Mensaje 56
En este mensaje llegamos a Mt. 21:1-22, donde se abarcan tres asuntos: la bienvenida extendida al Rey manso (Mt. 21:1-11); la purificación del templo (Mt. 21:12-17); y la maldición de la higuera (Mt. 21:18:22).
El capítulo dieciséis da un giro crucial al Evangelio de Mateo. Antes de los eventos descritos en este capítulo, el Señor Jesús fue a Jerusalén varias veces. Pero en el capítulo dieciséis El condujo a Sus discípulos hacia el norte, lejos de Jerusalén, la cual estaba en el centro de la tierra santa, en el territorio de Benjamín. A partir del capítulo dieciséis el Señor gradualmente regresa del norte, hacia Jerusalén.
De Mateo 16:13 a Mateo 23:39 se presenta una narración de la senda de rechazos por la cual anduvo el Señor. En esta sección vemos las actividades del Señor en varias regiones: antes de ir a Judea (16:13—18:35); de Galilea a Judea (19:1—20:16); en el camino hacia Jerusalén (20:17—21:11); y en Jerusalén (21:12—23:39). Así que, Mateo 21:1 dice: “Cuando se acercaron a Jerusalén, y vinieron a Betfagé, al monte de los Olivos...” Ellos habían emprendido el viaje desde Galilea en Mateo 19:1, continuaron por el camino en 20:17, y pasaron por Jericó en 20:29. En el capítulo veintiuno llegan al monte de los Olivos, el cual está en los linderos de Jerusalén, en las afueras de esa ciudad. Este capítulo habla del comienzo de la última semana en que el Señor estuvo sobre la tierra.
Al regresar a Jerusalén el Señor no tenía el propósito de ministrar, predicar, enseñar ni hacer milagros, sino de presentarse como el Cordero de Dios para ser inmolado, crucificado.
De acuerdo con los cuatro evangelios, el Señor Jesús nunca hizo nada para asegurarse una recepción calurosa. Por el contrario, siempre estuvo preparado para el rechazo. Pero en Mateo 21:1-11 El sí hizo algunas preparaciones para ser recibido calurosamente.
La bienvenida dada al Señor aquí se efectuó bajo Su mano soberana. En los versículos 2 y 3 el Señor dijo a Sus discípulos: “Id a la aldea que está enfrente de vosotros, y en seguida hallaréis una asna atada, y un pollino con ella; desatadla, y traédmelos. Y si alguien os dice algo, decid: El Señor los necesita; y en seguida los enviará”. Si yo hubiera estado allí habría dicho: “Señor, ¿cómo sabes que hallaremos una asna atada allí, con un pollino? ¿Y cómo sabes que el dueño nos permitirá traerlos?” Aquí podemos ver la omnisciencia y la soberanía del Señor. El quería que Sus discípulos supieran que El era el Rey soberano, el dueño de todas las cosas, incluyendo el asna y el pollino. Con esto el Señor también les mostró que El era omnisciente, porque sabía todas las cosas sin estar físicamente en cierto lugar. El Señor, al ejercer Su autoridad como Rey, es tanto omnisciente como soberano.
Los versículos 4 y 5 dicen: “Esto aconteció para que se cumpliese lo dicho por medio del profeta, cuando dijo: Decid a la hija de Sion: He aquí, tu Rey viene a ti, manso, y sentado sobre una asna, y sobre un pollino, hijo de bestia de carga”. La manera en que el Rey entró a Jerusalén cumplió la profecía de Zacarías 9:9. El término “la hija” de Sion en Mateo 21:5 se refiere a los habitantes de Jerusalén (cfr. Sal. 137:8; 45:12). Esta profecía estaba siendo cumplida para ellos.
