Mensaje 11
En este mensaje trataremos el tema de la santificación. Ningún otro libro de la Biblia habla tanto sobre este tema como el libro de Hebreos. Es absolutamente esencial que seamos santos, ya que sin santidad es imposible vivir en la presencia de Dios. En He. 12:14 se nos dice que sin santidad nadie verá al Señor. No obstante, es muy difícil definir lo que es la santificación. Para entender lo que significa la santificación, necesitamos hablar un poco acerca de lo que diversas corrientes de pensamiento cristiano han enseñado sobre el tema de santificación o santidad. La santificación es una verdad que se revela exhaustivamente en las Escrituras, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, sin embargo, a pesar de ello esta verdad estuvo perdida casi por completo. En el tiempo de la Reforma, Dios comenzó a recobrar todas Sus verdades. La primera verdad que Dios recobró fue la justificación por la fe. Si usted estudia la historia de la iglesia durante los últimos quinientos años, descubrirá que después de que Dios recobró la verdad acerca de la justificación, la siguiente verdad que recobró fue la santificación; pero ésta no fue recobrada de una manera tan definida como la justificación. De hecho, la verdad de la justificación, aunque fue recobrada de una manera definida, no fue recobrada totalmente. Lo que se recobró fue sólo el aspecto objetivo, no el aspecto subjetivo. Ya vimos esto en el Estudio-vida de Romanos. Así, pues, después que se recobró la justificación por fe, la siguiente verdad que fue recobrada fue la santificación, pero no con la debida exactitud.
No sabemos quién fue la primera persona que Dios utilizó para recobrar la verdad de la santificación. Lo que sí sabemos, según la historia del recobro, es que en el siglo XVIII Dios usó a un grupo de estudiantes de la universidad de Oxford, entre los cuales estaban Juan Wesley, Carlos Wesley y Jorge Whitefield. En ese entonces estos jóvenes comenzaron a reunirse. Juan Wesley fue levantado por Dios con la ayuda de los hermanos moravos, quienes eran liderados por el conde Zinzendorf. Los hermanos moravos ayudaron a Juan Wesley al aclarar las dudas que tenía acerca de la salvación. Juan Wesley había sido invitado a predicar en los Estados Unidos, pero en aquel entonces él no estaba seguro de su propia salvación. Así que, mientras navegaba hacia los Estados Unidos, fue ayudado al respecto por algunos hermanos moravos que viajaban con él. Después de estar algún tiempo en los Estados Unidos, Wesley regresó a Europa y fue a Bohemia, donde Zinzendorf y otros hermanos ya habían comenzado a practicar la vida de iglesia. Juan Wesley recibió gran ayuda de parte de ellos mientras estuvo allí. En uno de sus escritos, él dijo que si no hubiese tenido ninguna carga por Inglaterra, se habría quedado en Bohemia por el resto de su vida. En su sentir, aquélla era la morada de Dios. No obstante, él tenía carga por regresar a Inglaterra. Sabemos por la historia que el avivamiento iniciado por Juan Wesley salvó a Inglaterra de la revolución. Menciono esto sólo para hacer notar la enorme influencia que tuvo la predicación de Juan Wesley.
El grupo de estudiantes de Oxford, que incluía a Juan Wesley y a Jorge Whitefield, adoptó ciertas normas, a las que llamaron “métodos”, con el fin de regularse y corregirse ellos mismos, y para mejorar su comportamiento. Ellos aplicaban estos métodos de manera muy estricta con el fin de llevar una vida recta y llegaron a considerar este estilo de vida como santo. Ésta es la santidad que practican los metodistas y que definen como “la perfección sin pecado”. La Iglesia de los Nazarenos, la Iglesia de Dios y las Asambleas de Dios hasta el día de hoy tratan de practicar esta clase de santidad que corresponde a la corriente de pensamiento que tenían los metodistas.
