Mensaje 64
Lectura bíblica: Col. 3:15-18; He. 1:1-2a; Ap. 2:1, 7a
Colosenses 3:16 dice: “La palabra de Cristo more ricamente en vosotros en toda sabiduría, enseñándoos y exhortándoos unos a otros con salmos e himnos y cánticos espirituales, cantando con gracia en vuestros corazones a Dios”. Inmediatamente después de que Pablo nos dice que la paz de Cristo actúa como árbitro en nosotros, nos exhorta a dejar que la palabra de Cristo more en nosotros. ¿Por qué menciona Pablo la paz de Cristo antes de la palabra de Cristo? La respuesta a esta pregunta está relacionada con un principio fundamental revelado en la Biblia, según el cual debemos estar en unidad para que Dios nos hable. Cada vez que el pueblo de Dios está dividido, Su palabra escasea. Dios no habla donde hay división. La división hace que el hablar de Dios disminuya, e incluso que cese.
Mientras los hijos de Israel estuvieron en el desierto, Dios les hablaba en el tabernáculo, la tienda de reunión. La tienda de reunión era una señal de la unidad del pueblo de Dios. Las doce tribus se situaban alrededor de la tienda de reunión, y Dios hablaba al pueblo desde el interior de ella. En aquel entonces, si un israelita deseaba escuchar a Dios, tenía que ir a la tienda de reunión, es decir, al lugar de unidad.
El templo que se construyó en Jerusalén fue la continuación de la tienda de reunión. Cuando el pueblo de Dios se dividió en dos reinos, el reino del norte y el reino del sur, la palabra de Dios solamente se manifestaba en el sur, porque era allí donde estaba el templo. Puesto que no había templo en el norte, la palabra de Dios, la cual se trasmitía mediante el sacerdocio, estaba ausente. La palabra de Dios mediante los sacerdotes procedía del Lugar Santísimo, que era el centro tanto del tabernáculo como del templo.
El libro de Hebreos empieza con estas palabras: “Dios, habiendo hablado parcial y diversamente en tiempos pasados a los padres en los profetas, al final de estos días nos ha hablado en el Hijo” (He. 1:1-2a). El Señor Jesús, como Hijo de Dios, no sólo habló la palabra de Dios, sino que Él mismo es llamado el Verbo, la Palabra (Jn. 1:1, 14; Ap. 19:13). Dios habló en Su Hijo y no meramente por medio de Él. Dondequiera que estuviera el Hijo, allí también estaba la Palabra. Además, cada vez que el Hijo hablaba, era Dios quien hablaba en el Hijo. El Hijo vino con el fin de expresar a Dios, definir a Dios y hablar por Él. El Hijo en Su mismo ser y persona era la Palabra de Dios.
La intención maligna de los judíos religiosos fanáticos era poner fin al Hijo de Dios, a Jesús de Nazaret, crucificándole. Sin embargo, después de que el Señor fue crucificado, entró en la esfera de la resurrección y, en la resurrección, llegó a ser la Cabeza del Cuerpo. Antes de Su crucifixión y resurrección, el Señor Jesús estaba restringido por la carne; no podía ser una persona universal. Pero mediante la muerte y la resurrección, Él fue agrandado, ya que dejó de ser un sólo individuo para convertirse en un hombre corporativo. En el día de Pentecostés, Cristo descendió como Espíritu todo-inclusivo sobre Sus discípulos para constituirlos miembros de Su Cuerpo. El Cuerpo de Cristo, un hombre corporativo, incluye al Cristo resucitado, o sea, la Cabeza, y los millones de creyentes, quienes son Sus miembros. Ahora, así como todo mi cuerpo habla cada vez que yo hablo, de la misma manera el Cuerpo de Cristo habla cada vez que Cristo, la Cabeza, habla. Hoy en día, el Hijo de Dios ya no es un solo individuo, sino un hombre corporativo y universal. Es por eso que todos los miembros del Cuerpo pueden hablar la palabra de Dios. Incluso los jóvenes pueden hablar a sus padres y a sus compañeros de clase de parte de Dios.
