
Aarón era el hermano de Moisés (Ex. 4:14); él era el representante de Moisés, su portavoz a Faraón y al pueblo (Ex. 4:16). Mientras Moisés se quedó en el Monte Sinaí por cuarenta días, Aarón hizo un becerro de oro para el pueblo y así trajo sobre ellos un gran pecado (Ex. 32:1-6, 21). Pero por causa de la petición de Moisés, ellos pudieron escapar la destrucción de Dios. Luego, después de su éxodo de Egipto, cuando el tabernáculo fue levantado, en el primer día del primer mes del segundo año, Aarón y sus hijos fueron ungidos y santificados para servir como sacerdotes. El período de consagración fue de siete días (Lv. 8:33). En el día octavo empezaron a ofrecer los sacrificios (Lv. 9:1-22); así ministrando ante Dios en su oficio sacerdotal y manteniendo el testimonio de Dios.
Aarón tipifica a Cristo como el Sumo Sacerdote. Cristo no se glorificó a Sí mismo haciéndose Sumo Sacerdote, sino el que le dijo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy (He. 5:5). El es Aquel que es capaz de compadecerse de nuestras debilidades, porque El ha sido tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado (He. 4:15). El, por medio de Su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención (He. 9:12b).
En su servicio sacerdotal, Aarón y sus hijos primero se encargaban de todas las ofrendas (Lv. 6:8—7:34). Las ofrendas tipifican los diversos aspectos de Cristo como el suministro para el hombre. Del punto de vista de la experiencia, la ofrenda de expiación es la primera, la ofrenda por el pecado la segunda, la ofrenda de paz la tercera, la ofrenda de harina la cuarta, y el holocausto la quinta. Algunas partes de estas ofrendas son las ofrendas mecidas y otras partes son las ofrendas elevadas (Lv. 7:29-34). Los sacerdotes tenían que atender a todas estas ofrendas. Aarón ofreció los sacrificios de la ofrenda por el pecado, el holocausto, la ofrenda de harina y la ofrenda de paz, por el pueblo y así tipificaba a Cristo en un aspecto como la ofrenda por el pecado para el pueblo de Dios, y en otro aspecto como Aquel que se ofreció a Sí mismo a Dios juntamente con todo el pueblo de Dios para vivir una vida para Dios, y que ahora los guía a vivir en El para el disfrute mutuo de Dios y del hombre en paz, y para el mantenimiento del testimonio de Dios.
Como pecadores caídos estamos bajo cinco condiciones. No vivimos para Dios, no tenemos un vivir y conducta apropiada y balanceada, tenemos problemas con Dios y no somos capaces de mantener la paz con Dios, tenemos la naturaleza pecaminosa, y cometemos hechos pecaminosos. Debido a nuestra situación de cinco aspectos, Cristo se hizo las ofrendas para resolver y satisfacer estas cinco necesidades.
El holocausto significa que el vivir de Cristo en la tierra fue absolutamente para Dios. Se ofreció a Sí mismo a Dios sin defecto ni mancha para hacer la voluntad de Dios, y llegó a ser un sabor agradable para satisfacer el deseo de Dios. Como resultado, somos también aceptados por Dios por medio de nuestra unión con El (Lv. 1:1-17; He. 10:5-7; Fil. 2:5-8).
La ofrenda de harina significa que el vivir humano de Cristo era tan correcto, ecuánime, tierno, fino, balanceado, puro y sin pecado. El llegó a ser un sabor agradable para el disfrute de Dios y también la comida para nuestra satisfacción (Lv. 2:1-16; Mt. 11:29; 12:19-20; He. 4:15).
La ofrenda de paz significa que Cristo llegó a ser la paz y la comunión entre Dios y nosotros al derramar Su sangre y morir por nosotros. Por un lado, El es un sabor agradable como la comida para Dios; por otro, El es nuestro nutrimiento, capacitándonos a disfrutar a Cristo con Dios y a tener paz y comunión con Dios en Cristo. De esta manera tanto Dios como el hombre son satisfechos (Col. 1:20-22; Ro. 5:1; 2 Co. 5:18-20).