El versículo 5 dice que el Rey llegó “sentado sobre una asna, y sobre un pollino, hijo de bestia de carga”. Esto indica la condición mansa y humilde en la cual el Señor estaba dispuesto a presentarse a Sí mismo. El Señor no dijo a los discípulos que trajeran una carreta o un carruaje, sino una asna y un pollino. El aun no escogió entrar en un caballo, sino en un pequeño asno. He invertido considerable tiempo para tratar de descubrir por qué el Señor entró en una asna y un pollino. ¿Iba sentado sobre la asna o sobre el pollino? ¿Por qué el Señor necesitó tanto la asna como el pollino, un asno pequeño? El pollino debe de haber sido un asno pequeño porque fue llamado hijo de bestia de carga, y esta bestia debe de haber sido una asna. La asna era probablemente la madre del pollino, y éste su prole. Tanto la madre como su cría trabajaron juntos para llevar al Rey, porque El iba montado tanto en la asna como en el pollino. Tal vez el Señor viajó primero sobre la madre, y luego pasó al pollino al llegar cerca de la ciudad. Marcos y Lucas mencionan sólo al pollino, y no dicen nada del asna (Mr. 11:1-10; Lc. 19:29-38), mientras que Juan habla del pollino, una cría de asna (Jn. 12:14-15). Así que, el énfasis de los cuatro evangelios parece recaer en el pollino.
El asna y el pollino juntos parecen dar una apariencia de mansedumbre y humildad. Si el Señor hubiera montado sólo el asna, la impresión de humildad no habría sido tan sobresaliente. Supongamos que una pequeña hermana se presenta ante nosotros cargando en sus brazos un pequeño bebé. Esto nos daría una profunda impresión de pequeñez. El significado de que el Señor montara una asna no sólo es de pequeñez, sino de mansedumbre. El Rey celestial no vino con un esplendor de altivez, sino con humildad, gentileza y mansedumbre. Esta impresión de mansedumbre es subrayada por el pollino, que junto con el asna llevaba al Rey manso. El Señor Jesús no entró a Jerusalén orgullosamente sobre un caballo, sino montado sobre una humilde asna, y un pequeño pollino. Ningún rey terrenal haría semejante cosa. El Señor Jesús parecía estar diciendo a Sus discípulos: “Traed el asna y el pequeño pollino. Yo entraré a la ciudad sobre una bestia de carga, pero el pollino debe ir al lado también para mostrar Mi mansedumbre. Esto ayudará a la gente a ver cuán manso es el Rey celestial”.
El Señor Jesús no vino a pelear ni a competir, sino a ser un Rey muy manso. La presencia de aquel asno pequeñito dio testimonio de que al Señor no le interesaba pelear ni competir con nadie. Más bien, El era manso y humilde. Yo creo que ésta era la impresión que el Señor quería dar a la gente. Ciertamente El era el Rey celestial, pero no tenía la intención de venir como un gran Rey peleando o compitiendo con los demás. Por el contrario, El vino como un Rey manso sin pelear ni competir con nadie.
En el versículo 7 vemos que los discípulos pusieron sus mantos sobre los asnos, y el versículo 8 dice: “Y la mayor parte de la multitud tendía sus mantos en el camino”. Los mantos representan las virtudes humanas en la conducta de la gente. Los discípulos honraron al Rey humilde al poner sus propios mantos sobre el asna y el pollino para que el Señor montara en ellos, y la multitud lo honró al tender sus mantos en el camino para que El pasara. La gente honró al Señor con sus mantos, esto es, con todo lo que ellos tenían. No importa cuán pobre sea un hombre, al menos tiene algo de ropa para cubrirse. Debemos honrar al Señor, al Rey manso, con todo lo que somos. No importa cuál sea nuestra condición, al menos tenemos algo con lo cual podemos honrarle. No creo que los mantos y túnicas puestos sobre los asnos y sobre el camino fueran espléndidas ni hermosas. No obstante, la gente usó lo que tenía a la mano. Aunque somos pecaminosos, lastimosos, o incluso malignos, el Señor quiere ser honrado con lo que somos. Aun los pecadores pueden honrar al Señor con lo que ellos son, si de corazón desean honrarle.
