Mensaje 49
(15)
Lectura bíblica: Hch. 18:5, 11; 9:11, 22; 13:5; 14:1; 17:1-3
Lo primero que debemos notar en el capítulo dieciocho de Hechos es la manera en que Pablo predicaba. Según 18:5, “cuando Silas y Timoteo descendieron de Macedonia, Pablo estaba entregado por entero a la predicación de la palabra, testificando solemnemente a los judíos que Jesús era el Cristo”. Hechos 18:11 declara que Pablo permaneció en Corinto “un año y seis meses, enseñándoles la palabra de Dios”. Cuando Pablo llegó a Corinto, lo primero que hizo fue ir a la sinagoga a testificar a los judíos que Jesús era el Cristo. Debido a que éstos se le opusieron y blasfemaron, él “les dijo, sacudiéndose los vestidos: Vuestra sangre sea sobre vuestra propia cabeza; yo, limpio; desde ahora me iré a los gentiles” (v. 6). Después de esto, Pablo permaneció en Corinto enseñando la palabra de Dios.
Hechos 18:5 indica que cuando Pablo estuvo en la sinagoga testificó directamente que Jesús era el Cristo. Cuando predicamos el evangelio a los incrédulos, a veces pensamos que no nos escucharán si en seguida les hablamos del Señor de forma directa. Según nuestro concepto, necesitamos valernos de algo que gane la atención de los oyentes y haga que éstos abran su corazón. No digo que nunca debamos hacer esto, pero jamás debemos olvidar cuál es nuestra labor, la cual consiste en presentar a Cristo a los pecadores, y por sobre todo, ministrarles al propio Cristo. Tal vez algunos objeten que es muy difícil presentar a Cristo a los incrédulos de una manera directa. Estoy de acuerdo con esto, pero es precisamente debido a ello que necesitamos aprender a obtener el poder y el impacto necesarios.
Si hemos de predicar el evangelio con poder e impacto, tenemos que orar. Para ello no es necesario hablar en lenguas. De hecho, podemos adquirir el poder genuino que proviene de la oración, sin hablar en lenguas. Por otra parte, he conocido muchos creyentes que aunque hablan en lenguas, su predicación está desprovista de poder.
Ahora permítanme referirles una conversación que tuve hace muchos años con un amigo cristiano, en Chifú, mi ciudad natal. Este amigo era el líder de un grupo pentecostal. Como el local de reunión de ellos se encontraba muy cerca del nuestro, pude establecer una relación con él durante varios años. Un día, este hermano me visitó con la intención de convencerme de que debía adoptar la práctica de ellos. Ya que éramos amigos, le pedí que me hablara de una manera abierta y franca. Le dije: “Hermano, usted vino con el propósito de convencerme de que siga las prácticas pentecostales”. Después de confesar que esa era precisamente su intención, le dije me sentía muy contento de hablar con él al respecto.
Así que le pregunté por qué mostraba tanto interés en los asuntos pentecostales. El me respondió que era porque creía que el hablar en lenguas nos otorgaba poder. Luego le dije: “Hermano, le sugiero que observemos los resultados. Yo no estoy de acuerdo con las prácticas pentecostales; en cambio usted las defiende celosamente y las ha seguido por años. Ahora le pido que compare el número de hermanos que tiene en su congregación con el número que hay en la nuestra. Usted afirma ser poderoso debido a que habla en lenguas, pero aún sigue con los mismos cincuenta hermanos en su congregación. En cambio nosotros, a pesar de que no hablamos en lenguas, contamos con cientos de hermanos, cientos de creyentes que han sido traídos al Señor por medio de nuestra predicación del evangelio. Le pregunto, ¿dónde está el poder del cual habla? Aunque ustedes hablan en lenguas, no tienen poder. Y aunque nosotros no hablamos en lenguas, tenemos el poder genuino. ¿Sabe usted de dónde proviene? De la oración”.
Continué testificándole a este hermano acerca de nuestra práctica de predicar el evangelio durante el nuevo año chino. En lugar de celebrar esta tradición, los santos de la iglesia en Chifú se preparaban para predicar el evangelio a sus parientes, vecinos y amigos. Para los demás, la última noche del año era tradicionalmente un tiempo especial de fiestas, pero para nosotros era un tiempo de ayuno y de oración. Al día siguiente, el primer día del año, nos reuníamos con nuestros parientes, amigos y vecinos para predicarles el evangelio. Este tiempo de predicación lo llevábamos a cabo con mucha oración. Mientras yo predicaba en el local de reunión, había muchos santos en varios cuartos orando hasta que el mensaje terminara. El poder que experimentamos en nuestra predicación del evangelio provenía de esta oración. Así que, le dije a mi amigo de Chifú que nosotros confiábamos plenamente en el poder de la oración, y no en el hablar en lenguas.
