
En 1 Juan 2:5-29; 3:5-8, 24 y 4:9-15, vemos que podemos disfrutar a Cristo, una persona viviente, como el lugar en el cual permanecemos.
En 1 Juan 4:9 se nos dice: “En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios, en que Dios envió a Su Hijo unigénito al mundo, para que tengamos vida y vivamos por Él”. En este versículo vemos la intención y el objetivo de Dios al enviar al Hijo: Dios envió al Hijo para que vivamos por Él. Vivir por el Hijo implica poseer la vida divina. Si no tuviésemos la vida por medio de Él, no podríamos vivir por Él. Por tanto, vivir por el Hijo implica haberle recibido como nuestra vida. Dios envió a Su Hijo, y nosotros le hemos recibido como vida; por tanto, ahora vivimos por Él.
Dios vino a ser un hombre a fin de que pudiésemos tener Su vida divina. Si Él jamás hubiese sido un hombre, no podría haber entrado en nosotros y nosotros no podríamos tenerlo a Él como nuestra vida divina. La encarnación tenía por finalidad la impartición de la vida divina en nosotros.
En el versículo 9 Juan dice que Dios envió a Su Hijo unigénito al mundo. Al igual que en 1 Timoteo 1:15, “el mundo” aquí se refiere a la humanidad caída, a la cual Dios amó de tal manera que al vivificarlos por medio de Su Hijo con Su propia vida (Jn. 3:16) hizo que ellos llegasen a ser Sus hijos (1:12-13). Hemos visto que en 1 Juan 4:9 Juan dice que Dios envió a Su Hijo al mundo para que vivamos por Él.
Nosotros, los seres humanos caídos, no sólo somos pecaminosos por naturaleza y en nuestra conducta (Ro. 7:17-18; 1:28-32), sino que también estamos muertos en nuestro espíritu (Ef. 2:1, 5; Col. 2:13). Dios envió a Su Hijo al mundo no solamente como propiciación por nuestros pecados a fin de que fuésemos perdonados (1 Jn. 4:10), sino también para que Su Hijo fuese vida para nosotros a fin de que tuviésemos vida y viviésemos por medio de Él. En el amor de Dios, el Hijo de Dios nos salva, no sólo de nuestros pecados por Su sangre (Ef. 1:7; Ap. 1:5), sino también de nuestra muerte por Su vida (1 Jn. 3:14-15; Jn. 5:24). Él no solamente es el Cordero de Dios que quita nuestro pecado (1:29); también es el Hijo de Dios que nos da vida eterna (3:36). Él murió por nuestros pecados (1 Co. 15:3) para que nosotros tengamos vida eterna en Él (Jn. 3:14-16) y vivamos por medio de Él (6:57; 14:19). En esto se manifestó el amor de Dios, el cual es la esencia de Dios.
En 1 Juan 4:10, Juan añade: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros, y envió a Su Hijo en propiciación por nuestros pecados”. La frase en esto consiste se refiere al siguiente hecho: no que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó, y envió a Su Hijo como propiciación por nuestros pecados. En esto consiste el más elevado y más noble amor, el amor de Dios.
La palabra propiciación indica que el Señor Jesucristo se ofreció a Sí mismo a Dios como sacrificio por nuestros pecados (He. 9:28) no solamente por nuestra redención, sino también para satisfacción de Dios. Mediante Su muerte vicaria y en Él como nuestro Sustituto, Dios es satisfecho y apaciguado. Por tanto, Él es la propiciación entre Dios y nosotros.
Se suscitó un problema en nuestra relación con Dios. Por tanto, Dios envió a Su Hijo como propiciación por nuestros pecados a fin de restaurar nuestra relación con Él. Dios hizo esto a causa de Su amor. Aunque el pecado causó un problema en nuestra relación con Dios, nosotros no habíamos considerado la necesidad de tomar medidas con respecto a nuestro pecado a fin de restaurar nuestra comunión con Dios. Aun si hubiéramos deseado restaurar esta relación, no habríamos sido capaces de hacerlo ni tampoco nos habría sido posible. Sin embargo, el amor de Dios hizo que Él enviase a Su Hijo para lograr esto en beneficio nuestro, incluso antes que pudiésemos concebir tal pensamiento.
