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Mensajes del libro «Estudio-Vida de Efesios»
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Mensaje 65

TODA LA ARMADURA DE DIOS

(2)

  En el mensaje anterior hablamos de los tres primeros componentes de la armadura de Dios: el cinto, la coraza y el calzado. El cinto está relacionado con la verdad; la coraza, con la justicia; y el calzado, con la paz. Vimos que la verdad es Dios expresado en nuestra vida como la norma, el patrón y el principio de nuestro vivir. La justicia es el Cristo que disfrutamos y experimentamos como la coraza que cubre nuestra conciencia. Si la verdad está presente en nuestro vivir, ciertamente la justicia nos cubrirá. La Biblia revela que la justicia produce paz: paz con Dios y con los hombres. Esta paz es la que Cristo logró por nosotros en la cruz. Por consiguiente, tener el cinto, la coraza y el calzado equivale a tener la verdad, la justicia y la paz. Cuando expresamos a Dios en nuestro diario vivir, estamos cubiertos con Cristo como nuestra justicia y tenemos paz como nuestro firme cimiento. Entonces estamos preparados para luchar contra el enemigo.

I. EL ESCUDO DE LA FE

  El versículo 16 dice: “Y sobre todo, habiendo tomado el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno”. Necesitamos la verdad para ceñir nuestros lomos, la justicia para cubrir nuestra consciencia, la paz para calzar nuestros pies, y el escudo de la fe para proteger todo nuestro ser. Si vivimos por Dios, quien es la verdad, tendremos justicia (4:24), y la paz proviene de la justicia (He. 12:11; Is. 32:17). Habiendo conseguido todo lo mencionado, podemos fácilmente tener fe, la cual es un escudo que nos protege contra los dardos de fuego del maligno. Cristo es el Autor y Perfeccionador de esta fe (He. 12:2). Para poder estar firmes en la batalla, necesitamos estar equipados con estas cuatro piezas de la armadura de Dios.

  El escudo de la fe no es algo que nos ponemos, sino algo que tomamos para protegernos contra los ataques del enemigo. La fe viene después de la verdad, la justicia y la paz. Si experimentamos la verdad en nuestro vivir, la justicia como nuestra cubierta y la paz como nuestra posición, espontáneamente tendremos fe. Esta fe nos salvaguarda de los dardos de fuego, de los ataques, del enemigo.

  Ahora debemos examinar en detalle qué es el escudo de la fe. Ciertamente nosotros no obtenemos la fe por nuestra propia habilidad, fuerza, mérito o virtud. Nuestra fe tiene que estar puesta en Dios (Mr. 11:22). Dios es un Dios real, viviente, presente y disponible. Debemos poner nuestra fe en El.

  Debemos creer también en el corazón de Dios. Todo cristiano debe conocer a Dios y el corazón de Dios. El corazón de Dios siempre desea lo mejor para nosotros. No importa lo que nos acontezca o los sufrimientos que tengamos que pasar, siempre debemos creer en la bondad del corazón de Dios. Dios no tiene ninguna intención de castigarnos, lastimarnos ni hacernos sufrir.

  Además de tener fe en el corazón de Dios, debemos creer en la fidelidad de Dios. Nosotros podemos cambiar, pero Dios nunca cambia. Como lo declara Jacobo 1:17, en El no hay sombra de variación. Además, Dios no miente (Tit. 1:2); El siempre es fiel a Su palabra.

  Dios no solamente es fiel, sino también poderoso. Por tanto, debemos tener fe en el poder de Dios. En 3:20 Pablo declara que Dios “es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o pensamos”.

  Otro aspecto de nuestra fe es que creemos en la palabra de Dios. Dios está obligado a cumplir todo lo que ha dicho. Cuanto más habla, más se compromete a cumplir Su palabra. Podemos decirle: “Dios, Tú hablaste, y Tu Palabra escrita está en nuestras manos. Señor, estás obligado a cumplir Tu palabra”. ¡Aleluya por la palabra fiel de Dios!

  También debemos tener fe en la voluntad de Dios. Por ser un Dios de propósito, El tiene una voluntad, y Su voluntad con respecto a nosotros siempre es positiva. Así que, independientemente de lo que nos acontezca, no nos debe importar nuestra felicidad ni el ambiente que nos rodee, sino la voluntad de Dios. Nuestras circunstancias pueden cambiar, pero la voluntad de Dios nunca cambia.

