
Lectura bíblica: Jn. 3:6; Mt. 28:19; Gá. 3:27; Ro. 6:3; 1 Co. 12:13; 4, Ro. 8:9, 11: 15, Gá. 5:16; 1 Co. 3:6-7; Ef. 4:16; 2:21-22; 1 P. 2:5; 2 Co. 3:18; 1, Ro. 12:2 T. 5:23; Fil. 3:21; Ro. 8:29-30; 10:8, 9, 12
El tema de este capítulo, los creyentes, parece sencillo, pero en realidad es misterioso. Un estudiante de medicina muy pronto aprende que el cuerpo físico no es sencillo. El ser psicológico de una persona es aún más misterioso. Como seres vivientes, nosotros tenemos dos corazones, uno es físico y el otro psicológico. Podemos ubicar nuestro corazón físico pero, ¿dónde está nuestro corazón psicológico? ¿Dónde están nuestra mente, nuestras emociones, nuestra voluntad y nuestra conciencia? ¿Dónde está nuestro espíritu? ¿Dónde está nuestra alma? Nosotros los que creemos en Cristo somos seres espirituales, y como tales somos un misterio.
Nosotros los creyentes somos descendientes del Adán caído. Todos somos caídos. Estábamos muertos en el pecado bajo la condenación de Dios (Ef. 2:1, 5; Ro. 3:19; 5:12; Jn. 3:18). Mientras estábamos muertos en el pecado, Dios nos proporcionó un cambio. Oímos el evangelio y creímos en el Señor Jesucristo y así recibimos la vida eterna (Jn. 3:16).
Hechos 16:31 dice que cuando nosotros creímos en el Señor Jesucristo, fuimos salvos. La salvación inicial y completa tiene seis aspectos: el perdón de pecados, el lavamiento de nuestra mancha, el apartamiento para Dios posicionalmente, la justificación, la reconciliación y la regeneración.
Después de creer, lo primero que recibimos, el primer legado conforme al testamento divino, es el perdón de nuestros pecados (Hch. 10:43).
No fuimos solamente perdonados, sino también lavados. El hecho de que seamos perdonados arregla nuestro caso ante Dios. Ser lavados quita la mancha, la contaminación, de nuestros pecados. Por ejemplo, si un niño ensuciara su camisa y luego se arrepintiera, su madre lo perdonaría; pero todavía sería necesario lavar la camisa. Perdonar al niño de sus malas acciones es una cosa. Quitar las manchas de la camisa al lavarla es otra. Cuando nosotros creímos en el Señor Jesús, Dios no sólo nos perdonó, sino que también nos lavó. ¡Aleluya! Fuimos perdonados y lavados por la sangre de Cristo.
Como parte de nuestra salvación inicial, hemos sido santificados posicionalmente, es decir, Dios nos separó del mundo y nos apartó para Sí. En 1 Corintios 6:11 se indica que primero somos santificados y luego justificados. La santificación posicional precede la justificación; la santificación disposicional viene después de la justificación.
La muerte de Cristo satisfizo y cumplió por completo los justos requisitos de Dios, de modo que somos justificados por Dios mediante Su muerte (Ro. 3:24). Somos justificados “de todo aquello de que por la ley de Moisés no [pudimos] ser justificados” (Hch. 13:39).
Necesitábamos ser reconciliados con Dios porque cuando éramos pecadores, éramos los enemigos de Dios (Ro. 5:10). Fuimos reconciliados con Dios mediante la muerte de Su Hijo.
Cuando creímos en el Señor Jesús e invocamos Su nombre, fuimos regenerados; es decir, el mismo Espíritu de Cristo entró en nuestro espíritu y nos dio vida (Jn. 3:6; Ef. 2:5). La regeneración nos hizo hijos de Dios (Jn. 1:12-13; Ro. 8:16), miembros de la casa de Dios (Ef. 2:19). También nos hizo miembros de Cristo, miembros del Cuerpo de Cristo (Ef. 5:30; 1 Co. 12:27). Nosotros los regenerados somos miembros del Cuerpo de Cristo y también hijos de Dios.