Puesto que nuestros pecados nos hicieron estar sujetos a los requisitos propios de la justicia y santidad de Dios, Dios no habría podido recibirnos ni tampoco morar o permanecer con nosotros apaciblemente. Por tanto, el amor de Dios hizo que Él enviase a Su Hijo como propiciación por nuestros pecados a fin de que Él pudiese recibirnos y permanecer con nosotros apaciblemente en conformidad con los requisitos de Su justicia y santidad. El amor de Dios cumplió con todas las exigencias propias de la justicia y santidad de Dios.
En 1 Juan 4:9 vemos que Dios envió a Su Hijo a fin de que vivamos por Él. En el versículo 10 vemos que Dios envió a Su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Si consideramos estos versículos en su conjunto, veremos que el hecho de que Dios enviase a Su Hijo como propiciación por nuestros pecados no constituye, en sí mismo, el objetivo final; más bien, éste fue el procedimiento para alcanzar el objetivo, el cual es que tengamos vida y vivamos por el Hijo. Por tanto, Dios envió a Su Hijo como propiciación por nosotros con la intención de que por Su Hijo tengamos vida y de que vivamos por Su Hijo.
A continuación, en 1 Juan 4:14-15 se nos dice: “Nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha enviado al Hijo, como Salvador del mundo. Todo aquel que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios”. Al igual que en el versículo 9 y en Juan 3:16, aquí el “mundo” denota a la humanidad caída. Al enviar a Su Hijo para que fuese nuestro Salvador, Dios el Padre realizó un acto externo a fin de que al confesar nosotros que Jesús es el Hijo de Dios, Él pueda permanecer en nosotros y nosotros en Él (1 Jn. 4:15). Los apóstoles vieron esto y testificaron de esto. Éste es el testimonio externo. Además, el acto que Dios realizó dentro de nosotros fue enviar a Su Espíritu a morar en nuestro ser como la evidencia interna de que permanecemos en Él, y Él en nosotros (v. 13).
En 1 Juan 4:9, 10 y 14 el apóstol Juan dice tres veces que Dios envió a Su Hijo. Dios envió a Su Hijo de modo que vivamos por Él, Él envió al Hijo en propiciación por nuestros pecados y Él envió al Hijo como Salvador del mundo.
Dios el Padre envió a Su Hijo como Salvador del mundo (v. 14) con el propósito de que los hombres creyeran en Él confesando que Jesús es el Hijo de Dios, para que así Dios permaneciera en ellos, y ellos en Dios. Pero los herejes cerintianos no confesaron esto; así que Dios no permaneció en ellos, ni ellos permanecieron en Dios. Pero todo aquel que confiese esto, Dios permanece en él, y él en Dios; y éste llega a ser uno con Dios en la vida y la naturaleza divinas.
Podríamos haber esperado que Juan dijera que todo aquel que confiese que Jesús es el Hijo de Dios obtiene el perdón de pecados o la vida eterna. Sin embargo, aquí Juan dice que todo aquel que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios. Debemos usar este versículo en la predicación del evangelio. Debemos decirles a las personas que si creemos en el Señor y confesamos que Jesús es el Hijo de Dios, ellas serán perdonadas de sus pecados y serán salvas. También debemos decirles que si confiesan que Jesús es el Hijo de Dios, Dios entrará en ellas y permanecerá en ellas, y ellas también podrán permanecer en Dios. Ésta es la predicación más elevada del evangelio.
Este asunto de morar en Dios y de que Dios more en nosotros es reiterado varias veces en 1 Juan. Una y otra vez, el Nuevo Testamento indica que Dios mora en nosotros. Incluso somos llamados el templo de Dios (1 Co. 3:16; 6:19) y Su morada, Su casa (Ef. 2:22; 1 Ti. 3:15). Dios nos aloja en Él mismo. Efesios 3:17 indica que Cristo está haciendo Su hogar en nuestros corazones.
En 1 Juan 2:12 se nos dice: “Os escribo a vosotros, hijitos, porque vuestros pecados os han sido perdonados por causa de Su nombre”. El perdón de pecados constituye el elemento básico del evangelio de Dios (Lc. 24:47; Hch. 5:31; 10:43; 13:38). Por medio de esto, los creyentes que reciben a Cristo son regenerados y llegan a ser hijos de Dios (Jn. 1:12-13).
