Mensaje 9
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Lectura bíblica: Hch. 2:14-47; Mt. 16:19
En Hch. 2:1-13 se narra que los creyentes judíos son bautizados en el Espíritu Santo. Luego, en Hch. 2:14-47, Pedro proclama su primer mensaje a los judíos. En esta sección del capítulo dos tenemos a Cristo y la iglesia. En la primera parte, Pedro habla de Cristo, y hacia el final, de la vida de iglesia.
En el primer mensaje que Pedro dio a los judíos, él usó por primera vez las llaves del reino y abrió las puertas del mismo a los judíos. Recordemos que después de que Pedro recibiera la visión acerca de que el Señor Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente (Mt. 16:16), el Señor le dijo: “Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y lo que ates en la tierra habrá sido atado en los cielos; y lo que desates en la tierra habrá sido desatado en los cielos” (v. 19). La historia muestra que existen dos llaves. Una de ellas fue la que Pedro usó el día de Pentecostés para abrir la puerta del reino a los creyentes judíos (Hch. 2:38-42). Más tarde, en la casa de Cornelio, él usó la otra llave para abrirle la puerta del reino a los creyentes gentiles a fin de que entraran en él (10:34-48). Por consiguiente, en el día de Pentecostés, Pedro usó la primera de estas dos llaves.
Hechos 2:14 dice: “Entonces Pedro, poniéndose en pie con los once, alzó la voz y les declaró diciendo: Varones judíos, y todos los que habitáis en Jerusalén, esto os sea notorio, y prestad oídos a mis palabras”. La palabra “once” indica que Matías, quién fue escogido en 1:26, fue reconocido como uno de los doce apóstoles.
En el versículo 15, Pedro añade: “Porque éstos no están ebrios, como vosotros suponéis, puesto que es la hora tercera del día”. La hora tercera del día era las nueve de la mañana.
En los versículos 16-18, él dice: “Mas esto es lo dicho por el profeta Joel: Y en los postreros días, dice Dios, derramaré de Mi Espíritu sobre toda carne, y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán; vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños; y de cierto sobre Mis esclavos y sobre Mis esclavas en aquellos días derramaré de Mi Espíritu, y profetizarán”. Los postreros días que se mencionan en el versículo 17 denotan el último período de la era presente (2 P. 3:3; Jud. 1:18), que empezó desde la primera venida de Cristo (1 P. 1:20) y se extiende hasta Su segunda venida (véase la nota 2 Ti. 3:12).
El derramamiento del Espíritu sobre toda carne difiere del Espíritu que fue infundido en los discípulos por el soplo de la boca de Cristo después de Su resurrección (Jn. 20:22). El Espíritu de Dios se derramó desde los cielos en la ascensión de Cristo. Lo primero constituye el aspecto esencial del Espíritu, impartido en los discípulos para que fuera su vida; lo segundo es el aspecto económico del Espíritu, derramado sobre ellos para que fuera el poder de su obra. El mismo Espíritu está dentro de ellos en el aspecto esencial y también sobre ellos en el aspecto económico.
El derramamiento del Espíritu en la ascensión de Cristo fue el descenso del Cristo resucitado y ascendido como Espíritu todo-inclusivo para llevar a cabo Su ministerio celestial en la tierra a fin de edificar Su iglesia (Mt. 16:18), Su Cuerpo (Ef. 1:23), con miras a la economía neotestamentaria de Dios.
En el versículo 17, la palabra “sobre” denota el aspecto económico y difiere de “en”, que alude al aspecto esencial en Juan 14:17. Por tanto, “en” está relacionado con la esencia intrínseca necesaria para la vida; mientras que “sobre” se relaciona con el elemento exterior necesario para el poder.
Hechos 2:17 declara que el Espíritu sería derramado sobre toda carne. Las palabras “toda carne” denotan a todos los seres humanos caídos, sin ninguna distinción de sexo, edad ni condición social.
El versículo 17 también habla de profecías, visiones y sueños, las cuales son expresiones externas y no están relacionados con la vida interior.
Hemos visto que el llenar económico del Espíritu Santo es en realidad el derramamiento del Espíritu y también que éste difiere del soplo del Espíritu Santo. Ademas, debemos ver que el Espíritu Santo derramado el día de Pentecostés es en realidad el Cristo resucitado y ascendido.
Hechos 2:19-20 dice: “Y daré prodigios arriba en el cielo, y señales abajo en la tierra, sangre y fuego y vapor de humo; el sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes que venga el día del Señor, grande y espléndido”. Los versículos 19-20, citados de la profecía de Joel, no están relacionados con las cosas ocurridas el día de Pentecostés, sino con las calamidades del día en que el Señor ejercerá Su juicio en el futuro. Para estudiar más detalladamente el tema del día del Señor, les aconsejo que lean la nota 123 de 2 Pedro 3.