La ofrenda por el pecado significa que Cristo fue hecho pecado por nosotros para que a través de Su muerte en la cruz el pecado pudiera ser condenado. De esta manera El trató con el pecado en nuestra naturaleza para que nosotros fuésemos perdonados por Dios en nuestra naturaleza (Lv. 4:1-23; 2 Co. 5:21; Ro. 8:3).
La ofrenda de expiación significa que Cristo llevó nuestros pecados en Su propio cuerpo y fue juzgado por Dios en la cruz para tratar con nuestros hechos pecaminosos para que nos pudiera ser perdonada nuestra conducta pecaminosa (Lv. 5:1-19; 1 P. 2:24; 3:18; Is. 53:5-6, 10-11).
Además de las cinco ofrendas básicas hay tres ofrendas más.
El pecho del sacrificio era ofrecido como la ofrenda mecida (Lv. 10:15). El pecho denota el amor de Dios. El mecer implica resurrección. La ofrenda mecida significa el Cristo resucitado en amor.
La espaldilla del sacrificio era ofrecida como la ofrenda elevada (Ex. 29:27). La espaldilla es la fuerza para mover; por esto, la ofrenda elevada significa al Cristo poderoso en ascensión.
Esta es suplementaria a las cinco ofrendas básicas (Nm. 15:1-10; 28:7-10). En la libación, se ofrecía vino. La libación significa a Cristo como el disfrute del oferente; esta clase de ofrenda capacita al oferente para que sea llenado con de Cristo como el vino celestial, y aun para que llegue a ser el vino para ser ofrecido a Dios (Fil. 2:17; 2 Ti. 4:6).
El propósito del llamamiento de Dios no era solamente el de sacar los hijos de Israel de Egipto, la tierra de esclavitud, sino también de llevarlos a Canaán, la tierra que fluía con leche y miel (Ex. 3:8, 10, 17). En tipología, el llevar a los hijos de Israel a la buena tierra significa el llevar al hombre dentro de Cristo, el Todo-inclusivo tipificado por la buena tierra. Hoy día Cristo es la buena tierra que fluye con leche y miel.
Los hijos de Israel fueron redimidos a través de la Pascua, librados de la tiranía de Egipto y llevados al monte de Dios para que recibieran la revelación concerniente al tabernáculo, la habitación de Dios. Debido a su incredulidad, sin embargo, la mayor parte de ellos cayeron en el desierto y no pudieron alcanzar la meta (He. 3:8, 10, 17). Aun a Moisés, debido a que golpeó la peña dos veces en Cades (Nm. 20:11) y así desobedeció la economía de Dios, no se le permitió llevar a los hijos de Israel a la buena tierra (Nm. 20:12). Finalmente él murió en el desierto (Dt. 34:5).
Dios le dijo a Josué, el hijo de Nun, el ministro de Moisés, que se levantara y cruzara el Jordán con todo el pueblo a la tierra que El iba a darles como su herencia (Jos. 1:2, 6). Josué 11:23 dice: “Tomó, pues, Josué toda la tierra, conforme a todo lo que Jehová había dicho a Moisés; y la entregó Josué a los israelitas por herencia conforme a su distribución según sus tribus; y la tierra descansó de la guerra”.
Había siete tribus en la tierra de Canaán, los heteos, los gergeseos, los amorreos, los cananeos, los ferezeos, los heveos y los jebuseos (Dt. 7:1). Después de que los hijos de Israel entraron a la buena tierra bajo el liderato de Josué, derrotaron a las siete tribus que eran los enemigos que ocupaban la tierra. Estos enemigos tipifican los principados y las potestades en el aire (Ef. 6:12), quienes tratan de frustrarnos del disfrute del Cristo todo-inclusivo. Los egipcios fueron tratados cuando los hijos de Israel comieron el cordero de la Pascua. Pero después de que entraron a la buena tierra, no peleaban con los egipcios sino con las diversas naciones de la tierra. En tipo, estas naciones se refieren a las fuerzas malignas de las tinieblas, las autoridades malignas, los principados y las potestades del aire. Estas fuerzas usurpadoras en los lugares celestiales siempre tratan de impedirnos disfrutar de las riquezas del Cristo todo-inclusivo. Por tanto, a fin de disfrutar de las riquezas todo-inclusivas de Cristo, tenemos que derrotar a los gobernantes, a los principados, a los poderes, y a las potestades en los lugares celestiales.