Juan comprendió que el perdón de pecados es un factor básico para que seamos hechos hijos de Dios. En 1 Juan 2:12 Juan dice a los hijitos que sus pecados les han sido perdonados por causa del nombre del Señor. Ellos habían creído en este nombre precioso y habían recibido el perdón de pecados. El perdón de pecados es el primer elemento básico del evangelio. Si creemos en el nombre del Señor e invocamos Su nombre, la primera bendición que recibimos es el perdón de pecados. Por medio del perdón hemos sido justificados y hemos llegado a ser hijos de Dios. La regeneración, por tanto, está basada en el perdón de pecados. Ésta es la razón por la cual el apóstol Juan considera el perdón de pecados como el factor básico al dirigirse a los destinatarios de esta epístola llamándolos hijitos.
Según el versículo 12, nuestros pecados nos han sido perdonados por causa de Su nombre. Este versículo no dice que nuestros pecados nos serán perdonados, sino que ellos nos han sido perdonados por causa de Su nombre, no por causa de nuestras obras ni por causa de ninguna otra cosa procedente de nosotros mismos. Si el perdón dependiera de nuestras obras o cualquier otra cosa procedente de nosotros mismos, tendríamos que esperar hasta haber realizado tal cosa para poder definir dicho asunto. Pero éste no es el caso. En lugar de ello, el perdón es por causa de Su nombre. Una vez hayamos creído en el nombre del Señor y lo hayamos confesado, participaremos de Su nombre y estaremos relacionados con Su nombre; por tanto, por causa de Su nombre, nuestros pecados nos han sido perdonados. Cuando confesamos el nombre del Señor y poseemos Su nombre, nuestros pecados son perdonados en ese momento por causa de Su nombre. Por tanto, Dios ha perdonado todos nuestros pecados. No tenemos que esperar que sean perdonados en el futuro. En el momento en que creímos, Él nos perdonó. Además, Él nos ha perdonado todos nuestros pecados y toda nuestra maldad, no solamente cierta porción de nuestros pecados. Por tanto, una vez hemos creído, todos nuestros pecados son perdonados y nosotros somos salvos.
En 1 Juan 2:23 se nos dice que “todo aquel que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre”. Puesto que el Hijo y el Padre son uno (Jn. 10:30; Is. 9:6), negar al Hijo significa no tener al Padre, y confesar al Hijo es tener al Padre. Negar al Hijo aquí se refiere a negar la deidad de Cristo, negar que el hombre Jesús sea Dios. Ésta es una gran herejía.
En 1 Juan 2:23 Juan dice primero que todo aquel que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre. Si el Hijo y el Padre no fueran uno, ¿cómo podría ser que aquel que niegue al Hijo tampoco tenga al Padre? En este versículo Juan procede a decir que aquel que confiesa al Hijo, tiene también al Padre. Todo aquel que niega al Hijo, no tiene al Hijo ni al Padre. Pero todo el que confiesa al Hijo tiene tanto al Hijo como al Padre. Tanto en su sentido negativo como en su sentido positivo, este versículo indica que el Hijo y el Padre son inseparables. Debido a que el Padre y el Hijo son uno, no podemos separar al Hijo del Padre ni al Padre del Hijo.
Debemos prestar atención a las palabras tampoco y también en el versículo 23. Juan dice que todo aquel que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre. Después, él dice que todo el que confiesa al Hijo, tiene también al Padre. Estas palabras indican que el Padre y el Hijo son uno y son inseparables. Por consiguiente, negar al Hijo es negar tanto al Hijo como al Padre, y confesar al Hijo es confesar tanto al Hijo como al Padre.
En 1 Juan 2:24-25 se nos dice: “En cuanto a vosotros, lo que habéis oído desde el principio, permanezca en vosotros. Si lo que habéis oído desde el principio permanece en vosotros, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre. Y ésta es la promesa que Él mismo nos hizo, la vida eterna”. La frase lo que habéis oído desde el principio en el versículo 24 se refiere a la Palabra de vida, es decir, la Palabra de vida eterna que los creyentes oyeron desde el principio (1:1-2). No negar sino confesar que el hombre Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios (2:22), es permitir que la Palabra de vida eterna permanezca en nosotros. Al hacer esto permanecemos en el Hijo y en el Padre, y no somos descarriados por las enseñanzas heréticas acerca de la persona de Cristo (v. 26). Esto muestra que el Hijo y el Padre son la vida eterna que nos regenera y que podemos disfrutar. En dicha vida eterna tenemos comunión con Dios y unos con otros (1:2-3, 6-7), y vivimos en nuestro andar diario (2:6; 1:7).