En 2:21 Pedro añade: “Y sucederá que todo aquel que invoqué el nombre del Señor, será salvo”. Invocar el nombre del Señor no es una nueva práctica comenzada en el Nuevo Testamento. Comenzó con Enós, la tercera generación de la humanidad, en Génesis 4:26. Continúo con Job (Job 12:4; 27:10) Abraham (Gn. 12:8; 13:4; 21:33), Isaac (Gn. 26:25), Moisés y los hijos de Israel (Dt. 4:7), Sansón (Jue. 15:18; 16:28), Samuel (1 S. 12:18; Sal. 99:6), David (2 S. 22:4, 7; 1 Cr. 16:8; 21:26; Sal. 14:4; 17:6; 18:3, 6; 31:17; 55:16; 86:5, 7; 105:1; 116:4, 13, 17; 118:5; 145:18), el salmista Asaf (Sal. 80:18), el salmista Hemán (Sal. 88:9), Elías (1 R.18:24), Isaías (Is. 12:4), Jeremías (Lm. 3:55, 57) y otros (Sal. 99:6). Todos ellos tenían la práctica de invocar al Señor en la edad del Antiguo Testamento. Isaías exhortó también a los que buscaban a Dios a que le invocaran (Is. 55:6). Incluso los gentiles sabían que los profetas de Israel acostumbraban invocar el nombre de Dios (Jon. 1:6; 2 R. 5:11). Los gentiles que Dios levantó desde el norte también invocaban Su nombre (Is. 41:25). Dios ordena (Sal. 50:15; Jer. 29:12) y desea (Sal. 91:15; Sof. 3:9; Zac. 13:9) que Su pueblo le invoque. Invocar es la forma de beber gozosamente de la fuente de la salvación de Dios (Is. 12:3-4) y la forma de deleitarse con gozo en Dios (Job. 27:10), es decir, de disfrutarle. Por tanto, el pueblo de Dios, debe invocarle diariamente (Sal. 88:9). Esta práctica tan alegre fue profetizada por Joel (Jl. 2:32) con respecto al jubileo del Nuevo Testamento.
En el Nuevo Testamento, invocar el nombre del Señor fue mencionado primero por Pedro en Hechos 2:21, el día de Pentecostés, como cumplimiento de la profecía de Joel. Este cumplimiento tiene que ver con el hecho de que Dios derramase económicamente el Espíritu todo-inclusivo sobre Sus escogidos para que participasen de Su jubileo neotestamentario. La profecía de Joel y su cumplimiento con relación al jubileo neotestamentario de Dios tienen dos aspectos: por el lado de Dios, El vertió Su Espíritu en la ascensión del Cristo resucitado; por nuestro lado, invocamos el nombre del Señor ascendido, quien lo ha efectuado, logrado y obtenido todo. Invocar el nombre del Señor es de vital importancia para que los que creemos en Cristo participemos del Cristo que lo es todo y lo disfrutemos a El y lo que El ha efectuado, logrado y obtenido (1 Co. 1:2). Es una práctica importante en la economía neotestamentaria de Dios que nos permite disfrutar al Dios Triuno procesado, y ser plenamente salvos (Ro. 10:10-13). Los primeros creyentes practicaban esto en todas partes (1 Co. 1:2,) y para los incrédulos, especialmente para los perseguidores, llegó a ser muy característico de los creyentes de Cristo (Hch. 9:14-21). Cuando Esteban sufrió persecución, él invocó al Señor (7:59), lo cual seguramente impresionó a Saulo, uno de sus perseguidores (7:58-60; 22:20). Más adelante, el incrédulo Saulo, perseguía a los que invocaban este nombre (9:14, 21) identificándolos por esta invocación. Inmediatamente después de que Saulo fue capturado por el Señor, Ananías, quien condujo a Pablo a la comunión del Cuerpo de Cristo, lo mandó a que se bautizara invocando el nombre del Señor para mostrar que él también había llegado a ser uno que invocaba. Con lo que dijo a Timoteo en 2 Timoteo 2:22, Pablo indicó que en los primeros días, todos los que buscaban al Señor invocaban Su nombre. Sin lugar a dudas, Pablo practicaba esto, puesto que exhortó a su joven colaborador Timoteo a que hiciera lo mismo, para que disfrutara al Señor al igual que él.
La palabra griega traducida “invocar” es epikaléo, la cual se compone de dos vocablos: epi, sobre, y kaleo, llamar, que en conjunto significan llamar por nombre, lo cual da a entender, llamar en voz alta, incluso clamar, como lo hizo Esteban (Hch. 7:59-60).
Hechos 2:21 habla de invocar el nombre del Señor. El nombre denota la persona. Jesús es el nombre del Señor, y el Espíritu es Su persona. Cuando invocamos: “Señor Jesús”, recibimos al Espíritu.