Conforme a la Biblia, el reposo verdadero resulta cuando el hombre expresa a Dios y representa a Dios para la satisfacción de Dios. Cuando los hijos de Israel entraron a la buena tierra bajo el liderato de Josué, derrotaron al enemigo y se establecieron a vivir allí. Luego edificaron el templo y así pudieron expresar y representar a Dios. Cuando Dios es expresado y representado, tanto Dios como el hombre son satisfechos. Este es el verdadero reposo.
El período desde la muerte de Josué hasta el reinado de Saúl es llamado la era de los jueces. Toda la era de los jueces duró como 450 años (Hch. 13:19, 20). Durante este período, los hijos de Israel no pudieron echar fuera y destruir completamente las siete tribus de Canaán. En consecuencia, abandonaban gradualmente a Dios, seguían las costumbres de las naciones, entraban en matrimonios mixtos con las naciones y adoraban otros dioses. Por lo tanto, Dios los entregaba en las manos de las naciones conforme a Sus advertencias. Pero cada vez que se arrepentían, Dios escuchaba sus oraciones y los libraba mediante la mano de un juez. Los hijos de Israel abandonaban a Dios, pero entonces se arrepentían y Dios los libraba. Pero al fin y al cabo abandonaban a Dios otra vez. Este ciclo se repetía, hasta siete veces.
Trece jueces se mencionan en el libro de los Jueces: Otoniel (3:9), Aod (3:15), Samgar (3:31), Débora (4:4), Barac (4:6), Gedeón (6:11), Tola (10:1), Jair (10:3), Jefté (12:7), Ibzán (12:8), Elón (12:11), Abdón (12:13) y Sansón (15:20). Aparte de estos, en el libro de los Jueces había otros jueces cuyos nombres no se mencionan, tales como Elí (1 S. 4:18), Samuel (1 S. 7:13), Joel y Abías (1 S. 8:2).
Después de que los hijos de Israel poseyeron la tierra como su herencia, no obedecieron la palabra de Dios de echar fuera y destruir completamente todas las siete tribus que habitaban en Canaán (Jue. 1:27-36). Como resultado, los hijos de Israel moraron entre ellos, tomaron sus hijas como sus mujeres, les dieron sus hijas a sus hijos y sirvieron a sus dioses, así haciendo el mal ante los ojos del Señor. Los hijos de Israel abandonaron a Jehová el Dios de sus padres quien los sacó de la tierra de Egipto, y ellos siguieron los dioses del pueblo que estaban alrededor de ellos. Se inclinaron a ellos y provocaron a ira a Jehová. Así que Dios los entregó en manos de los expoliadores y El los vendió en mano de sus enemigos hasta que ya no pudieron resistir. Por dondequiera que salían, la mano del Señor estaba en contra de ellos para mal (2:11-15).
Aunque Dios levantó jueces para que los librasen de mano de los que les estropeaban, ellos no querían escuchar sino que se contaminaron a sí mismos con otros dioses, y se inclinaron a ellos; se apartaron pronto del camino en que sus padres anduvieron. Se corrompieron a sí mismos más que sus padres y no cesaron de sus propias obras ni de su camino obstinado (2:16-19).
La era de los jueces puede considerarse el período más oscuro en la historia de Israel. En aquel entonces, entre los hijos de Israel había rebeliones contra Dios, idolatría (Jue. 17—18), lucha (Jue. 9), hostilidad y controversia entre las tribus (Jue. 20—21), fornicación (Jue. 19), suciedad, matanzas brutales y toda forma de hechura maligna. Cada hombre hacía lo que bien le parecía (Jue. 17:6; 21:25). También fue un período de tragedia. La incredulidad de los hijos de Israel les hizo vagar por cuarenta años hasta que sus esqueletos cayeron en el desierto (He. 3:7, 19). Pero su abandono de Dios y su idolatría después de entrar en la tierra resultó en una situación de derrota y tragedia que duró no sólo cuarenta años, sino diez veces cuarenta años.