Nótese que aquí Juan se refiere a que nosotros permanecemos en el Hijo y en el Padre. En Juan 15:4 el Señor Jesús dijo: “Permaneced en Mí, y Yo en vosotros”. Este versículo se refiere a un mutuo permanecer: nosotros permanecemos en el Señor, y el Señor permanece en nosotros. Pero en 1 Juan 2:24 Juan dice que la Palabra de vida permanece en nosotros y afirma que si la Palabra de vida permanece en nosotros, nosotros permanecemos en el Hijo y en el Padre. Esto nos permite ver que la Palabra de vida en realidad es el Señor mismo. Según Juan 15:4, cuando permanecemos en el Señor, el Señor permanece en nosotros. Aquí dice que cuando la Palabra de vida permanece en nosotros, nosotros permanecemos en el Hijo y en el Padre. Una vez más, Juan pone juntos al Padre y al Hijo como uno solo, pues el Padre y el Hijo son uno.
En Cristo tenemos un lugar donde permanecer, el cual es una Persona eterna, y en esta morada podemos disfrutar la vida eterna. Cristo, esta Persona eterna, es el lugar donde permanecemos, y la vida eterna es nuestro disfrute.
En 1 Juan 2:25 Juan no dice: “Ésta es la promesa que Ellos nos hicieron”, sino que dice: “Ésta es la promesa que Él mismo nos hizo”. En el versículo 25, el pronombre singular Él, refiriéndose al Hijo y al Padre mencionados en el versículo precedente, indica que el Hijo y el Padre son uno. En cuanto a nuestra experiencia de la vida divina, el Hijo, el Padre, Jesús y Cristo son uno. No es cierto que solamente el Hijo, y no el Padre, sea la vida eterna para nosotros. Jesús, quien es el Cristo y tanto el Hijo como el Padre, es la vida divina y eterna para nosotros como nuestra porción.
Según el versículo 24, si tomamos al Hijo como el camino que llega al Padre, eventualmente llegaremos al Hijo y al Padre. En este versículo, Juan se refiere a permanecer tanto en el Hijo como en el Padre. Puede parecer lógico afirmar que Cristo como Hijo es el único camino por el cual nosotros podemos llegar al Padre como destino final. Por tanto, si no tomamos el camino, no llegaremos al destino; y si tomamos el camino, llegaremos al destino final. Pero el versículo 24 sugiere que si tomamos el camino, no solamente alcanzaremos el destino, sino que también tendremos el camino. Aquí Juan indica que permaneceremos no solamente en el destino final, sino también en el camino, esto es, tanto en el Hijo como en el Padre. Esto demuestra que tanto el Hijo como el Padre son el destino final. No solamente es el Padre el lugar donde podemos permanecer, sino también el Hijo es tal lugar. Esto significa que el Hijo es tanto el camino como el destino final, tanto el camino para entrar en el lugar donde moramos como la morada misma.
El versículo 25 dice: “Ésta es la promesa que Él mismo nos hizo, la vida eterna”. En el Evangelio de Juan la vida eterna es prometida en versículos tales como 3:15; 4:14 y 10:10. En Tito 1:2 Pablo habla de “la esperanza de la vida eterna, la cual Dios, que no miente, prometió desde antes de los tiempos de los siglos”. Esta promesa de vida eterna tiene que ser la promesa hecha por el Padre al Hijo en la eternidad. Tiene que haber sido que en la eternidad pasada el Padre prometió al Hijo que Él habría de dar Su vida eterna a Sus creyentes.
Según el contexto de 1 Juan 2:22-25, la vida eterna en el versículo 25 es Jesús, Cristo, el Hijo y el Padre; todos ellos componen la vida eterna. Por tanto, la vida eterna también es un elemento del Espíritu compuesto y todo-inclusivo que mora en nosotros y que actúa en nosotros.
La vida eterna en el versículo 25 es la Palabra de vida, y la Palabra de vida es Jesús, Cristo, el Padre y el Hijo. Aquí tenemos seis asuntos: Jesús, Cristo, el Padre, el Hijo, la Palabra de vida y la vida eterna. Por lo que dice la Biblia, especialmente en 1 Juan, sabemos que Jesús es el Cristo, que Cristo equivale al Padre y al Hijo, y que esta Persona es también la Palabra de vida y la vida eterna.