Todos fuimos salvos cuando oímos la palabra de Dios. Cuando fui salvo en China hace más de cincuenta años, Dios no vino directamente a hablar conmigo; en vez de eso, escuché la palabra de Dios por medio de uno de los miembros de Su Cuerpo. Esto nos muestra que hoy en día, Dios continúa hablando en Su Hijo, quien ha sido agrandado y se ha convertido en un hombre corporativo, el Cuerpo de Cristo. ¡Cuán maravilloso es que todos formemos parte de este agrandamiento de Cristo, el hombre universal cuya Cabeza es Cristo y cuyos miembros somos nosotros!
Si verdaderamente somos uno con los demás miembros del Cuerpo de Cristo, podremos hablar la palabra de Dios. Sin embargo, si nos mantenemos murmurando, quejándonos y hablando chismes en lugar de ser uno con los santos, no podremos hablar la palabra del Señor. Para hablar la palabra del Señor se requiere que estemos en unidad. Donde no hay unidad, no puede manifestarse el hablar de Dios. Pero si permitimos que la paz de Cristo arbitre en nosotros para guardarnos en unidad y armonía, podremos hablar la palabra de Dios.
Cristo murió en la cruz para hacer la paz, la cual obtuvo como resultado de efectuar la redención y de reconciliarnos con Dios. Esta paz es vertical, pues es entre nosotros y Dios. Cristo también murió para crear la paz horizontal, es decir, la paz entre nosotros y los demás. Es por eso que Cristo abolió todas las ordenanzas, que son las diferentes maneras de adorar y de vivir. Al abolir las ordenanzas, Cristo hizo la paz horizontalmente entre los diferentes pueblos y, al hacerlo, anuló el efecto de Babel. En Babel la humanidad fue confundida, dividida y esparcida. Allí el hombre corporativo que Dios había creado fue dividido, pero Cristo, mediante Su muerte en la cruz, anuló la confusión y la división de Babel, e hizo la paz tanto vertical como horizontalmente. Por lo tanto, en el día de Pentecostés, Cristo pudo descender sobre los creyentes como el Espíritu de unidad y producir la iglesia de una manera práctica. En el día de Pentecostés, personas que hablaban diferentes lenguas llegaron a ser uno.
Pese a que Cristo hizo nula la división y produjo la unidad, el cristianismo de hoy ha destruido la unidad y ha producido la división. Es por eso que en el cristianismo dividido no se manifiesta el hablar de Dios. En vez de escuchar el hablar de Dios, muchos de los que acuden a las capillas, a las catedrales y a los locales de las denominaciones escuchan algo relacionado con la vida social o la política. Sin duda alguna, esto no es lo que Dios habla en el Hijo y por medio del Cuerpo. La razón por la cual no se escucha este hablar es la falta de paz y de unidad. Puesto que no hay unidad, Dios no tiene un centro, un oráculo, para poder hablar.
Le damos gracias al Señor porque la situación que impera en Su recobro es completamente diferente. Tenemos abundancia de la palabra del Señor. Consideremos cuán abundante ha sido la palabra de Dios que se ha liberado a lo largo de los años entre los que estamos en el recobro. La razón por la que abunda tanto la palabra en el recobro es que tenemos una unidad genuina. Experimentamos esta unidad y la armonía que se halla en el Espíritu no sólo cada vez que las iglesias se congregan para tener una conferencia, sino también en las reuniones que se realizan en las diferentes iglesias locales. En las reuniones recibimos la palabra del Señor, y somos sobreedificados, alimentados e iluminados. Cuando la paz de Cristo arbitra en nosotros y nos guarda en perfecta unidad y armonía, nos convertimos en el lugar donde Dios habla, Su oráculo. En lo profundo de mi espíritu, percibo que las reuniones son un oráculo, un lugar donde Dios puede hablar.
Ahora podemos ver la relación que existe entre 3:15 y 16. La paz de Cristo arbitra en nosotros a fin de mantenernos en una condición propicia para recibir la palabra de Dios. La paz de Cristo arbitra para que Dios tenga Su oráculo, un lugar donde puede hablar.
