos divinos, todas las riquezas de lo que Dios es. Ya que tenemos esta simiente de fe, en la cual está la naturaleza divina, debemos proseguir a fomentar el desarrollo de esta simiente. En el proceso de desarrollo de la simiente, lo primero que brota es la virtud. Por lo tanto, la virtud es fruto del disfrute de la naturaleza divina, es decir, del disfrute de lo que Dios es.
En el versículo 5 Pedro dice que en nuestra virtud debemos desarrollar conocimiento. La virtud requiere la abundante suministración del conocimiento de Dios y de Jesús nuestro Señor (vs. 2, 3, 8), particularmente con respecto a las cosas que pertenecen a la vida divina y la piedad, y a nuestra participación de la naturaleza divina.
Es posible que tengamos mucho conocimiento, pero que nuestro conocimiento sea somero y superficial. Quizás no conozcamos la vida ni sepamos qué es la fe preciosa. Aun más, tal vez tampoco sepamos nada acerca de la naturaleza divina, e incluso nos opongamos a ella cuando se nos enseñe, con base en la Biblia, que los creyentes pueden llegar a ser participantes de la naturaleza divina. Aquellos que tienen un conocimiento superficial probablemente no sepan que la piedad es la expresión de Dios, que Cristo es la corporificación del Dios Triuno, y que Cristo hoy en día es el Espíritu vivificante. No tener el conocimiento de estos asuntos es carecer del conocimiento de las profundidades de la verdad contenida en la Biblia.
Algunos creyentes han sido estorbados e incluso se han visto perjudicados por el conocimiento superficial. Tal vez ellos sean fundamentalistas en cuanto a la doctrina, pero puede ser que lo sean de un modo superficial. Ser fundamentalista meramente de manera superficial podría ser una especie de “droga” que entorpece los sentidos espirituales. Un buen número de cristianos se encuentran embotados por la influencia de un fundamentalismo superficial. Ésta es la razón por la cual resulta muy difícil hablar con ellos respecto de que Cristo sea nuestra comida y nuestro disfrute. Si uno les dice que podemos comer a Cristo, digerirlo y asimilarlo al grado en que Él mismo llega a ser el elemento constitutivo de nuestro ser, ellos dirán que tal enseñanza es herética. Tal vez reaccionen, diciendo: “Nuestro Señor y Salvador Jesucristo está en el trono en el cielo. ¿Cómo podríamos comerle, y cómo podría Él llegar a ser el elemento constitutivo de nuestro ser?”. Incluso tal vez les parezca que tales enseñanzas bíblicas son blasfemas.
Aquellos que tienen un conocimiento superficial también se oponen a la enseñanza de la mezcla. Nuestro uso de la palabra mezcla se basa en el Antiguo Testamento. Levítico 2 nos dice que en la preparación de la ofrenda de harina, la flor de harina debía ser amasada con aceite, lo cual implica una mezcla. El concepto de mezcla, por tanto, ciertamente concuerda con las Escrituras.
Además, en Juan 6 el Señor Jesús dice que Él es el pan, el pan vivo que descendió del cielo para dar vida al mundo, y que cualquiera que le coma, vivirá por causa de Él. Piensen por un momento en lo que ocurre con los alimentos que comemos. Los alimentos son digeridos, asimilados y finalmente se mezclan con nuestras fibras y células. ¿No sería correcto entonces afirmar que el comer implica un tipo de mezcla? La digestión y asimilación de los alimentos que ingerimos definitivamente suponen un tipo de mezcla. Los alimentos que comemos se mezclan con nuestra constitución intrínseca. Bajo el mismo principio, cuando comemos al Señor como el pan de vida y le digerimos y asimilamos en nuestro ser espiritual, Él se mezcla con nosotros y nosotros con Él. Sin embargo, algunos cristianos carecen de este conocimiento, el cual es un conocimiento de las profundidades de la verdad bíblica.
El conocimiento del cual se habla en 1:5 es el pleno conocimiento de Dios y de nuestro Señor. Necesitamos un conocimiento pleno, no del Dios no procesado, del Dios “crudo”, sino del Dios procesado. Al usar la expresión el Dios procesado nos referimos al Dios que se hizo hombre a través de la encarnación, que vivió en la tierra por treinta y tres años y medio, que murió en la cruz y fue sepultado, que resucitó y que ascendió a los cielos. La encarnación, el vivir humano, la crucifixión, la resurrección, la ascensión, todos ellos, son parte de un largo proceso. Ya que Cristo pasó por tal proceso, Él ya no es únicamente Dios con el elemento de la divinidad, sino que además es un hombre que posee el elemento humano. Nuestro Señor es tanto Dios como hombre. Él posee tanto la naturaleza divina como la naturaleza humana. Aun más, en Él también se incluyen los elementos del vivir humano, de Su muerte todo-inclusiva y de Su resurrección que imparte la vida. Es posible que lo que decimos acerca del Dios procesado resulte raro o extraño para aquellos que tienen únicamente un conocimiento superficial de la Palabra. Pero según lo dicho por Pedro en 1:5, debemos desarrollar abundantemente en nuestra virtud el pleno conocimiento de Dios.