  Además, debemos tener fe en la soberanía de Dios. Ya que Dios es soberano, El nunca podría equivocarse. Bajo Su soberanía, hasta nuestros errores obran para nuestro bien. Si Dios en Su soberanía no nos permitiera cometer errores, no nos sería posible cometerlos. (Sin embargo, esto no quiere decir que debemos cometer errores intencionalmente.) Cuando erremos, debemos arrepentirnos; sin embargo, no es necesario lamentarnos, porque eso significaría que nos falta fe. Después de arrepentirnos por haber cometido una falta, por haber errado, debemos ejercitar nuestra fe en la soberanía de Dios, pues no habríamos cometido ese error si El soberanamente no lo hubiera permitido. Por tanto, no es necesario lamentarse.

  Debemos poner toda nuestra fe en Dios, en Su corazón, en Su fidelidad, en Su poder, en Su palabra, en Su voluntad y en Su soberanía. Si tenemos tal fe, los dardos de fuego de Satanás no podrán hacernos daño.

  Los dardos de fuego son las tentaciones, propuestas, dudas, preguntas, mentiras y ataques de Satanás. En la época de los apóstoles, los guerreros usaban dardos de fuego, y el apóstol usó esta analogía para describir los ataques que Satanás dirige contra nosotros. Cada tentación es un engaño, una promesa falsa. Los dardos de fuego incluyen las propuestas que el diablo nos hace. Cuando despertamos por la mañana, a menudo Satanás nos hace propuestas. Por esta razón, lo primero que debemos hacer al levantarnos es acudir a la Palabra. Si no estamos en la Palabra, no tendremos ninguna protección contra las propuestas del diablo. Las dudas y las preguntas también son dardos de fuego provenientes de Satanás. ¿Habían notado ustedes que el signo de interrogación se parece mucho a una serpiente? Fue Satanás quien le preguntó a Eva: “¿Conque Dios os ha dicho?” (Gn. 3:1). Cuando el diablo nos hace preguntas de esta manera, nuestra respuesta debe ser huir, sin siquiera dirigirle la palabra. Muchas veces Satanás nos ataca con mentiras; pero el escudo de la fe nos guarda de estos dardos de fuego.

  Los dardos de fuego del diablo llegan en forma de pensamientos, los cuales él inyecta a nuestra mente. Aparentemente esos pensamientos son nuestros, pero de hecho pertenecen a Satanás. Yo solía creer que tales pensamientos eran míos, pero más tarde comencé a darme cuenta de que provenían de Satanás. Descubrí esto al ver que ellos volvían a mí aun después de que había decidido no retenerlos. Me di cuenta de que esos pensamientos no eran míos, sino de Satanás. Antes de ese tiempo, mi práctica era confesar todos esos pensamientos al Señor, pero ahora rehúso a confesarlos. Posiblemente algunas personas piensen que, aunque estos pensamientos provengan de Satanás, nos son inyectados porque somos malos. No lo debemos creer; antes bien, debemos decir: “Señor, soy un ser caído, pero Tú me limpias. Satanás, este pensamiento es tuyo, y tú debes llevar la responsabilidad por ello; yo no compartiré esa responsabilidad contigo”. No obstante, debido a que algunas personas tienen una conciencia demasiado sensible, ellas siguen confesando cosas provocadas por Satanás. Nunca debemos confesar pensamientos que Satanás, en su sutileza, inyecte en nosotros.

  Si queremos tener la fe que nos protege de los dardos de fuego de Satanás, necesitamos un espíritu apropiado y una conciencia que esté libre de ofensa. Sin embargo, la fe no radica principalmente en nuestro espíritu ni en nuestra conciencia, sino en nuestra voluntad, que es la parte más fuerte de nuestro corazón. El Nuevo Testamento declara que nosotros creemos con el corazón (Ro. 10:10). Según nuestra experiencia, la fe que ejercemos en nuestro corazón se relaciona principalmente con el ejercicio de nuestra voluntad. Ninguna persona con voluntad de medusa tendrá una fe fuerte. En Jacobo 1:6 se nos dice que los que dudan son como olas del mar que son llevadas por el viento. Esta clase de persona tiene una voluntad vacilante. Por consiguiente, si queremos tener fe, tenemos que ejercitar nuestra voluntad.