El contexto nos muestra que 2:21 concluye la cita de la profecía de Joel, que empezó en el versículo 17, lo cual indica que al derramar Dios Su Espíritu sobre toda carne, trae salvación a los que invocan el nombre del Señor. El derramamiento del Espíritu por parte de Dios constituye la aplicación de la obra salvadora del Señor a Su pueblo escogido. Ser salvo significa recibir este Espíritu, el cual es la bendición del evangelio en la economía neotestamentaria de Dios (Gá. 3:2, 5, 14). Este Espíritu es el Señor mismo como aliento (Jn. 20:22) y como agua viva (Jn. 4:10-14) para nosotros. Para inhalarle como nuestro aliento y beberle como nuestra agua viva, necesitamos invocarle. Lamentaciones 3:55-56 indica que invocar al Señor es respirar, e Isaías 12:3-4 indica que invocarlo es beberle. Después de creer en el Señor, necesitamos invocarle no sólo para ser salvos, sino también, disfrutar de Sus riquezas (Ro. 10:12-13). Cuando ejercitamos nuestro espíritu para invocarle, inhalarle y beberle, disfrutamos de Sus riquezas; en esto consiste la verdadera adoración a Dios (Jn. 4:24).
Al estudiar el versículo 21 en su contexto, vemos que el derramamiento del Espíritu Santo sobre toda carne, es decir, sobre todos los seres humanos, tiene como fin que las personas invoquen el nombre del Señor y sean salvas. Esta es la razón por la cual Pablo declara que para ser salva, una persona necesita invocar el nombre del Señor (Ro. 10:12-13).
En Romanos 10 Pablo toca dos asuntos: ser justificado y ser salvo. Ser justificado es algo interior y ser salvo es algo exterior. Pablo declara que para ser justificados debemos creer con nuestro corazón para justicia. Si creemos con nuestro corazón que el Señor Jesús murió por nosotros y que Dios lo levantó de entre los muertos, seremos justificados ante Dios. No obstante, para ser salvos, necesitamos invocar el nombre del Señor.
Cuando predicamos el evangelio y ayudamos a los demás a ser salvos, debemos motivarlos a invocar el nombre del Señor y decir: “¡Oh, Señor Jesús!” Por experiencia sabemos que cuanto más fuerte una persona invoque el nombre del Señor, más sólida será su experiencia de salvación.
Supongamos que una persona que ha oído la predicación del evangelio y desea ser salva ore en voz baja y débilmente: “Señor Jesús se que Tú me amas y moriste por mí. Creo en Ti”. Resulta difícil creer que alguien que ore de esta manera tan débil sea salvo. No obstante, supongamos que alguien invoque con voz fuerte el nombre del Señor Jesús y diga: “¡Señor Jesús! ¡Oh, Señor Jesús! soy un pecador, Señor, pero moriste por mí. ¡Oh, Señor Jesús, te amo!” Una persona que ore invocando el nombre del Señor de esta manera, será salva; e incluso entrará en un éxtasis por la alegría que siente en el Señor por su salvación.
Hechos 7:59 dice que cuando Esteban fue apedreado, “él invocaba al Señor y decía: “¡Señor Jesús, recibe mi espíritu!” Saulo de Tarso consintió en su muerte y se unió a la gran persecución en contra de la iglesia en Jerusalén. Hechos 9:14 muestra que Saulo recibió autoridad de los principales sacerdotes para prender a todos los que invocaban el nombre del Señor Jesús. Cuando fue a Damasco, su misión consistía en arrestar a los que invocaban el nombre del Señor. Esto indica que en los primeros días, invocar el nombre del Señor Jesús era una característica de un seguidor del Señor. Esta invocación debe haber sido audible como para que los demás la oyeran. Por tanto, llegó a ser una señal. En el tiempo de Saulo, los creyentes invocaban el nombre del Señor Jesús.
El Señor se le apareció a Saulo camino a Damasco y Saulo dijo: “¿Quién eres, Señor?” (9:5). Más tarde Ananías visitó a Saulo y le dijo: “Levántate y bautízate, y lava tus pecados, invocando Su nombre” (22:16). Ananías parecía decir: “Hermano Saulo, tú has perseguido a los santos porque invocan el nombre del Señor Jesús. Ellos te consideran un perseguidor, pues has arrestado a los creyentes que invocan el nombre del Señor. Ahora te has arrepentido y te has vuelto al Señor, pero ¿cómo te reconocerán como hermano los que te consideran un perseguidor? La única manera es que invoques el nombre del Señor. Así que, levántate y bautízate invocando el nombre del Señor Jesús. Mientras te bautizas e invocas Su nombre, los santos se sentirán muy contentos de oír que tú también invocas este nombre”.
Muchos creyentes de hoy no invocan el nombre del Señor Jesús. Aquellos que únicamente se limitan a seguir prácticas tradicionales critican a los que invocan el nombre del Señor. Como ya dijimos, invocar al Señor no es una práctica nueva; no es algo que hemos inventado nosotros. Según la Biblia, los hombres comenzaron a invocar el nombre del Señor a partir de Génesis 4.
Como vimos en 2:14-19, Pedro, en el primer mensaje que da a los judíos, explica el llenar económico del Espíritu Santo. Esto fue lo que Dios prometió en Joel 2:28-29, 32.