En aquella conversación que sostuve con dicho hermano, le presenté dos razones más por las que teníamos tal poder. Le dije que nuestro poder no venía solamente de la oración, sino también de la Palabra. No predicábamos algo extraño ni peculiar, sino únicamente las palabras de la Biblia. Estas palabras son la verdad, y la verdad prevalece. Hay poder en cada palabra de Dios.
Le dije que lo único que predicábamos era la Palabra, no la ética ni la filosofía china; además, que en lugar de valernos de tantos ejemplos y anécdotas, simplemente predicábamos a Cristo conforme a la revelación de las Escrituras. Ya que la palabra de Dios tiene el poder, nuestra predicación del evangelio también lo tenía.
Además, le dije a este hermano que nuestro poder residía también en el Espíritu, y no en el hablar en lenguas. Tenemos al Espíritu en nosotros y sobre nosotros, y es debido a este hecho que tenemos poder. Así que, nuestro poder reside en la oración, en la Palabra y en el Espíritu.
Ahora quisiera referirles un testimonio de lo que aconteció un día mientras compartía la Palabra en Chifú. Hubo un momento en que sentí que vino sobre mí cierta de atmósfera. Luego, percibí que mis palabras provenían totalmente del poder genuino de Dios.
Sin embargo, ya sea que sintamos o no este poder al predicar el evangelio, esto no es lo importante. Lo esencial es que nuestra predicación del evangelio cuente con el poder genuino.
Junto con los ancianos de la iglesia en Chifú, experimenté de una forma muy real el poder del Señor durante el avivamiento que se produjo en la iglesia en 1942. Muchos santos pedían que se les impusiera las manos. Además de hacer esto, también oramos por cada uno de ellos. Por espacio de una hora oramos por más de doscientos santos. Las oraciones que hicimos eran continuas, formando una sola oración que continuamente desbordaba. Lo más significativo de todo fue que la oración que hicimos por cada santo, correspondió exactamente con su situación. De repente, la oración cesó, y no impusimos más las manos. Todos los que estuvieron presentes en esa reunión comprendieron que el Espíritu se había movido, y que lo sucedido no podía volverse a repetir. Les relato este hecho para mostrarles que lo que nos asegura el poder es la oración, la Palabra y el Espíritu.
Al procurar obtener poder e impacto en nuestra predicación del evangelio, no debemos hacer nada extraño ni peculiar. Simplemente debemos tomar el camino de la oración, la Palabra y el Espíritu.
Tenemos la certeza de que hoy en día el Señor es el Espíritu procesado que mora en nosotros y que está sobre nosotros. No importa si sentimos o no al Espíritu. Creemos que El nos acompaña mientras le servimos y hablamos por El, y en particular, cuando lo proclamamos. La presencia del Señor en nosotros es la unción. Y es por medio de la oración, la Palabra y el Espíritu que podemos obtener el poder y el impacto genuinos.
Yo mismo practiqué el hablar en lenguas durante un año y medio, pero cuanto más lo hacía, menos poder tenía. Finalmente desistí y comencé de nuevo a orar normalmente. Aunque no disponía de mucho tiempo para arrodillarme y orar, me mantenía durante todo el día en un espíritu de oración. Por experiencia puedo testificar que la oración nos proporciona el poder.
Por otra parte, mi ministerio, aun desde el comienzo, siempre ha estado apegado a la Palabra. Durante el tiempo que llevo predicando y enseñando en este país, mi única preocupación ha sido ministrar la Palabra. La Palabra es inagotable, y la Palabra misma es poder.
En realidad, nuestro poder es el propio Dios Triuno como Espíritu. ¿No cree que el Dios Triuno está con nosotros? Yo percibo Su presencia mientras hablo. Antes de ministrar la Palabra, por lo general oro así: “Señor, vindica el hecho de que Tú eres un espíritu conmigo; yo por mi parte deseo ejercitarme para ser un espíritu contigo. Te pido que mientras hablo demuestres que Tú eres un espíritu conmigo. Señor, habla Tus palabras por medio de las mías”. De esta manera oro antes de dar un mensaje. Por tanto, tengo la certeza de que mientras hablo, El es un solo espíritu conmigo y que El es quien habla por medio de mí. En esto consiste el verdadero poder.