Si queremos tener un andar cristiano que sea apropiado, es preciso que fijemos nuestra mente en las cosas de arriba. Cuando hacemos esto, “encendemos el interruptor” de la trasmisión celestial, la cual es la corriente de “electricidad” divina que fluye desde el trono en los cielos hasta nosotros, quienes estamos en la tierra. Esta trasmisión hace que el nuevo hombre se renueve, debido a que introduce en nuestro ser un nuevo elemento, la sustancia divina. Después de experimentar la renovación, recibimos la paz de Cristo, que actúa como arbitro en nosotros. El elemento de Cristo que nos es trasmitido, se convierte en la esencia de la paz que nos gobierna. Esta paz no solamente resuelve nuestros problemas, sino que además los disuelve. Asimismo nos capacita para mantenernos en unidad y conservarnos en un ambiente armonioso. También hace posible que la palabra de Dios venga acompañada de la abundante suministración. Debido a que la paz arbitra en nosotros, no hay escasez de la palabra de Dios en el recobro del Señor.
Examinemos ahora las funciones que cumple la palabra de Dios dentro de nosotros. En primer lugar, la palabra de Dios nos ilumina. Si no fuese por la Palabra, estaríamos en tinieblas; pero debido a que la palabra de Dios está llena de luz y nos ilumina, puede traernos claridad acerca de muchas cosas.
En segundo lugar, la palabra de Dios es alimento nutritivo. Eso significa que la palabra de Dios nos alimenta mientras nos ilumina. Puedo testificar que en el transcurso de los años, me he alimentado bien con la palabra de Dios. Éste ciertamente ha sido mi alimento en mi experiencia.
La palabra de Dios también sacia nuestra sed. Beber es aún más indispensable que comer. Por lo general, una persona puede sobrevivir más tiempo sin comer que sin beber. Si dejáramos de beber agua, no podríamos vivir. ¡Qué bueno es que la palabra de Dios no es solamente alimento, sino también el agua de vida! La palabra de Dios nos ilumina, nos alimenta y sacia nuestra sed.
Otra función que cumple la palabra de Dios en nosotros, es la de fortalecernos. La palabra de Dios nos fortalece. La razón por la cual los cristianos son tan débiles es que están sedientos y desnutridos. Nadie puede ser fuerte si tiene hambre y sed.
Si experimentamos la palabra de Dios como nuestro alimento y fortaleza, seremos fuertes no solamente en nuestro espíritu, sino también en nuestra alma. En otras palabras, seremos fuertes tanto psicológica como espiritualmente. Aun más, la palabra de Dios también nos fortalecerá físicamente. Puedo testificar que tengo un cuerpo sano no sólo porque como alimentos saludables, sino también porque tomo la palabra de Dios como mi alimento espiritual. Cuando la palabra de Dios entra en mi espíritu, lo fortalece y lo alegra. Esta fuerza y felicidad es lo que me mantiene saludable físicamente. Es un hecho que cuando estamos contentos espiritual y psicológicamente, nuestro cuerpo goza de buena salud.
La palabra de Dios nos fortalece en el espíritu y también en el alma. Una vez que somos fortalecidos en el espíritu y en el alma, gozaremos de salud física. La palabra de Dios es la mejor cura, pues nos fortalece y nos sana.
La palabra de Dios también nos lava. Lava nuestro ser orgánica y metabólicamente. Cuando la palabra de Dios entra en nuestro ser de una manera orgánica, nos lava metabólicamente.
Además, la palabra de Dios nos edifica. Ya que somos miembros de la iglesia, el Cuerpo, todos necesitamos ser edificados. Pero debido a nuestras peculiaridades, les es difícil a los demás relacionarse con nosotros, mucho menos ser edificados con nosotros. No obstante, la palabra de Dios puede afectarnos interiormente y permitir que seamos edificados en la iglesia. Debido a nuestras peculiaridades, no podremos ser edificados de esta manera a menos que la palabra de Cristo more en nosotros. Aunque la paz de Cristo arbitre en nosotros, no es la paz la que nos edifica. La paz es la que nos guarda en una condición propicia, en la cual la palabra de Dios puede realizar su obra de edificación. Puesto que la palabra de Cristo es lo que nos edifica, siento una pesada carga por hablar la palabra de Dios. Cuanto más se proclame la palabra de Dios entre nosotros, más edificación habrá.