Jesús, Cristo, el Padre, el Hijo, la Palabra de vida y la vida eterna constituyen, conjuntamente, un compuesto divino. Todos estos seis son elementos que han sido compuestos para formar un solo ungüento. En Jesús tenemos humanidad, con el Padre tenemos divinidad y con Cristo tenemos al Ungido. Con Jesús tenemos la encarnación y la crucifixión, con Cristo tenemos la resurrección y con el Hijo tenemos la vida. Por tanto, con estos elementos tenemos todos los ingredientes del ungüento compuesto: la divinidad, la humanidad, la encarnación, la crucifixión, la resurrección y la vida.
En 1 Juan 2:27 se nos dice: “En cuanto a vosotros, la unción que vosotros recibisteis de Él permanece en vosotros, y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe; pero como Su unción os enseña todas las cosas, y es verdadera, y no es mentira, así como ella os ha enseñado, permaneced en Él”. La unción es el mover y el obrar del Espíritu compuesto que mora en nosotros, el cual es plenamente tipificado por el aceite de la unción, el ungüento compuesto mencionado en Éxodo 30:23-25. El Espíritu vivificante y todo-inclusivo que proviene de Aquel que es el Santo, entró en nosotros cuando fuimos regenerados, y permanece en nosotros para siempre (1 Jn. 2:27); por Él los niños conocen al Padre (v. 13) y conocen la verdad (v. 21). Al permanecer en Cristo, disfrutamos la unción divina, la cual es una persona maravillosa: el Espíritu, quien se mueve y opera en nosotros. Al permanecer esta unción en nosotros y enseñarnos, nosotros permanecemos en Él.
La unción es el mover y el obrar del Espíritu compuesto que mora en nosotros a fin de que todos los ingredientes del Dios Triuno procesado y Sus actividades sean aplicados a nuestro ser interior, de modo que podamos mezclarnos plenamente con Él para Su expresión corporativa (vs. 20, 27; cfr. Ef. 4:4-6). Además, la unción, la cual es el mover y el obrar del Espíritu compuesto en nuestro interior, nos unge internamente con Dios mismo a fin de que seamos saturados con Dios, poseamos a Dios y entendamos la mente de Dios.
La palabra griega para “Cristo” es Cristós, la cual significa “el Ungido”, y la palabra griega para “unción” es crísma. Ambas palabras se derivan de la misma raíz. Ahora debemos proceder a ver que Cristo, el Ungido, llega a ser la unción. Debido a que Él es el Ungido, Él posee abundante unción con la cual ungirnos. Finalmente, el Ungido llega a ser Aquel que unge; de hecho, Él incluso llega a ser la unción.
En 2 Corintios 1:21 Pablo dice: “El que nos adhiere firmemente con vosotros a Cristo, y el que nos ungió, es Dios”. Puesto que Dios nos ha unido a Cristo, el Ungido, espontáneamente, somos ungidos por Dios juntamente con Él. Cristo ha sido ungido con el ungüento divino, y el ungüento que está sobre Él ahora fluye hasta nosotros. Esto se halla retratado en el salmo 133, el cual nos dice que el aceite de la unción desciende, o fluye, desde la cabeza de Aarón hasta su barba e, incluso, hasta el borde de sus vestiduras sacerdotales. Esto indica que Cristo tiene abundante aceite de la unción. Dios ha derramado el ungüento sobre Él. Por medio de tal unción, Cristo ha recibido el ungüento, y a la postre Él, el Ungido, ha llegado a ser Aquel que unge. Cuando Él entró en nosotros como Ungido, Él llegó a ser, en nosotros, Aquel que unge. En realidad, la unción que mora en nosotros es el Ungido, quien llega a ser Aquel que unge y también llega a ser la unción.