Si los creyentes no tienen el debido conocimiento, ¿cómo podrán experimentar el desarrollo descrito en 1:5-7? No es posible experimentar este desarrollo sin el pleno conocimiento de Dios. Hay creyentes que prácticamente no manifiestan ningún desarrollo. Es posible que ellos ni siquiera tengan una plena comprensión de lo que es la fe preciosa y, en particular, no sepan que esta fe es la simiente todo-inclusiva que está en ellos. Quizás jamás hayan escuchado esta clase de enseñanza, y no tengan conocimiento alguno de este tema, sino que, más bien, tengan un entendimiento superficial y religioso.
En el versículo 6 Pedro añade lo siguiente: “En el conocimiento, dominio propio; en el dominio propio, perseverancia; en la perseverancia, piedad”. Tener dominio propio significa ejercer control de uno mismo con respecto a las pasiones, deseos y hábitos. Debemos desarrollar en nuestro conocimiento tal dominio propio.
En nuestro dominio propio debemos desarrollar perseverancia. El dominio propio se ejerce para con uno mismo, mientras que la perseverancia se ejerce para con otros y en determinadas circunstancias. Con respecto a nosotros mismos, debemos tener dominio propio, y con relación a nuestras circunstancias, sin importar cuáles sean, necesitamos perseverancia. Debemos ejercitar perseverancia con los miembros de nuestra familia, con nuestros vecinos y con relación a muchas otras cosas que nos perturban. Por ejemplo, cuando usted se sienta disgustado con algo relacionado con su entorno, debe ejercitar perseverancia. Es preciso que desarrollemos perseverancia a fin de sobrellevar a otros y soportar nuestras circunstancias.
En el versículo 6 Pedro dice también que en nuestra perseverancia debemos desarrollar piedad. La piedad es una virtud que manifiesta la semejanza de Dios, es decir, que expresa a Dios. La vida cristiana debe ser una vida que expresa a Dios y que manifiesta la semejanza de Dios en todo aspecto. Mientras ejercemos dominio propio y sobrellevamos a otros y soportamos las circunstancias, debemos también desarrollar piedad a fin de tener la semejanza de Dios y expresarle.
En el versículo 7 Pedro añade: “En la piedad, afecto fraternal; en el afecto fraternal, amor”. Hemos señalado que en la piedad, que consiste en expresar a Dios, se debe desarrollar afecto fraternal, que es el amor hacia los hermanos. Hemos visto también que la palabra griega traducida “amor” en el versículo 7 es agápe, la palabra que en el Nuevo Testamento significa “amor divino”, el cual es Dios en Su naturaleza (1 Jn. 4:8, 16). Esta clase de amor es más noble que el afecto fraternal, y es más fuerte y de mayor capacidad que el amor humano.
En la vida de iglesia, es posible que los hermanos se amen entre sí, pero que su amor sea muy superficial. Quizás su amor no contenga ningún suministro de vida ni ningún “antibiótico” que promueva la sanidad. Esto quiere decir que a su amor le falta el amor agápe. Sin embargo, en el amor que Pedro manifestaba hacia los hermanos había otro elemento, el cual era el amor divino, un amor que nos provee la sabiduría necesaria para amar a los hermanos como es debido. A veces amamos a otros de manera insensata, de una manera en que podemos hacerles daño, y no tenemos la sabiduría para amarlos de una manera que les imparta el suministro de vida y los nutra. El amor de Dios no sólo nos nutre, sino que además contiene un antibiótico espiritual que promueve la sanidad y previene las enfermedades. Si amamos a los hermanos con el amor divino, les infundiremos tal antibiótico. Por ejemplo, quizás usted se dé cuenta de que algún hermano tiene cierta carencia o debilidad. Usted sabrá que ni la enseñanza ni la corrección podrán ayudar a tal hermano, y que lo que él realmente necesita es ser amado con un amor noble. Si lo ama con esta clase de amor, él recibirá el suministro de vida y el antibiótico que es capaz de matar los “gérmenes” dentro de él. En la vida de iglesia debemos amarnos unos a otros con discernimiento, y no de una manera necia. Debemos amar a los hermanos con el noble propósito de nutrirlos y ayudarles a ser sanados.
Dios siempre ama con discernimiento. Mateo 5:45 nos dice que Dios envía la lluvia sobre justos e injustos. Pero Él hace esto con sabiduría, pues asimismo en otras ocasiones hace que no llueva en cierta región. No obstante, eso no significa que no ame a la gente de ese lugar; ciertamente Él los ama, pero los ama con discernimiento. De la misma manera, no debemos dejar de amar a los santos. Ciertamente debemos amar a todos los hermanos, pero debemos hacerlo con discernimiento.