No debemos confiar en nada más que en la oración, en la Palabra y en el Espíritu. Es posible que un profesor sea capaz de dar un mensaje sobre ciencia y convencer a sus estudiantes de que deben creer en Dios. Aunque no hay nada malo con ello, no debemos confiar en esta habilidad. Unicamente debemos confiar en la oración, la Palabra y la unción, que es el propio Dios Triuno.
En el libro de Hechos, vemos que el apóstol Pablo no empleó métodos para atraer la atención de las personas, sino que “enseguida comenzó a proclamar a Jesús ... diciendo que El era el Hijo de Dios” (9:20). Cuando estaba en Damasco, “mucho más se fortalecía, y confundía a los judíos que moraban en Damasco, demostrando que Jesús era el Cristo” (9:22). En un mensaje anterior, mencionamos que cuando Pablo estuvo en Tesalónica, discutió acerca de Cristo con los que estaban en la sinagoga, y les dijo basándose en las Escrituras: “Jesús, a quien yo os anuncio, ... es el Cristo” (17:2-3). Asimismo vimos que en Corinto, Pablo testificaba solemnemente a los judíos diciendo que Jesús era el Cristo (18:5). Así, vemos que en lugar de usar métodos, el apóstol siempre hablaba directamente la palabra.
Quizás usted diga: “Pero hermano Lee, usted ha estado dedicado al ministerio de la Palabra por más de cincuenta años. Pero, ¿cómo podemos nosotros tener tal poder al predicar el evangelio, siendo aún tan jóvenes en el Señor?” Permítanme testificarles de que aun en mi juventud tenía poder al hablar, debido a estas tres cosas: la oración, la Palabra y la unción del Espíritu. Esto quiere decir que hasta los santos más jóvenes pueden predicar el evangelio con poder e impacto, siempre y cuando confíen en la oración, la Palabra y el Espíritu.
Ustedes jóvenes pueden tomar un pasaje de la Palabra y predicarlo a los demás, pero no deben confiar en su propia elocuencia. Una persona elocuente puede carecer de poder e impacto, mientras que otra que no sea tan elocuente, y que ni siquiera pueda pronunciar bien las palabras, puede tener impacto y poder al predicar el evangelio. Siempre y cuando nuestra confianza esté puesta en la oración, en la Palabra y en el Espíritu, el Señor podrá usarnos para salvar a otros, aunque nuestra pronunciación sea deficiente.
Como algunos saben, D. L. Moody fue un hombre que predicaba el evangelio con gran poder. De joven, cuando trabajaba como aprendiz en la tienda de calzado de su tío, él sintió la carga de predicar el evangelio. Un día, después de haber dado un mensaje del evangelio, se acercó a él una persona culta que estaba entre la congregación, y le dijo que había cometido varios errores gramaticales en su mensaje. Después de escuchar esto, Moody le contestó algo así: “Puede ser que su gramática sea muy correcta, pero vaya usted y predique, y veamos qué resultados obtiene. Tal vez mi gramática no sea la mejor, pero aun así la gente se salva por medio de mi predicación”.
El poder que tengamos al predicar el evangelio dependerá de lo que constituya nuestro ser, esto es, de nuestra persona. Si deseamos tener poder, debemos estar constituidos del Cristo todo-inclusivo. Por eso Pablo, siempre que daba un mensaje, únicamente predicaba a Cristo. En 18:5, vemos que él testificó que Jesús era el Cristo, y en el versículo 11, leemos que dedicó año y medio en Corinto para enseñar la Palabra de Dios. Debemos aprender de Pablo en cuanto a testificar de Cristo y enseñar la Palabra.
No existe una manera fácil de obtener poder en la predicación del evangelio. La única manera es orar, estudiar la Palabra y ser un solo Espíritu con el Señor. En 1 Corintios 6:17, Pablo declara: “Pero el que se une al Señor, es un solo espíritu con El”. Debemos basarnos en esta palabra, reclamar este hecho y practicarlo. Podemos decir: “Señor, ésta es Tu palabra. Yo me apoyo en ella y reclamo el hecho de que soy un solo espíritu contigo. Señor, te ruego que cumplas esta palabra en la que afirmas que eres uno conmigo. Señor, quiero hablar de Ti y proclamarte. Cumple esta palabra y demuestra que realmente eres uno con Tus seguidores”. Todos debemos orar así. Esta oración será oída en los cielos y todos los demonios la escucharán. Si somos un solo espíritu con el Señor al predicar el evangelio, tendremos poder e impacto. Así que, no pongamos ninguna confianza en nuestra elocuencia, sino únicamente en la oración, en la Palabra y en el Espíritu.