La intención de Dios es forjarse en nosotros como nuestra vida y nuestro todo a fin de hacer de nosotros Su complemento para la expresión de Sí mismo. A fin de lograr esto, era necesario que Dios en Cristo pasara por el proceso de la encarnación, el vivir humano, la crucifixión y la resurrección. Cuando Él entró en resurrección, llegó a ser el Espíritu compuesto, todo-inclusivo y vivificante. Este Espíritu en realidad es Cristós, el Ungido, que llega a ser Aquel que da vida. Cuando creímos en el Señor Jesús, le recibimos en nuestro ser. Aquel que recibimos es el Ungido, quien —al pasar por la muerte y la resurrección— llegó a ser Aquel que unge. Además, Aquel que unge es el Espíritu todo-inclusivo que mora en nosotros. En cuanto creímos en Él, Él —como Espíritu— entró en nuestro espíritu. Ahora Él está dentro de nuestro espíritu para ungirnos con el elemento del Dios Triuno. Cuanto más somos ungidos con el Dios Triuno, más el elemento del Dios Triuno es transfundido a nuestro ser. Por medio de tal unción somos saturados, en las fibras mismas de nuestro ser, con todo lo que es el Dios Triuno procesado. Ésta es la unción, la cual es la realidad de todo el Nuevo Testamento.
Con respecto al hecho de que la Trinidad Divina mora en nosotros (Jn. 14:17, 23), no necesitamos que nadie nos enseñe; por la unción del Espíritu compuesto y todo-inclusivo, quien está compuesto de la Trinidad Divina, nosotros conocemos y disfrutamos al Padre, al Hijo y al Espíritu como nuestra vida y suministro de vida.
La enseñanza de la unción no se trata de una enseñanza externa dada por medio de palabras, sino de una enseñanza interna dada por medio de la unción, a través de estar interna y espiritualmente conscientes. Esta enseñanza por medio de la unción agrega a nuestro ser interior los elementos divinos de la Trinidad, los cuales son los elementos del Espíritu compuesto que unge. Es semejante a pintar un artículo varias veces: la pintura no solamente da el color, sino que también al agregar capa tras capa, los elementos de la pintura son agregados al artículo que se esté pintando. En esta forma el Dios Triuno es impartido, infundido y agregado a todas las partes internas de nuestro ser a fin de que nuestro hombre interior crezca en la vida divina con los elementos divinos.
Esta unción está constantemente moviéndose y operando dentro de nosotros. El propósito de este mover es añadir el elemento de Dios a nuestro ser. Entendemos la voluntad de Dios y Su dirección no por las palabras explícitas que están impresas, sino mediante la unción interna. Hoy en día el mover y ungir interno del Espíritu Santo hace que tengamos más del elemento de Dios. Cuando el elemento de Dios aumenta, entendemos más lo que Dios desea y tenemos mayor claridad con respecto a la dirección de Dios.
Conforme al contexto, la frase todas las cosas en 1 Juan 2:27 se refiere a todo lo que tiene que ver con la persona de Cristo, lo cual está relacionado con la Trinidad Divina. La enseñanza que la unción nos da con respecto a estas cosas nos guarda para que permanezcamos en Él (la Trinidad Divina), es decir, en el Hijo y en el Padre (v. 24).
Juan concluye el versículo 27 con una exhortación a que permanezcamos en el Dios Triuno. La palabra griega traducida “permanecer” es méno, una palabra que significa “quedarse (en un determinado lugar, estado, relación o expectativa); por tanto, significa permanecer y morar”. Permanecer en Él es permanecer en el Hijo y en el Padre. Esto equivale a permanecer y morar en el Señor (Jn. 15:4-5). También es permanecer en la comunión de la vida divina y andar en la luz divina (1 Jn. 1:2-3, 6-7), es decir, permanecer en la luz divina (2:10). Debemos practicar esto conforme a la enseñanza de la unción todo-inclusiva a fin de mantener nuestra comunión con Dios (1:3, 6).
La comunión de la vida divina depende de la unción. Esto significa que mantener la comunión de la vida divina depende de permanecer en el Señor y en la luz. Permanecer en el Señor y en la luz equivale a permanecer en el Dios Triuno.
La unción tiene mucho que ver con nuestro permanecer en el Señor. Disfrutamos la comunión de la vida divina a fin de poder permanecer en el Señor. Permanecer en Él está relacionado íntegramente con el hecho de que el Señor, como Espíritu, mora en nuestro espíritu. Sin la unción, no podríamos permanecer en el Señor. Si no permanecemos en el Señor, tampoco podemos mantener la comunión. Además, si no mantenemos la comunión, no podemos disfrutar las riquezas de la vida divina. También podríamos afirmar que para disfrutar las riquezas de la vida divina, debemos mantener la comunión; para mantener la comunión, debemos permanecer en el Señor; y a fin de permanecer en el Señor, debemos atender a la unción interna, la cual es el mover en nuestro espíritu del Espíritu que mora en nosotros.