Más tarde, a principios del siglo XIX, surgió la Asamblea de los Hermanos bajo el liderazgo de Juan Nelson Darby. Ellos demostraron, basándose en la Biblia, que la santidad no consistía en la perfección sin pecado. Citando Mateo 23:17, explicaron cómo el templo santificaba el oro; el templo era lo que hacía que el oro fuese santo. Los maestros de la Asamblea de los Hermanos explicaron que el oro que se encontraba en el mercado, aunque no tenía nada pecaminoso en sí mismo, no se consideraba santo hasta que se ofreciese a Dios y fuese puesto en Su santo templo. Sólo entonces el oro era santificado. El argumento presentado por ellos era contundente, y nadie pudo refutarlo. Además, apoyándose en Mateo 23:20, los maestros de la Asamblea de los Hermanos demostraron que, según las palabras del Señor Jesús, el altar es lo que santifica al sacrificio. Ellos argumentaban que un buey o un cordero mientras estuviera en el corral seguiría siendo común, aun cuando no tuviera pecado y fuera perfecto en todo sentido. Sólo podía llegar a ser santo si se ofrecía a Dios sobre el altar, y sólo en ese momento era santificado. En cuanto a doctrina, la Asamblea de los Hermanos lograron rebatir la enseñanza que consideraba que la santidad consiste en ser perfecto y nunca pecar, demostrando que dicha enseñanza no se fundaba en las Escrituras y que sólo se trataba de un concepto humano de lo que es la santidad. Los maestros de la Asamblea de los Hermanos, famosos por sus debates doctrinales, también citaron 1 Timoteo 4:4-5, que dice que los alimentos son santificados por la oración de los santos, y explicaron que mientras los alimentos están en el mercado son comunes; pese a que no tienen nada malo ni tienen pecado, siguen siendo comunes. Sin embargo, cuando son puestos en la mesa de los santos, y éstos oran por ellos, son santificados. Valiéndose de todos estos versículos, los maestros de la Asamblea de los Hermanos demostraron que la santificación significaba un cambio de posición. Ellos afirmaban que la santificación tenía que ver absolutamente con la posición. El oro, por ejemplo, era común mientras aún se encontraba en la tienda, pero cuando era traído al templo, se consideraba santo. Esto se debía a que su posición había cambiado. De igual manera, mientras un cordero estuviera en el redil, era tenido por común, pero una vez que se ponía sobre el altar, se le consideraba santo. Los alimentos que se encontraban en el mercado también eran comunes, pero eran santificados por la oración de los santos. Así pues, a la luz de todos estos versículos, la Asamblea de los Hermanos enseñó que la santidad implicaba un cambio de posición. Originalmente, nuestra posición era mundana y completamente ajena a Dios, pero cuando fuimos apartados para Él, nuestra posición cambió y, como resultado, llegamos a ser santos.
Esta enseñanza de la Asamblea de los Hermanos es correcta en todo aspecto. Hace muchos años estudiamos las distintas enseñanzas que existen acerca de la santificación, y estuvimos de acuerdo con la enseñanza de la Asamblea de los Hermanos. Vimos que la verdadera santidad no era la perfección sin pecado. Sin embargo, si bien es cierto que la santidad tiene que ver con la posición, mientras estudiábamos el Nuevo Testamento descubrimos que la santificación no simplemente tiene que ver con un cambio en nuestra posición, sino también con un cambio en nuestro modo de ser. En realidad, la santificación no se refiere sólo a cambiar nuestra posición, sino también a que se produzca un cambio en nuestro carácter. Evidentemente, los versículos que dicen que el oro es santificado por el templo, que el sacrificio es santificado por el altar y que los alimentos son santificados por las oraciones de los santos, muestran que un aspecto de la santificación tiene que ver con la posición. Pero también debemos tomar en cuenta Romanos 6, en el que se menciona dos veces la palabra santificación (vs. 19, 22). En ambos versículos se usa específicamente el término santificación y no santidad. Hay una diferencia entre estas dos palabras; la santidad no incluye la noción de experiencia, mientras que el término santificación sí indica o implica alguna experiencia. Si leemos Romanos 6, veremos que este capítulo no alude a la posición sino al carácter. Este capítulo no habla de nuestra posición, sino que toca algo más profundo: nuestra manera de ser.