Además, el versículo 8 dice: “Y otros cortaban ramas de los árboles, y las tendían en el camino”. Las ramas eran ramas de palmera (Jn. 12:13), las cuales representan la vida victoriosa (Ap. 7:9) y la satisfacción de disfrutar el rico producto de esa vida, como se ve en tipología en la fiesta de los Tabernáculos (Lv. 23:40; Neh. 8:15). La multitud usó tanto sus mantos como las ramas de palmera para celebrar la venida del Rey humilde. La palmera, la cual representa la vida victoriosa, está arraigada profundamente buscando las corrientes ocultas, y crece elevándose en el aire en forma prevaleciente. Esto representa la vida victoriosa. Las multitudes, al honrar a este Rey manso con todo lo que tenían, reconocieron que El era quien tenía la vida victoriosa.
En el versículo 9 leemos: “Y las multitudes que iban delante de El y las que venían detrás daban voces, diciendo: ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” La palabra hebrea Hosanna significa “salva ahora” (Sal. 118:25). El título “Hijo de David” era el título de realeza del humilde Rey. En la calurosa bienvenida extendida al Rey celestial, las multitudes declaraban a gran voz una cita del salmo 118: “Bendito el que viene en el nombre de Jehová” (v. 26). Según este salmo, sólo el que viene en el nombre de Jehová ha de ser alabado en tal manera. Así que, las alabanzas espontáneas dadas por las multitudes bajo la mano soberana del Señor, indicaban que este Rey manso no venía en Su propio nombre, sino en el nombre de Jehová. Aquellos que dieron la bienvenida al Rey indicaban mediante sus alabanzas que El era el enviado del Señor, y por ende, el que venía en el nombre de Jehová.
Cuando el Rey celestial entró en Jerusalén, la santa ciudad se conmovió, pero la multitud decía: “Este es Jesús el profeta, de Nazaret de Galilea” (v. 11). Por un lado, las multitudes le alababan como el Hijo de David, aquel que venía en el nombre del Señor; por otro, algunos aún le reconocían de una manera natural como un profeta de una ciudad despreciada.
El versículo 12 dice: “Y entró Jesús en el templo, y echó fuera a todos los que vendían y compraban en el templo, y volcó las mesas de los cambistas, y los asientos de los que vendían palomas”. Cuando el Señor entró en Jerusalén, primeramente purificó el templo. Cualquier rey terrenal, al entrar en la capital, inmediatamente hubiera ascendido al trono. Pero el Señor no hizo esto porque no buscaba Sus propios intereses, sino los intereses de Dios; no se ocupaba por Su reino, sino por la casa de Dios.
Hoy en día el mismo principio se aplica a nosotros. Cuando nosotros damos la bienvenida al Señor como nuestro Rey, El no se dirige inmediatamente al trono; en cambio, El se dirige a nuestro espíritu y lo limpia. Muchos de nosotros hemos experimentado esto. Cuando recibimos al Señor como vida, también le recibimos como nuestro Rey. Un día El entró en nuestro ser como nuestra vida y nuestro Rey. El no se entronizó a Sí mismo; más bien, purificó el templo de Dios que hoy es nuestro espíritu, la habitación de Dios (Ef. 2:22).
Nuestro espíritu debe ser una casa de oración, pero por causa de la caída se ha convertido en una cueva de ladrones. Pero cuando el Señor Jesús entra en nosotros, El echa a todos los ladrones y purifica el templo de nuestro espíritu. Después de la purificación del templo, el Señor sanó a los ciegos y a los cojos que estaban en el templo (v. 14), lo cual indica que la limpieza del templo trae vista a la gente y la fuerza para moverse. Sucede lo mismo con nosotros hoy en día. El versículo 15 dice que los niños dando voces en el templo decían: “Hosanna al Hijo de David”. Al menos en varias ocasiones el Evangelio de Mateo menciona a los niños, porque este libro da énfasis a que la gente del reino debe ser como niños. Solamente aquellos que se hacen como niños alabarán a Dios. Esto sucedió después de la sanidad de los ciegos y los cojos. Cuando somos sanados de nuestra ceguera y nuestra incapacidad, también alabamos al Señor como niños.