La regeneración ocurrió en nuestro espíritu, y no en nuestro cuerpo físico ni en nuestra mente. Esto significa que el Dios Triuno ahora está en nuestro espíritu (Ef. 4:6; 2 Co. 13:5; Ro. 8:9). ¡Qué maravilloso es este tesoro que tenemos en nosotros! (2 Co. 4:7). El Dios Triuno entró en nuestro espíritu para quedarse allí (Jn. 4:24; 2 Ti. 4:22; Ro. 8:16). Aquí en nuestro espíritu se encuentran las inescrutables riquezas de Cristo.
Si queremos disfrutar estas riquezas tenemos que invocar el nombre del Señor Jesús (Ro. 10:12). Si queremos recibir la alimentación, podemos invocar: “¡Oh, Señor Jesús!”. Cuando estamos en la casa y también cuando estamos en el trabajo, podemos invocar el nombre del Señor. Cuando invocamos, tocamos al Espíritu (1 Co. 12:3). Muchos de nosotros oramos con frecuencia, pero no recibimos alimentación de nuestra oración. Este no debe ser el caso. No oramos ante un ídolo; oramos al Dios viviente. El es el propio Dios que está en nuestro espíritu. Cuando le hablamos, El contesta en nuestro espíritu. Cuando ejercitamos nuestro espíritu, El se hace real para nosotros en nuestro espíritu. Si meramente ejercitamos nuestra mente y oramos con la boca, el Dios Triuno dentro de nosotros no puede hacer nada. El no está en nuestra mente, sino en nuestro espíritu. Debemos ejercitar nuestro espíritu (1 Ti. 4:7). De esta manera podemos experimentar este Dios verdadero, real y viviente quien ahora está en nuestro espíritu. En nuestro espíritu regenerado mora el Dios Triuno como Espíritu vivificante.
El Señor Jesús, después de Su resurrección y antes de Su ascensión, mandó a Sus discípulos que fuesen a hacer discípulos a todas las naciones, “bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt. 28:19), es decir, debían bautizar a la gente en la mismísima Persona del Dios Triuno.
Sin embargo, en Hechos y en las epístolas no hay ningún versículo que indique que los apóstoles bautizaran en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu. Al contrario, los que se arrepentían y creían en el Señor eran bautizados en el nombre del Señor Jesús (Hch. 8:16; 19:5). Ser bautizado en el nombre del Señor Jesús equivale a ser bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu. Y ser bautizado en el nombre del Señor equivale a ser bautizado en Su persona, el propio Cristo (Gá. 3:27; Ro. 6:3). Ser bautizado en Cristo equivale a ser bautizado en el Dios Triuno porque el Cristo en quien fuimos bautizados es la corporificación del Dios Triuno. El Dios Triuno está corporificado en Cristo el Señor, el Hijo de Dios.
Además, cuando fuimos bautizados en El, fuimos bautizados en Su muerte (Ro. 6:3). El bautismo nos une a El en Su muerte y en Su resurrección. El bautismo por agua no debe ser la actuación de un rito. Debe significar que ponemos a los que bautizamos en el Dios Triuno, en Cristo y en Su muerte y resurrección.
También fuimos bautizados en el Cuerpo, la iglesia. “Porque en un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un solo cuerpo” (1 Co. 12:13).
Por consiguiente, fuimos bautizados en el Dios Triuno, en Cristo, en la muerte y resurrección de Cristo, y también en el Cuerpo, la iglesia. De hecho, fuimos bautizados en una sola entidad. Cuando fuimos bautizados en Cristo, fuimos bautizados en Su muerte y resurrección, y también fuimos bautizados en el Dios Triuno y en el Cuerpo de Cristo. Esto significa que ahora estamos en Cristo, en Su muerte y resurrección, en el Dios Triuno, y en el Cuerpo de Cristo. Cuando bautizamos a las personas, debemos hacerles saber que ya están en Cristo, en Su muerte y resurrección, en el Dios Triuno y en el Cuerpo.