En Hebreos 2 así como en Romanos 6 la santidad se refiere principalmente a la naturaleza divina de Dios. La santificación tiene como objetivo forjar la santidad de Dios en nosotros al impartir la naturaleza divina de Dios en nuestro ser. Ésta no es la santificación en cuanto a nuestra posición, sino en cuanto a nuestro modo de ser. En esta santificación Cristo, como Espíritu vivificante satura todas las partes internas de nuestro ser con la naturaleza divina de Dios. Esto cumple el propósito de forjar la santidad de Dios en todo nuestro ser. A esta santificación la podemos llamar la santificación del carácter.
Ahora llegamos a Hebreos 2:11, que dice: “Porque todos, así el que santifica como los que son santificados, de uno son”. La frase de uno son, ¿se refiere a nuestra posición o a nuestro carácter? Indudablemente la frase el que santifica se refiere a Cristo, y la frase los que son santificados se refiere a nosotros. Por tanto, Cristo y nosotros somos todos “de uno”. La preposición griega que aquí se traduce “de”, en realidad significa “provenientes de”. Esto quiere decir que tanto Cristo como nosotros, el que santifica y los que son santificados, provenimos de una misma fuente, de un mismo Padre. Ciertamente la palabra fuente no se refiere a la posición sino a la naturaleza, al carácter. Tanto el que santifica como los que son santificados, provienen de una misma fuente, de un mismo Padre. El Padre es la fuente de Aquel que santifica y también de todos los que son santificados. Esto no tiene que ver con la posición, sino con el carácter mismo de una persona.
La segunda parte del versículo 11 dice: “Por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos”. ¿A qué se refieren las palabras por lo cual? Al hecho de que Él y nosotros procedemos de un mismo Padre, de una misma fuente. Es por eso que Él no se avergüenza de llamarnos hermanos.
Muchas personas de este país sienten afición por los perros, pero ¿llamaría usted hermano a su perro? ¿Le diría a su perro: “Te quiero, querido hermano”? ¡Claro que no! Ninguno de nosotros llamaría hermano a un perro. Nos avergonzaríamos de hacer esto. Nosotros no tenemos cuatro patas y una cola, pues somos seres humanos. Tampoco llamaríamos hermano a nadie a menos que provengamos de la misma fuente. En dado caso, no nos avergonzaríamos de llamarlo hermano. De igual modo, Cristo no se avergüenza de llamarnos hermanos, porque tanto Él como nosotros procedemos del Padre; tanto Él como nosotros procedemos de la misma fuente. Como resultado, Él y nosotros compartimos la misma vida, naturaleza y carácter. Nada más en este versículo podemos ver que la santificación no es la perfección libre de pecado ni consiste únicamente en un cambio de posición. Se trata de algo mucho más profundo y elevado que eso; se trata de un cambio en nuestro modo de ser.
Como hemos visto, entre los cristianos existen tres corrientes de opinión acerca de lo que significa la santidad o la santificación. La primera enseña que la santidad es la perfección libre de pecado. Esta enseñanza carece de fundamento bíblico. Las Escrituras no dan cabida a esta clase de enseñanza. La segunda dice que la santidad tiene que ver con la posición. Aunque cuenta con una base firme en las Escrituras, no incluye todo lo que la Biblia menciona en cuanto a la santidad o santificación. La santidad o santificación que se menciona en la Biblia, además de un cambio de posición, incluye la transformación de nuestro carácter. Hebreos 2 se ocupa de este último aspecto. La santificación mencionada en 2:11 no tiene que ver con la posición, sino con el carácter, la naturaleza y la fuente.
El que santifica y los que son santificados, de uno son; por lo cual Él no se avergüenza de llamarnos hermanos. Al contrario, para Él es glorioso llamarnos hermanos ya que Él y nosotros procedemos de la misma fuente. Él procedió del Padre y nosotros también hemos procedido del Padre. Podemos decirle al Señor: “Oh, Señor Jesús, Tú tienes la vida del Padre, y nosotros también la tenemos. Tú tienes la naturaleza divina del Padre, y nosotros la tenemos también. Somos Tus hermanos. Señor, somos de la misma fuente que Tú”.