Los obstinados sumos sacerdotes y escribas se indignaron, aun después de haber visto las maravillas hechas por el Rey humilde. Su indignación se debía a su propio orgullo y envidia, lo cual les impidió recibir una visión con respecto al Rey celestial.
El versículo 17 dice: “Y dejándolos, salió fuera de la ciudad, a Betania, y pasó la noche allí”. El Señor en Su última visita a Jerusalén, se quedó allí solamente durante el día por causa de Su ministerio. Cada noche El iba a posar en Betania, al lado oriental del monte de los Olivos (Mr. 11:19; Lc. 21:37), donde estaban la casa de María, Marta y Lázaro y la casa de Simón (Jn. 11:1; Mt. 26:6). En Jerusalén los líderes del judaísmo lo rechazaron, pero en Betania fue acogido por los que le amaban.
Después de que el Señor Jesús entra en nosotros y purifica nuestro espíritu, podemos sentir que El nos deja, tal como El dejaba Jerusalén para ir a Betania después de purificar el templo. El Señor puede entrar en usted, limpiar su espíritu, el cual es el templo de Dios, y luego dejarlo para ir a otro lugar. Tal vez usted dirá: “Esta no es mi experiencia. Según mi experiencia, después de que el Señor Jesús limpió mi espíritu, El permaneció conmigo”. Si ésta es su experiencia, entonces usted debe de ser uno de los que aman a Jesús tal como le amaban María, Marta, Lázaro y Simón. Sin embargo, después de que muchos cristianos reciben a Cristo, y experimentan la limpieza de su espíritu, no aman al Señor. Así que, en su experiencia el Señor los deja para hospedarse en otro lugar, en Betania.
De acuerdo con el Nuevo Testamento, Betania es el lugar donde viven los que aman fervientemente al Señor. En el Nuevo Testamento leemos de dos casas en Betania: la casa de María, Marta y Lázaro, y la casa de Simón el leproso. Todos estos queridos hermanos amaban fervientemente al Señor Jesús. Durante la última semana de Su vida en la tierra, El iba todos los días a Jerusalén, pero todas las noches salía de Jerusalén y se hospedaba en Betania. Jerusalén era el lugar donde El fue examinado, probado, y sacrificado; pero Betania era el lugar de Su reposo.
En un sentido muy definido, la religión de hoy es una Jerusalén para el Señor Jesús; no es el lugar de Su descanso. Los que aman a Jesús no están en Jerusalén, sino en Betania. ¿Está usted en Jerusalén o en Betania? No debemos ser los habitantes de Jerusalén, sino los que viven en Betania, los que aman al Señor Jesús. Si usted se encuentra entre la gente de Jerusalén, Jesús vendrá a ser probado y examinado por usted. Pero si usted forma parte de los que viven en Betania y aman al Señor, El vendrá a hospedarse con usted. Si el Señor Jesús viene a usted y purifica su espíritu, pero usted no lo ama lo suficiente, es evidente que usted permanece entre la gente de Jerusalén. Usted no es uno de los que aman de corazón a Jesús en Betania. Aunque El purifica el templo en Jerusalén, El no se hospeda ahí. En cambio, sale de la ciudad para hospedarse en Betania. ¡Cuán significativo es esto!
El versículo 18 dice: “Por la mañana, cuando volvía a la ciudad, tuvo hambre”. Esto significa que el Señor deseaba recibir fruto de los hijos de Israel, para que Dios fuera satisfecho.