Necesitamos la realidad de este hecho espiritual: cuando bautizamos a los hombres, los ponemos en Cristo. Podemos ponerlos en Cristo porque Cristo hoy en día es el Espíritu. Cuando bautizamos a los hombres, los ponemos en el Espíritu, quien es la realidad de Cristo. Esto es lo que debe ser el bautismo. El bautismo nos permite decir que estamos en Cristo, en Su muerte, en Su resurrección, en una unión orgánica con el Dios Triuno, y también en el Cuerpo viviente del Cristo vivo. Tener esta comprensión y realidad del bautismo tiene mucha importancia en nuestras vidas.
Después de creer y ser bautizados, el Espíritu viene a morar en nosotros (Ro. 8:9, 11; 1 Co. 6:19). Mientras El mora en nosotros, nosotros estamos bebiendo. La fuente está en nuestro espíritu mismo (Jn. 4:14, 24). Tenemos que volver a nuestro espíritu y beber invocando el nombre del Señor (1 Co. 12:3, 13b).
El Espíritu como conjunto del Dios Triuno mora en nosotros. En el año 1936 cuando vi que Dios vivía en mí, estaba fuera de mí. Quería salir afuera, subir al techo o correr por las calles, gritando: “¡No me toquen, Dios está en mí!”.
El Dios Triuno está en nosotros. El mora en nosotros, y nosotros estamos bebiendo de El. El es nuestra fuente; esta fuente no está en los cielos, sino en nuestro espíritu.
Ahora debemos vivir y andar en el espíritu mezclado. Romanos 8:4 y Gálatas 5:16 y 25 hacen referencia a este espíritu mezclado. J. N. Darby hace notar la dificultad que se encuentra en decidir poner una mayúscula o minúscula en la letra “e” de la palabra espíritu en Romanos 8. Aunque él no use la palabra “mezclar”, ciertamente da a entender que estos dos espíritus son considerados como uno solo.
En Gálatas 5:16, la palabra griega traducida “andar” significa “actuar y conducirse”. Aquí tenemos el máximo mandato del Nuevo Testamento: vivir, conducirnos, andar, actuar conforme al espíritu mezclado. Todo lo que hacemos debe llevarse a cabo conforme a nuestro espíritu, el cual está mezclado con el Espíritu compuesto y en el cual mora este Espíritu, y no conforme a enseñanzas éticas ni regulaciones morales. Andar conforme al Espíritu es mucho más alto que andar conforme a las enseñanzas éticas o las regulaciones morales.
El mover del Espíritu se llama la unción. En 1 Juan 2:20 y 27 vemos que todos recibimos una unción del Santo. Esta unción, que está en nosotros, es verdadera; nos enseña a permanecer en el Señor. La unción de la cual Juan habla en 1 Juan 2 alude al ungüento de Exodo 30. El tabernáculo y todas las vasijas fueron ungidos con ese ungüento compuesto (Ex. 30:26-29).
Ahora el ungüento compuesto, el Espíritu, está en nuestro espíritu ungiéndonos, moviéndose en nosotros, todo el día. Aun cuando discutimos o estamos por discutir, la unción interior se mueve en nosotros instándonos a no continuar, sino a ir a nuestro cuarto a orar. Un día una hermana fue de compras, pero cada vez que consideraba comprar un artículo, la unción interior le decía que lo dejara. Cada artículo que tocaba, tenía que regresar a su lugar. Finalmente tomó la decisión de regresar a casa, porque se dio cuenta de que sería lo mejor. Al obedecer la unción interior y regresar a su coche para ir a casa, se emocionó y se puso alegre. Si no atendemos a la unción interior, ofendemos al Espíritu. Tenemos que vivir y andar conforme a este Espíritu, quien está mezclado con nuestro espíritu.