La palabra de Dios nos hace completos y perfectos. En un mensaje anterior, decíamos que un bebé nace completo, con todos sus órganos, pero que aún éstos no han desarrollado plenamente sus funciones. Así que el niño necesita crecer para que sus órganos físicos desarrollen sus funciones. El perfeccionamiento de dichas funciones sólo se logra con el crecimiento. Cuanto más crece un niño, más se desarrollan y perfeccionan sus funciones. Sucede lo mismo en el campo de nuestra experiencia espiritual. Como miembros del Cuerpo, todos deberíamos ejercer nuestra función. Pero para esto, es necesario que primero la palabra de Dios nos perfeccione. Debido a que la palabra de Dios nos nutre, nosotros crecemos. Luego, a medida que crecemos, se va manifestando nuestra función. La nutrición que recibimos de la palabra de Dios nos hace completos y perfectos como miembros del Cuerpo. Es por eso que decimos que la palabra de Dios nos perfecciona.
Por último, la palabra de Dios nos edifica individualmente. Existen dos clases de edificación, a saber, la edificación corporativa, que está relacionada con la iglesia, y la edificación individual, que tiene que ver principalmente con nuestras virtudes. Todos necesitamos ser edificados individualmente, ya que nos hacen falta ciertas virtudes. Por ejemplo, tal vez tengamos deficiencias en virtudes como la paciencia, la sabiduría, la humildad o la amabilidad. La palabra de Dios nos edifica verdaderamente en cuanto a nuestras virtudes. Cuanto más tengamos de la palabra de Dios, más virtudes poseeremos. La palabra de Dios hará que nuestra bondad, paciencia, sabiduría y humildad aumenten y se desarrollen.
Con respecto a nuestras virtudes, todos nosotros necesitamos ser edificados por medio de la palabra de Dios. Algunos de nosotros actuamos siempre con rapidez, mientras que otros suelen actuar con lentitud. En algunos casos, actuar rápidamente es una virtud. Por ejemplo, si un grupo de hermanos debe apurarse para llegar a tiempo a una cita importante, proceder con rapidez se considera una virtud. Pero si estamos cuidando de un enfermo, hacer las cosas lentamente podría considerarse una virtud. Por tanto, debemos ser edificados para actuar con rapidez o con lentitud, según la situación.
En ciertas ocasiones debemos hablar de manera muy expresiva y efusiva. Pero en otras ocasiones, debemos restringirnos al hablar o incluso debemos permanecer callados. Dependiendo de la ocasión, hablar efusivamente puede ser o no una virtud. Sucede lo mismo cuando guardamos silencio. Todos necesitamos ser edificados con respecto a virtudes como éstas.
La palabra de Dios es lo único que nos puede edificar y hacer de nosotros personas equilibradas y moderadas y que tengan discernimiento. Debemos ser moderados en cuanto a la rapidez o la lentitud con que actuamos. También debemos ser moderados en nuestro amor. Algunos santos aman a otros conforme a la “marea” de sus emociones. Cuando la marea del amor está alta, aman a los demás excesivamente; pero cuando está baja, no manifiestan amor por nadie y se portan insensibles como si fueran estatuas. Primero, debemos ser edificados personalmente en cuanto a nuestras virtudes, para después ser edificados con los demás santos en la vida de iglesia.
Con esto hemos visto que la palabra de Dios nos ilumina, nos alimenta, sacia nuestra sed, nos fortalece, nos lava, nos perfecciona y nos edifica corporativa e individualmente. ¡Cuánto necesitamos la palabra de Dios!
En 3:16 Pablo nos exhorta a permitir que la palabra de Cristo more ricamente en nosotros. La palabra griega traducida “more” significa hacer su hogar, habitar. Esto implica que debe ser factible el que la palabra de Cristo haga su hogar en nosotros.
Para que un lugar determinado se convierta en nuestro hogar, debemos sentirnos con libertad de hacerle todos los cambios que consideremos necesarios. Si queremos conservar algo en particular, podemos hacerlo; pero si queremos echar algo a la basura, debemos tener la misma libertad de hacerlo. Si no tenemos esta libertad, no podremos hacer de ese lugar nuestro hogar. Asimismo, si queremos que la palabra de Cristo haga su hogar en nosotros, debemos concederle la plena libertad y derecho para actuar en nosotros. Debemos orar: “Señor, te ofrezco todo mi ser a Ti y a Tu palabra. Te doy acceso a cada parte de mi ser. Señor, haz de mi ser un hogar donde puedas morar Tú y Tu palabra”.