II. EL YELMO DE LA SALVACION

  En la primera parte del versículo 17, Pablo dice además: “Y recibid el yelmo de la salvación”. El yelmo de la salvación sirve para proteger nuestra mente, nuestra mentalidad, contra los pensamientos negativos que el maligno dirige a nosotros. Este yelmo, esta protección, es la salvación que Dios nos provee. Satanás inyecta en nuestra mente amenazas, preocupaciones, ansiedades y otros pensamientos debilitantes, pero la salvación que Dios nos otorga es la protección que tomamos contra todo esto. Tal salvación es el Cristo salvador a quien experimentamos en nuestra vida diaria (Jn. 16:33).

  Los dardos de Satanás llegan a nosotros por medio de la mente. Por ello, así como nuestra conciencia necesita la coraza de justicia, y nuestra voluntad, el escudo de la fe, así también nuestra mente necesita el yelmo de la salvación. Necesitamos la verdad, la justicia, la paz, la fe y la salvación. La justicia produce paz, y la paz nos da la base para tener fe. Luego, la fe nos trae la salvación. No debemos separar el yelmo de la salvación y el escudo de la fe. El escudo protege la parte frontal de nuestro ser, y el yelmo protege nuestra cabeza. El escudo y el yelmo trabajan juntos.

III. LA ESPADA DEL ESPIRITU

  En el versículo 17 Pablo habla también de “la espada del Espíritu, el cual es la palabra de Dios”. De las seis piezas de la armadura de Dios, ésta es la única que se usa para atacar al enemigo. Con la espada cortamos al enemigo en pedazos. Sin embargo, no tomamos primero la espada; más bien, primero nos ponemos el cinto, la coraza y el calzado, y luego, el escudo de la fe y el yelmo de la salvación. Una vez que estamos totalmente protegidos y tenemos la salvación como nuestra porción, estamos listos para recibir la espada del Espíritu.

  En el versículo 17, el antecedente de la frase “el cual” es el Espíritu, y no la espada. Esto indica que el Espíritu es la palabra de Dios, y Cristo es tanto el Espíritu como la palabra de Dios (2 Co. 3:17; Ap. 19:13). Si yo hubiera escrito este versículo, habría dicho: “la espada de la palabra de Dios”. Pero Pablo habla de “la espada del Espíritu, el cual es la palabra de Dios”. La espada, ¿es la espada del Espíritu o la espada de la palabra? La mayoría de los lectores piensa que la espada es la palabra y que el Espíritu es el que blande la espada. Yo entendí este versículo de esta manera por años. Pensaba que era el Espíritu, no yo, el que usaba la espada. En otras palabras, según este entendimiento, la espada alude a la palabra, y aquel que usa la espada para matar al enemigo es el Espíritu. Desde mi juventud se me enseñó que el Espíritu nos ayuda a usar la palabra de Dios como espada. Sin embargo, esto no es lo que significa este versículo. El verdadero significado es que el Espíritu es la espada misma, no aquel que usa la espada. La Palabra de Dios también es una espada. La espada es el Espíritu, y el Espíritu es la Palabra. Vemos pues tres elementos que son una misma cosa: la espada, el Espíritu y la Palabra.

  La carga principal que tengo en este mensaje radica en este asunto. La Palabra es la Biblia, pero si esta Palabra es sólo letras impresas, no es ni el Espíritu ni la espada. La palabra griega usada en el versículo 17 es réma, y se refiere a la palabra que el Espíritu nos habla en cierto momento para una determinada situación. Cuando el lógos, la palabra constante de la Biblia, llega a ser el réma, la palabra especifica para el momento, ese réma es el Espíritu. El réma, que viene a ser el Espíritu, es la espada que hace pedazos al enemigo. Por ejemplo, es posible que leamos algunos versículos una y otra vez, y, sin embargo, éstos siguen siendo el lógos, la palabra en letras. Esa palabra no puede matar a nadie. Pero un día, esos versículos se convierten en réma para nosotros, es decir, llegan a ser las palabras presentes, instantáneas y vivientes. En ese momento, este réma se convierte en el Espíritu. Por esta razón, en Juan 6:63, el Señor Jesús dijo: “Las palabras que Yo os he hablado son espíritu y son vida”. En este pasaje, el texto griego también usa la palabra réma. La palabra hablada para el momento es el Espíritu, y en este sentido, la palabra es la espada. Por consiguiente, la espada, el Espíritu y la palabra son una misma cosa. Además, nosotros, y no el Espíritu, somos quienes usamos esta espada para aniquilar al enemigo.