Pocos cristianos prestan atención al crecimiento en vida (1 Co. 3:6-7) y a ser edificados (1 Co. 3:10-12) como Cuerpo de Cristo y como iglesia, la casa de Dios. La espiritualidad proviene del crecimiento en vida; la meta del crecimiento en vida es la edificación del Cuerpo de Cristo y de la casa de Dios. En la práctica, esto alude a la edificación de la iglesia local. Sin la vida adecuada de iglesia en nuestra localidad, ¿cómo podemos edificar a otros? Necesitamos estar donde haya una iglesia. Luego dentro de esa iglesia podemos ser edificados con otros y así ser la casa espiritual de Dios (Ef. 2:21-22; 1 P. 2:5). Mientras somos edificados como la iglesia local, también somos edificados como el Cuerpo de Cristo (Ef. 4:16).
Nuestro espíritu ha sido regenerado pero, ¿qué podemos decir de nuestra alma? Necesitamos ser transformados (2 Co. 3:18) por la renovación de nuestra mente (Ro. 12:2; Ef. 4:23). La mente es la parte principal de nuestra alma (Sal. 13:2; 139:14; Lm. 3:20). La transformación del alma requiere la renovación de la mente.
La transformación de nuestra alma es la santificación de nuestra disposición. El Señor nos santifica en nuestro espíritu, en nuestra alma y en nuestro cuerpo (1 Ts. 5:23). Todo nuestro ser ha de ser santificado, transformado.
Cuando el Señor regrese, nuestro cuerpo será transfigurado (Fil. 3:21), completamente redimido (Ro. 8:23). Cuando creímos, nuestro espíritu fue regenerado. Durante nuestra vida cristiana en esta tierra poco a poco nuestra alma es transformada y santificada. Luego cuando el Señor regrese, nuestro cuerpo será transfigurado. En aquel entonces todo nuestro ser será completamente conformado a Cristo.
Nosotros, los muchos hermanos de Cristo, seremos conformados a Su imagen y estaremos con El en la gloria (Ro. 8:29-30). Ya no seremos naturales en ninguna parte de nuestro ser. Todavía somos bastante naturales en nuestra alma y somos corruptos en nuestro cuerpo; por eso, después de la regeneración de nuestro espíritu, necesitamos la transformación de nuestra alma y la transfiguración de nuestro cuerpo. Entonces nosotros, los muchos hermanos de Cristo, estaremos totalmente conformados al Hijo primogénito de Dios.
Finalmente, seremos glorificados en la vida divina y en la naturaleza divina (Ro. 8:30) y manifestaremos la gloria de Dios para Su expresión en la Nueva Jerusalén.
El libro de Romanos es un esbozo de la vida cristiana apropiada. En el capítulo seis tenemos todos los hechos cumplidos por Cristo. El murió, y nosotros morimos con El. El resucitó, y así también nosotros. En Cristo éstos son hechos. En El somos unidos a Su muerte y resurrección (6:4-5).
Sin embargo, en Romanos 6 no tenemos la experiencia de la muerte y resurrección de Cristo. Necesitamos seguir adelante a Romanos 8 para experimentar a Cristo en lo que El hace por el Espíritu. En Romanos 8 encontramos las experiencias de los hechos revelados en el capítulo seis.
Luego en el capítulo diez la Palabra entra en nuestra boca y en nuestro corazón. Primero, creemos en la Palabra que llega a nosotros; luego, invocamos el nombre del Señor (10:8-9). El Señor es rico para todos los que invocan Su nombre (10:12). La palabra “invocar” en el griego significa clamar, llamar en voz alta. En Hechos los cristianos eran considerados invocadores del nombre de Jesús, y lo sabemos porque Saulo de Tarso tenía la autoridad para prender a todos los que invocaban este nombre (Hch. 9:14). Invocar el nombre del Señor Jesús marcó a los primeros cristianos. Ellos no eran callados; llamaban en voz alta el amado nombre del Señor Jesús.
Si queremos disfrutar de Cristo y de todos Sus logros, necesitamos invocarle. La manera de disfrutar a Cristo en todo lo que ha hecho es andar conforme al espíritu mezclado e invocar Su amado nombre. Luego participamos de El, le disfrutamos y le experimentamos por completo.