Los hijos de Israel abandonaban a Dios repetidamente, seguían las costumbres de las naciones y se inclinaban a otros dioses, pero tan pronto que se arrepentían, Dios escuchaba su llanto y los libraba de mano de sus enemigos mediante los jueces. En la gracia y fidelidad de Dios los hijos de Israel necesitaban sólo arrepentirse de corazón y clamar a Dios; entonces Dios escuchaba sus oraciones y los libraba. Hasta siete veces, se rebelaron, fueron esclavizados, ellos se arrepintieron y fueron librados.
Algunos de los jueces levantados por Dios nacieron de familias pobres y humildes, tal como Gedeón, que era pobre en Manasés y el menor en la casa de su padre (Jue. 6:15). Algunas eran mujeres, tal como Débora (Jue. 4:4). Algunos eran como Jefté, el hijo de una ramera (Jue. 11:1). Algunos eran como Sansón, quien era un nazareo que se consagró voluntariamente (Jue. 13:3-5). Sin embargo, debido a que el Espíritu de Jehová había venido sobre ellos (Jue. 3:10; 6:34; 11:29; 13:25; 14:6, 19; 15:14), podían prevalecer contra sus enemigos fuertes y podían ser libradores para los hijos de Israel. Como se dice: “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Zac. 4:6).
Dios levantó jueces por el bien de los hijos de Israel, y Dios estaba con los jueces. Dios los libró de las manos de sus enemigos mientras estuvieran presente los jueces. Esto continuó hasta que Samuel fue levantado por Dios. Entonces la era de los jueces fue terminada.
Elí era tanto un sacerdote como un juez (1 S. 4:18; 1:9). Cuando el arca de Dios estaba en Silo, él ministraba a Dios en el oficio sacerdotal. El bendijo a Ana, la madre de Samuel, para que ella pudiera tener un hijo (1 S. 1:17). El también enseñó al niño Samuel cómo ministrar al Señor (1 S. 2:11).
Elí tenía dos hijos, Ofni y Finees y ambos eran impíos. Los dos eran sacerdotes pero no conocían al Señor. Su costumbre con el pueblo era que cuando alguno ofrecía sacrificio, venía el criado del sacerdote mientras se cocía la carne, trayendo en su mano un garfio de tres dientes, y lo metía en el perol, en la olla, en el caldero o en la marmita; y todo lo que sacaba el garfio, el sacerdote lo tomaba para sí. Debido a que menospreciaban las ofrendas del Señor, su pecado era muy grande delante de El (1 S. 2:12-17), hasta tal punto que El los mataba (1 S. 2:25).
Pero Elí permitía que sus dos hijos engordaran con lo mejor de todas las ofrendas del pueblo de Dios, porque él honraba más a sus hijos que a Dios (1 S. 2:29). El sabía que sus hijos se habían contaminado, pero no se los impidió (1 S. 3:13). Por eso es que Dios juró a la casa de Elí que la iniquidad de la casa de Elí no sería expiada ni con sacrificios ni con ofrendas (1 S. 3:14).
Cuando los hijos de Israel salieron a pelear contra los filisteos, Dios permitió que Su arca fuera tomada, y que los dos hijos de Elí fueran muertos (1 S. 4:11). Cuando Elí oyó que el arca del Señor fue tomada, cayó hacia atrás de la silla al lado de la puerta y se desnucó y murió (1 S. 4:18). Desde el tiempo cuando Dios estableció a Samuel como profeta (1 S. 3:20) hasta la muerte de Elí, los sacerdotes ya no ocupaban la posición importante, sino que fueron reemplazados por los profetas.