El versículo 19 dice: “Y viendo una higuera cerca del camino, vino a ella, y no halló nada en ella, sino hojas solamente”. Tal como el águila es el símbolo de los Estados Unidos, así la higuera es el símbolo de la nación de Israel (Jer.24:2, 5, 8). La higuera que el Señor vio estaba llena de hojas pero sin nada de fruto, lo cual significa que en aquel entonces la nación de Israel exhibía muchas cosas exteriormente, pero no tenía nada que satisficiera a Dios. De acuerdo con la Biblia las hojas forman una apariencia externa, pero el fruto es algo real y sólido que satisface a Dios y al hombre. En ese momento, el Señor Jesús vino de Dios a Israel con un hambre por algún fruto que pudiera satisfacer el hambre de Dios. Pero en vez de fruto, solamente halló hojas.
El versículo 19 también dice. “Y le dijo: Nunca jamás nazca de ti fruto. Y al instante se secó la higuera”. Esto representa la maldición que queda sobre la nación de Israel. Desde ese momento la nación de Israel quedó totalmente seca. Según los datos históricos, desde esos últimos días en que el Señor Jesús estuvo sobre la tierra, ha permanecido una maldición sobre la nación de Israel. Como veremos, la higuera es mencionada de nuevo en el capítulo veinticuatro, donde denota la restauración de Israel, la cual se efectuó en 1948.
Conforme a nuestra experiencia, podemos dar testimonio de que primero el Rey manso entra en nosotros, y le damos la bienvenida. Pero El no viene para ser entronizado, sino para purificar el templo de Dios, porque El se preocupa por la casa de Dios. El también procura satisfacer a Dios, y por eso desea hallar fruto en Su pueblo. Pero la mayoría de Su pueblo no puede ofrecerle ningún fruto. Como resultado de esto, ellos están totalmente secos. Muchos de nosotros hemos experimentado esto. El Rey manso entró en nosotros, le recibimos calurosamente, y El purificó el templo de Dios. Pero debido a que no llevamos fruto, nos secamos. Tal vez usted argumente: “¿No es verdad que el Señor es misericordioso y está lleno de gracia? Ya que el tiene misericordia y gracia, ¿cómo puede maldecirnos de esta manera?” No obstante, cuando no llevamos fruto, nos secamos.
La mayoría de los creyentes hoy se encuentran secos. Aunque recibieron de buena gana al Rey celestial y El purificó su templo, no han producido fruto para la satisfacción de Dios, por lo cual se han secado. ¿Cuántos cristianos hoy están vivientes y llenos de fruto? Muy pocos. Siempre que alguien se seca, su espíritu no funciona. Por lo tanto, no hay templo, ni fruto, ni adoración apropiada, ni satisfacción para Dios.
La preocupación principal del Rey manso es la casa de Dios y la satisfacción de Dios. El nos limpia para que podamos ofrecer una adoración apropiada a Dios, y El trabaja en nosotros con miras a que llevemos fruto para la satisfacción de Dios. En la vida práctica del reino en la iglesia hoy, Cristo debe recibir una calurosa bienvenida como el Rey que es. Entonces El tiene que purificar el templo de Dios, es decir, nuestro espíritu. Luego nosotros, como ciudadanos del reino, llevaremos fruto para la satisfacción de Dios. De otra forma, seremos maldecidos hasta el día de la restauración. Esta fue la situación con la nación de Israel cuando el Señor estaba en la tierra, y también es la situación entre los cristianos de hoy. Debido a que la nación de Israel se secó, el reino fue quitado de ellos y dado a otro pueblo. Si no somos limpiados en nuestro espíritu para ofrecer una adoración apropiada a Dios y llevar fruto para Su satisfacción, el reino también será quitado de nosotros y dado a otros.
Los versículos del 20 al 22 indican que el Señor maldijo la higuera por medio de la fe. Por medio de la fe podemos quitar del camino la montaña que nos estorba, al orar con fe.