Todos debemos admitir que muchas veces la palabra del Señor ha venido a nosotros, pero no le hemos dado suficiente cabida en nuestro ser. Al contrario, la limitamos y la restringimos. Otras veces sí recibimos la palabra de Dios, pero no le damos la libertad de hacer su hogar en nosotros. Permítame hacerle la siguiente pregunta: En su experiencia, ¿qué es lo que ocupa el primer lugar: la palabra de Dios o usted? No creo que nadie pueda decir que le da siempre el primer lugar a la palabra de Dios. Tal vez en ocasiones le demos la preeminencia a la palabra de Cristo y permitamos que ella ocupe el primer lugar. No obstante, la mayoría de las veces somos nosotros quienes ocupamos el primer lugar. De una manera secreta reservamos el primer lugar para nuestro yo. Tratamos de dar a otros la impresión de que el primer lugar lo reservamos para la palabra de Dios, pero secretamente lo reservamos para nosotros.
Supongamos que usted esté leyendo Mateo 19:16-22 donde el Señor le dice al joven rico que venda todos sus bienes, los reparta a los pobres, y lo siga. Mientras lee este pasaje de las Escrituras, es posible que el Señor le pida que abandone ciertas cosas. Esto pondría a prueba qué es lo que ocupa el primer lugar, si es el yo o la palabra de Dios. Muchos de nosotros sabemos por experiencia lo difícil que es concederle el primer lugar a la palabra de Dios. Es por eso que necesitamos la gracia del Señor. Debemos volvernos al Señor y decirle: “Señor, yo no puedo hacer esto, pero Tú sí puedes. Confío en Ti con respecto a este asunto”.
Necesitamos que la paz de Cristo arbitre en nosotros para guardarnos en unidad a fin de que el Señor pueda hablarnos. Luego, debemos cederle el primer lugar a la palabra de Dios. Si hacemos esto, experimentaremos las distintas funciones que cumple la palabra de Dios, las cuales son: nos ilumina, nos alimenta, sacia nuestra sed, nos fortalece, nos lava, nos perfecciona y nos edifica. ¡Cuántos beneficios nos brinda la palabra de Dios!
En 3:16 Pablo dice: “Enseñándoos y exhortándoos unos a otros con salmos e himnos y cánticos espirituales, cantando con gracia en vuestros corazones a Dios”. Esto indica que cuando estamos llenos de la palabra de Dios, el resultado debe ser que estamos llenos de gozo. Si recibimos la palabra de Dios pero no experimentamos ningún gozo, esto indica que algo anda mal. Cuando recibimos la palabra de Dios, en realidad recibimos al Espíritu. Esto debería entusiasmarnos, alegrarnos y hacernos cantar.
En 3:17 y 18 Pablo añade: “Y todo lo que hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de El. Casadas, estad sujetas a vuestros maridos, como conviene en el Señor”. Aquí vemos el resultado que se obtiene cuando permitimos que la palabra de Cristo more en nosotros. Si una esposa está llena de la palabra de Dios, espontáneamente se someterá a su marido. Asimismo, cuando la palabra de Dios mora en un marido, automáticamente él amará a su esposa. Las virtudes como el amor y la sumisión provienen de la palabra de Dios que mora en nosotros.
Los asuntos relacionados con la vida cristiana apropiada, según se mencionan en Colosenses 3, siguen una secuencia excelente. Primero, Pablo nos exhorta a fijar nuestra mente en las cosas de arriba. Una vez que hacemos esto, comenzamos a recibir la trasmisión celestial y a experimentar la renovación del nuevo hombre. Entonces Cristo llega a ser la paz que arbitra en nosotros y resuelve todo conflicto. Además de esto, la palabra de Dios nos llena y hace su hogar en nosotros. Finalmente, la palabra de Dios que mora en nosotros producirá el amor, la sumisión y todas las demás virtudes que son esenciales para la vida humana. Así debe ser nuestro andar cristiano.
En el mensaje siguiente, veremos que nos conservamos en esta condición excelente al perseverar en la oración. Debemos orar sin cesar si queremos conservarnos en aquella excelente condición que se produce al fijar nuestra mente en las cosas de arriba, al experimentar la trasmisión celestial y la renovación del nuevo hombre, al permitir que la paz de Cristo arbitre en nosotros y al dejar que la palabra de Dios more en nosotros de modo que produzca las virtudes necesarias para nuestra vida diaria.