Nuestro amor por los santos siempre debe ser mesurado y debe mantenerse dentro de ciertos límites. Si amamos a un hermano desmedidamente, ese amor podrá hacerle daño. Así que, debemos amarlo sólo hasta cierto punto. Así también, es posible que otro hermano necesite ser amado en mayor medida. Amar a otros de esta manera es amarlos no solamente con un afecto fraternal sino también con el amor agápe.
A menudo nuestro afecto fraternal varía de acuerdo con nuestro estado de ánimo. Cuando estamos de buen ánimo, amamos a todo el mundo. Pero cuando no estamos de buen ánimo, quizás no estemos dispuestos a mostrar amor por nadie. Cuando algunos hermanos están de buen genio, hacen hasta lo imposible por ayudarlo a uno. Pero cuando tienen el ánimo decaído, no se muestran dispuestos a prestar ninguna ayuda. Estos hermanos aman a los santos, pero los aman conforme a sus sentimientos fluctuantes. Tal clase de amor no es el amor agápe. El amor divino no depende de nuestro estado emocional. Puesto que la fuente de este amor es la vida divina, es un amor que no cambia. Debemos aprender a amar a los hermanos con este amor divino, y no con el amor que depende de nuestro estado de ánimo.
El amor de Dios es un amor que no fluctúa. Si amamos a otros con este amor, no seremos fluctuantes. Al relacionarnos con los demás, seremos los mismos con respecto a nuestro amor, es decir, siempre amaremos a otros con discernimiento y según su necesidad. Por ejemplo, tal vez percibamos que cierto hermano necesita cierta medida de amor; por tanto, le suministraremos la medida exacta de amor que él necesita. No obstante, quizás otro hermano necesite otra medida de amor. Este tipo de amor es un amor noble.
En nuestra vida matrimonial y en nuestra vida familiar necesitamos este amor divino. Pedro encarga a los maridos a dar honor a la esposa (1 P. 3: 7). Para ello se requiere un amor noble.
Es común que las hermanas amen a sus esposos según sus sentimientos y sin ningún discernimiento o de forma desmedida. Cuando la hermana se siente alegre o está de buen genio, ella amará a su marido; pero si está descontenta o enojada, no lo amará. Esta clase de amor depende de sus sentimientos y no contiene el elemento del amor agápe. Sin embargo, otra hermana, con más experiencia en el Señor, siempre amará a su esposo e hijos, pero lo hará de forma medida y con discernimiento. Esta clase de amor ciertamente es un amor noble.
Es imposible que con nuestro amor humano amemos de forma mesurada y con el discernimiento apropiado. Es por ello que, después de hablar del amor fraternal, Pedro nos dice que en nuestro afecto fraternal debemos desarrollar amor. Al respecto, algunos expositores han malinterpretado a Pedro y han pensado que él nos dice que debemos desarrollar cierto amor primeramente hacia los hermanos, y después cierto amor hacia todos los hombres. Sin embargo, este entendimiento es demasiado superficial. El pensamiento de Pedro es que en nuestro afecto fraternal debe estar presente el elemento del amor agápe, el amor divino.
En los versículos del 8 al 10 Pedro dice que si todas estas virtudes están en nosotros y abundan, no nos dejarán ociosos ni sin fruto para el pleno conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. Pero el que no tiene estas cosas, tiene la vista muy corta y ha olvidado la purificación de sus antiguos pecados. Por esta razón, Pedro nos encarga que seamos diligentes en hacer firme nuestra vocación y elección, desarrollando todas estas virtudes.
En el versículo 11 Pedro concluye, diciendo: “Porque de esta manera os será suministrada rica y abundante entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo”. En este reino eterno no seremos súbditos, sino reyes. Pero para ser reyes en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, debemos madurar en la vida divina. Los cristianos estamos destinados a ser reyes en el reino del Señor. Sin embargo, ¿cómo puede alguien ser rey en el reino venidero si aún no ha alcanzado la madurez en la vida divina? Es imposible ser rey sin haber alcanzado esta madurez. Aun si el Señor quisiera entronizar como rey a alguien que no es maduro, esa persona se daría cuenta de que no es capaz de ejercer el reinado. Esto indica que aun nosotros mismos sabemos que es necesario crecer y madurar para poder ser reyes.
Según lo que Pedro dice en 1:5-11, crecer hacia la madurez equivale a desarrollar algo que ya hemos recibido. A nosotros se nos asignó la fe maravillosa y preciosa, la cual es una simiente todo-inclusiva. Si bien todas las riquezas divinas se encuentran en esta simiente, nosotros tenemos que ser diligentes en fomentar el desarrollo de ellas de modo que se conviertan en virtud. Luego, debemos desarrollar en nuestra virtud conocimiento; en el conocimiento, dominio propio; en el dominio propio, perseverancia; en la perseverancia, piedad; en la piedad, afecto fraternal; y en el afecto fraternal, amor. Si desarrollamos estas virtudes, creceremos y, con el tiempo, llegaremos a la madurez. Como resultado, estaremos llenos de Cristo, y, en palabras de Pablo, habremos llegado a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo (Ef. 4:13). Entonces seremos aptos y estaremos equipados para ser reyes en el reino venidero.