Este permanecer es la comunión; permanecer en el Señor es tener comunión con el Señor. Somos guardados en esta comunión, este permanecer, por medio de la unción, la cual es el mover del Espíritu Santo como unción dentro de nosotros. Esta clase de unción nos lleva a la vida. Cuanto más unción tengamos, más vida tendremos; cuanto más vida tengamos, más fuerte será la comunión en la que estemos; cuanto más fuerte sea la comunión en la que estemos, más luz tendremos; y cuanto más luz tengamos, necesitaremos de un mayor lavamiento efectuado por la sangre. Entonces, el mayor lavamiento de la sangre nos introducirá en una mayor unción, y cuanto mayor sea la unción de la cual disfrutemos, más vida tendremos. Éste es un ciclo. Cuando tenemos vida, estamos en comunión; en la comunión, estamos en la luz; al estar en la luz, podemos percibir la necesidad de ser lavados; al experimentar el lavamiento, disfrutamos la unción; y la unción nos trae más vida.
Si apagamos el Espíritu y no prestamos atención a las palabras del Señor, saldremos del Señor. Pero si no apagamos el Espíritu ni dejamos de prestar atención a las palabras dadas en el momento por el Señor, entonces permaneceremos en el Señor. Cuando permanecemos en el Señor, espontáneamente podemos ejercitar nuestro espíritu, orar y dar gracias en todo. Ésta es la manera práctica mediante la cual permanecemos en el Señor.
Permanecer en Cristo es morar en Él, permanecer en comunión con Él, a fin de que experimentemos y disfrutemos que Él permanezca en nosotros (Jn. 15:4-5; 1 Jn. 2:27). Permanecer en Cristo es vivir en la Trinidad Divina, esto es: tomar a Cristo como nuestra morada (vs. 6, 24, 27-28; 3:6, 24; 4:13). Que Cristo permanezca en nosotros equivale a que el Espíritu de realidad como presencia del Dios Triuno permanezca en nosotros (Jn. 14:17). Permanecemos en Cristo para que Él permanezca en nosotros al atender a la enseñanza interna de la unción todo-inclusiva (1 Jn. 2:27). Permanecemos en la comunión divina con Cristo al experimentar el lavamiento efectuado por la sangre del Señor y al aplicar a nuestro ser interior el Espíritu que unge (Jn. 15:4-5; 1 Jn. 1:5, 7; 2:20, 27).
Que el Señor permanezca en nosotros y que nosotros permanezcamos en Él son asuntos íntegramente relacionados con el hecho de que Él sea el Espíritu vivificante en nuestro espíritu; es por el Espíritu inmensurable y abundante en nuestro espíritu que sabemos con certeza que nosotros y Dios somos uno y que permanecemos el uno en el otro (1 Co. 15:45; Ro. 8:16; 1 Co. 6:17; Fil. 1:19; Jn. 3:34; 1 Jn. 3:24; 4:13). La manera en que permanecemos en Cristo, Aquel que nos reviste de poder, de modo que Él sea activado en nuestro interior como Dios que opera internamente, esto es, la ley del Espíritu de vida, consiste en regocijarnos siempre, orar sin cesar y dar gracias en todo (Fil. 4:13; 2:13; 1 Ts. 5:16-18; Col. 3:17). Permanecemos en Cristo a fin de que Él permanezca en nosotros al interactuar con la palabra constante en las Escrituras, la cual está fuera de nosotros, y con la palabra para el momento que es Espíritu, la cual está dentro de nosotros (Jn. 5:39-40; 6:63; 2 Co. 3:6; Ap. 2:7). Por la palabra escrita y externa tenemos la explicación, la definición y la expresión del Señor misterioso; y por la palabra interna y viviente experimentamos al Cristo que permanece en nosotros y tenemos la presencia concreta del Señor (Ef. 5:26; 6:17-18). Si permanecemos en la palabra escrita y constante del Señor, Sus palabras vivientes y para el momento habrán de permanecer en nosotros (Jn. 8:31; 15:7; 1 Jn. 2:14). Permanecemos en Él y Sus palabras permanecen en nosotros a fin de que podamos hablar en Él y Él pueda hablar en nosotros para la edificación de Dios en el hombre y del hombre en Dios (Jn. 15:7; 2 Co. 2:17; 13:3; 1 Co. 14:4b).