  En nuestra experiencia cristiana, la Palabra y el Espíritu siempre van juntos. Es una falacia total decir que podemos tomar al Espíritu sin tomar la Palabra, pues sin la Palabra, no podemos tener al Espíritu. En mi experiencia, yo recibo al Espíritu principalmente por medio de la Palabra. A medida que toco la Palabra de una manera viva, ésta llega a ser el Espíritu para mí. Sin embargo, hay personas que toman la Biblia sin tomar al Espíritu. Esto también es incorrecto. Los que desean cultivar flores necesitan tanto las semillas como la vida contenida en las semillas. Es imposible separar la vida que está en las semillas de las semillas mismas. Para obtener la vida, tenemos que tomar las semillas. La relación que se tiene entre la Palabra y el Espíritu es la misma que la que existe entre las semillas y la vida. Es crucial tener ambas. El Señor Jesús es tanto el Espíritu como la Palabra. El no es el Espíritu sin ser la Palabra, ni tampoco es la Palabra sin ser el Espíritu.

  Debido a que el Señor es tanto la Palabra como el Espíritu, cuando El nos creó, nos dio una mente que entiende y un espíritu que recibe. Cuando leemos la Biblia, debemos ejercitar tanto nuestra mente como nuestro espíritu. La mente la ejercitamos leyendo, y el espíritu, orando. Puesto que necesitamos leer y orar la Palabra, debemos orar-leerla. Puedo dar testimonio de que al orar-leer la Palabra, mi espíritu se fortalece y llega a estar listo para devorar al enemigo. No solamente ejercito mi espíritu, sino también mi mente, para meditar en la Palabra. Por ejemplo, tal vez me pregunto: ¿Por qué la gracia y la verdad se mencionan en el capítulo cuatro, mientras que el amor y la luz se mencionan en el capítulo cinco? Luego, también oro con respecto a ello. Cuanto más se fortalece mi espíritu al orar-leer la Palabra, más ganas tengo de usar la espada del Espíritu para aniquilar al enemigo. Cuando hablo, tengo la espada con la cual despedazar al enemigo.

  En la armadura completa de Dios tenemos la verdad, la justicia, la paz, la fe, la salvación, y, por último, el réma, el Espíritu, la espada. Esta es nuestra arma de ataque contra el enemigo. Cuando tenemos toda la armadura de Dios, incluyendo la espada, no sólo estamos protegidos, sino también preparados para luchar contra el enemigo. Al tener la verdad, la justicia, la paz, la fe y la salvación, somos equipados, capacitados y fortalecidos, y recibimos poder para usar la espada en la batalla espiritual. Entonces el enemigo queda a merced de nuestra espada, y podemos aniquilarlo.

  Cuando nos involucramos en la batalla espiritual contra el enemigo, nosotros no usamos trucos, técnicas ni política. Nuestra única arma es el Espíritu de la Palabra, el cual es la espada. No empleamos estratagemas ingeniosas; más bien, blandimos la espada del Espíritu. Nuestros lomos están ceñidos con la verdad y nuestra conciencia está cubierta por Cristo como nuestra justicia, lo cual da por resultado que la paz sea nuestro firme cimiento. Podemos jactarnos delante de todo el universo de que no tenemos ningún problema con Dios ni con el hombre, porque nos apoyamos en la paz que Cristo logró en la cruz. Además, estamos protegidos por el escudo de la fe y resguardados por el yelmo de la salvación. Por tanto, cuando oramos-leemos la Palabra, cada palabra llega a ser el réma, la espada que despedaza al enemigo. De esta manera, la victoria es nuestra. No sólo sometemos al enemigo y lo derrotamos, sino que también lo aniquilamos y lo cortamos en pedazos. Esto es lo que significa pelear la batalla espiritual valiéndonos de toda la armadura de Dios. La iglesia debe ser una iglesia equipada, guerrera y victoriosa para poder aniquilar al enemigo de Dios.

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