El Señor había dado a Moisés un suplemento en el capítulo seis de Números. Este suplemento era Su provisión especial contra la degradación del sacerdocio. El Señor había nombrado y ordenado solamente la casa de Aarón, de la tribu de Leví, para que fueran sacerdotes. El resto de los levitas que servían en el tabernáculo no eran sacerdotes.
La intención de Dios había sido hacer de toda la nación de Israel un reinado de sacerdotes; sin embargo, a través del fracaso de Israel, el Señor escogió a los levitas como una tribu de sacerdotes para que reemplazaran una nación de sacerdotes en Israel. Sin embargo, no todos de la tribu de Leví fueron escogidos por el Señor. Sólo aquéllos de la casa de Aarón habían de ser sacerdotes. Pero la casa de Aarón finalmente llegó al punto de estar completa y totalmente caída en el tiempo de los hijos de Elí (1 S. 2:12-17). Sin embargo, el Señor previo la situación. Además de Su ordenación de la casa de Aarón como sacerdotes, El había hecho un suplemento en el sexto capítulo de Números. Este suplemento fue dado en caso de que hubiera falta en los sacerdotes ordenados. Cuando la casa de Aarón cayó, este suplemento fue puesto en servicio práctico.
El principio del nazareo es una consagración voluntaria. No es por ser nombrado, ordenado, ni escogido por el Señor, sino por medio de consagrarse voluntariamente a El. En el tiempo de Elí, el Señor era verdaderamente pobre en lo que al sacerdocio se refería; entonces Ana prestó a Samuel al Señor. Ella dijo al Señor que si El le diera un hijo, entonces ella se lo prestaría al Señor (1 S. 1:11, “dedicaré...a” en el original tiene el significado de prestar). Cuando la situación es anormal, el Señor resulta ser pobre con respecto a Su administración, y es necesario que alguien se presente voluntariamente a sí mismo al Señor.
Samuel era de la tribu de Leví (1 Cr. 6:33-38), del monte de Efraín (1 S. 1:1-2). El no era de la casa de Aarón. Pero él llegó a ser sacerdote con ser consagrado, separado y prestado a Dios. Samuel llegó a ser sacerdote entrando por la puerta del lado, no entrando por la puerta principal. El llegó a ser sacerdote conforme al suplemento provisto en Números 6, no según un nombramiento u ordenación. Por el principio del nazareo él llegó a ser una persona que se consagró voluntariamente para reemplazar al sacerdote ordenado.
Samuel no era solamente sacerdote, sino también juez. Los jueces estaban en la línea de autoridad. El era una persona tanto en el sacerdocio como en el reinado. En tal posición él terminó la era de los jueces y cambió la era en la era del reino.
Samuel también era profeta, uno que habló por Dios. Primera de Samuel 3:19-21 dice: “Y Samuel creció, y Jehová estaba con él, y no dejó caer a tierra ninguna de sus palabras. Y todo Israel, desde Dan hasta Beerseba, conoció que Samuel era fiel profeta de Jehová...porque Jehová se manifestó a Samuel en Silo por la palabra de Jehová”.
Con Samuel se hallaba el sacerdocio, el reinado y el oficio de profeta. A través de él la era de degradación fue cambiada en la edad del reino. Samuel pudo ser usado tanto por Dios simplemente porque entró en la administración de Dios por medio del principio del nazareo y llegó a ser una persona que se consagró voluntariamente.
En la sección desde Moisés hasta Samuel, Aarón es la segunda figura importante. En él vemos el sacerdocio y todas las ofrendas. Después, en Josué vemos el poder de Dios destruyendo a los enemigos en la tierra de Canaán y llevando a Su pueblo escogido al reposo de la buena tierra. Después de esto está la era de los jueces donde vemos la confusión causada cuando el pueblo escogido de Dios abandonó a Dios y el avivamiento logrado por su regreso a El. Luego vemos la caída del sacerdocio en Elí. Al fin, en Samuel vemos a una persona que se consagró voluntariamente como nazareo, reemplazando a los sacerdotes ordenados, terminando la era de los jueces, hablando por Dios como profeta (profetizando por Dios), e introduciendo la edad de los reyes.