Éste es el concepto fundamental sobre la santificación de nuestro carácter, la santificación de la que habla Romanos 6 y Hebreos 2.
¿Quién es el que santifica? El Hijo de Dios. En Su condición original, antes de encarnarse, el Hijo de Dios no podía santificarnos. El que santifica hoy no es simplemente el Hijo de Dios, sino el Hijo de Dios encarnado. Si Él nunca se hubiese encarnado, no podría santificarnos. Digo esto con toda certeza. Tal vez hubiera podido santificarnos según nuestro concepto de santificación, pero no hubiera podido santificarnos conforme a la economía de Dios.
Por haberse encarnado, Cristo es el Hijo del Hombre. El Hijo del Hombre no podía santificarnos hasta que fuera crucificado, resucitado, glorificado y exaltado. Éstos son los requisitos que Él debía cumplir para ser Aquel que nos santifica. El Hijo de Dios encarnado tenía que pasar por la experiencia de la muerte y la resurrección, a fin de que Su humanidad pudiera nacer de Dios, y así Él pudiera ser glorificado y exaltado para venir a ser el que santifica.
A fin de venir a ser Aquel que nos santifica, Cristo tenía que ser engendrado como el Hijo primogénito de Dios (1:6). Antes de que Jesucristo fuera resucitado, Dios no tenía un Hijo primogénito; Él sólo tenía al Hijo unigénito. ¿Cuál es la diferencia entre el Hijo primogénito y el Hijo unigénito? Como Hijo unigénito, Cristo no tenía una naturaleza humana, sino solamente la naturaleza divina. Pero al encarnarse, Él se vistió de la naturaleza humana. Los treinta y tres años y medio de Su vida en la tierra fueron un periodo transitorio. Por un lado, Él seguía siendo el Hijo unigénito de Dios y, por otro, Él se había revestido de la naturaleza humana. La naturaleza divina que se hallaba en Él era el Hijo de Dios, pero Su naturaleza humana no lo era. Por lo tanto, durante ese periodo de treinta y tres años y medio, Jesús era alguien muy peculiar. Él tenía la naturaleza divina, la cual era el Hijo de Dios, y a la vez poseía una naturaleza humana, que aún no era Hijo de Dios. Su naturaleza humana no había nacido de Dios. Conforme a Su divinidad, esto es, a Su naturaleza divina, Él era Hijo de Dios. Pero antes de Su resurrección Él poseía algo que no había nacido de Dios: Su naturaleza humana. Por tanto, era necesario que Él pasara por la muerte y la resurrección a fin de que esta parte humana naciera de Dios. Salmos 2:7 nos provee una base sólida para afirmar esto: “Mi Hijo eres Tú; Yo te engendré hoy”. Lo que fue profetizado en Salmos 2:7 se cumplió en el día de la resurrección. Esto lo comprueba Hechos 13:33 donde, refiriéndose a la resurrección de Cristo, se cita este mismo versículo del salmo 2. En Su naturaleza humana Cristo fue engendrado como Hijo de Dios en el día de Su resurrección. Sólo después de esto Él se convirtió en el Hijo primogénito de Dios. Ahora, como el Hijo primogénito, Él tiene tanto la naturaleza divina como la humana. Como el Hijo unigénito de Dios, Él no poseía la naturaleza humana. Mientras vivió en la tierra después de Su encarnación, Él poseía la naturaleza humana; pero durante esos treinta y tres años y medio Su naturaleza humana aún no había nacido de Dios. Fue mediante Su resurrección que la parte humana de Su ser nació de Dios. Por medio de este nacimiento, Él vino a ser el Hijo primogénito de Dios. Mientras que el Hijo unigénito de Dios poseía sólo la naturaleza divina y no la naturaleza humana, hoy en día Jesús, como Hijo primogénito de Dios, posee ambas naturalezas. Esto no es un asunto insignificante; todo lo contrario, es sumamente importante.
Permítanme preguntarles, ¿Son ustedes hijos de Dios? Si responden que sí, entonces ¿qué clase de hijos de Dios son? ¿Son como el Primogénito o como el Unigénito? Ciertamente somos como el Hijo primogénito de Dios porque somos hijos de Dios que tienen tanto la naturaleza divina como la humana. Somos hijos de Dios conforme al Hijo primogénito y no según el Hijo unigénito.
Ahora podemos entender por qué el Hijo unigénito de Dios no podía santificarnos y por qué el Hijo primogénito de Dios sí puede hacerlo. El Hijo primogénito puede santificarnos porque Él, al igual que nosotros, posee dos naturalezas y porque nosotros tenemos las mismas naturalezas que Él tiene. El que nos santifica no es el Hijo unigénito de Dios, sino el Hijo primogénito de Dios, Aquel que posee tanto la naturaleza humana como la divina. Debido a que Él y nosotros tenemos las mismas dos naturalezas, Él puede santificarnos. Sólo cuando el Hijo primogénito fue engendrado, Aquel que santifica pudo asumir Su oficio y llevar a cabo Su obra de santificación. Esto quiere decir que Él tenía que pasar por el proceso de encarnación, crucifixión, resurrección, glorificación y exaltación. Después de haber pasado por este proceso, Él llegó a ser el Hijo primogénito de Dios. En otras palabras, el Hijo primogénito de Dios fue engendrado. Éste es Aquel que nos santifica. Él ahora cumple los requisitos para ser Aquel que nos santifica, y nosotros también reunimos los requisitos para ser santificados.
El que santifica es Cristo, el Hijo primogénito de Dios, y los que son santificados son los creyentes de Cristo, los muchos hijos de Dios. El Hijo primogénito y los muchos hijos de Dios son nacidos del mismo Dios Padre en resurrección (Hch. 13:33; 1 P. 1:3) y tienen la misma vida y naturaleza divinas. Por lo tanto, Él no se avergüenza de llamarlos hermanos.
Sin lugar a dudas, somos aquellos que están siendo santificados. Los que son santificados son pecadores por quienes Cristo hizo propiciación ante Dios (2:17). Como pecadores, teníamos problemas con Dios. Como Aquel que santifica, ¿cómo podía Él santificar a quienes estaban en conflicto con Dios? Esto era imposible. Por ello el Señor Jesús hizo propiciación por nosotros (2:17). ¿Qué significa esto? Simplemente quiere decir que Cristo aplacó la ira de Dios a causa de nuestra situación. Aunque nosotros teníamos problemas con Dios, ahora, mediante la propiciación efectuada por Él, ya no tenemos problemas con Él. Podemos declarar confiadamente que tenemos absoluta certeza de no tener problemas con Dios. Tal vez usted sienta que todavía tiene algún problema con Dios. Pero no crea en lo que sus sentimientos le digan; sus sentimientos no significan nada. La Palabra santa significa todo para nosotros, y ella nos dice que Cristo apaciguó a Dios por nosotros.
No solamente éramos pecadores que necesitaban propiciación, sino además víctimas de la muerte. Nuestro destino final era la muerte. ¡Aleluya! ¡Fuimos librados de la esclavitud de la muerte (2:15)! Tanto el concepto de que Dios ha sido apaciguado mediante la propiciación como el concepto de que fuimos liberados de la muerte, son muy profundos. Ambos se mencionan claramente en Hebreos 2. Fue hecha propiciación ante Dios, y nosotros fuimos liberados. Ahora no tenemos ningún problema con Dios, ni estamos sujetos a esclavitud por el temor de la muerte. Somos libres; hemos sido libertados y emancipados. Somos un pueblo libre. ¿Quién podría esclavizarnos nuevamente? A menudo la gente se refiere a los Estados Unidos como la tierra de la libertad. Ciertamente nosotros los creyentes estamos en la verdadera tierra de la libertad.
A fin de ser los que son santificados, necesitamos algo más: ser engendrados como hijos de Dios. Los muchos hijos de Dios tenían que ser engendrados. En cuanto a lo negativo, se hizo propiciación por nuestros pecados, y fuimos librados de la esclavitud de la muerte; en cuanto a lo positivo, fuimos engendrados como los muchos hijos de Dios. La obra de santificación que Dios realiza consiste en que el Hijo primogénito de Dios opera en los muchos hijos de Dios. Esto quiere decir que el que santifica es el Hijo primogénito de Dios y que los que son santificados son los muchos hijos de Dios. El Primogénito está ahora operando en Sus muchos hermanos. Él está capacitado para ser Aquel que santifica debido a que es el Hijo primogénito de Dios, y nosotros cumplimos los requisitos para ser los que son santificados debido a que somos los muchos hijos de Dios. Él fue hecho apto porque pasó por la encarnación, la crucifixión, la resurrección, la glorificación y la exaltación. Después de haber pasado por este proceso, Él llegó a ser el Hijo primogénito de Dios. Lo que nos capacita para ser los que son santificados es que se hizo propiciación por nuestros pecados, se nos dio libertad de la esclavitud de la muerte y fuimos engendrados como hijos de Dios. Ahora tanto Él como nosotros hemos sido hechos aptos. Él cumple todos los requisitos para ser el que santifica, y nosotros cumplimos los requisitos para ser los que son santificados. ¿Se habían dado cuenta de que hemos sido hechos aptos para ser santificados? No cualquiera puede ser santificado, mas nosotros hemos sido hechos perfectamente aptos para ello por medio de la propiciación que Cristo efectuó y por Su resurrección.
Ser santificados significa ser apartados para Dios (Ro. 6:19, 22). Aunque nacimos de Dios en el momento de nuestra regeneración, aún no hemos sido completamente apartados para Él. Esta obra se lleva a cabo mediante la santificación.
Mediante el proceso de la santificación somos transformados en nuestro ser (2 Co. 3:18). La transformación no está relacionada con la posición que tengamos, sino absolutamente con nuestra manera de ser. En la transformación se produce un cambio metabólico en nosotros por medio del elemento de la vida divina. Éste no es un cambio externo ni una mera reforma; más bien, se trata de un cambio interno y metabólico, un cambio orgánico por medio del elemento de la vida divina.
Como resultado de la transformación, finalmente seremos conformados a Su imagen (Ro. 8:29). La transformación cambia nuestra naturaleza adámica hasta hacerla igual a la naturaleza de Cristo. La conformación nos conforma a nosotros, los muchos hijos de Dios, a la imagen del Hijo primogénito de Dios. Esto también es parte del proceso de santificación.
La obra de conformación, la cual se basa en la obra de transformación, dará por resultado nuestra glorificación (Ro. 8:30; Col. 3:4). En el proceso de la santificación seremos glorificados con la gloria de Dios. Este asunto lo abordamos detalladamente en los mensajes acerca del Capitán de la salvación.
Hemos visto lo que es la santificación. La santificación aparta para Dios a los hijos que renacieron de Él, los transforma metabólica y orgánicamente con el elemento de la vida divina, los conforma a la imagen del Hijo primogénito y los glorifica con Su gloria. Esto es lo que implica la plena santificación de nuestro carácter.
Hemos visto que el que santifica y los que son santificados de uno son. Esto significa que todos ellos provienen del único Padre. Tanto el que santifica como los que son santificados, son hijos nacidos del mismo Padre. Ya que tanto Él como nosotros hemos nacido del mismo Padre, nosotros somos Sus hermanos. Tanto Él como nosotros procedemos de la misma fuente y participamos de la misma vida y naturaleza. En la esfera de esta vida y naturaleza, Él lleva a cabo en nosotros Su obra de santificación, la cual nos transforma para que ya no seamos personas naturales y nos conforma a Su imagen, a fin de que podamos ser glorificados con la gloria de Dios. En esto consiste la santificación.