Mensaje 54
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Lectura bíblica: Hch. 20:13-38
En 20:28 Pablo exhorta a los ancianos de la iglesia en Efeso a que pastoreen “la iglesia de Dios, la cual El ganó por Su propia sangre”. La palabra griega traducida “ganó” significa también adquirió o compró. Cuando compramos algo, significa que lo adquirimos o que lo ganamos. Dios adquirió o ganó la iglesia al comprarla. Si queremos comprar algo, debemos pagar un precio. ¿Cuál fue el precio que Dios pagó para comprar la iglesia? Según las palabras de Pablo en 20:28, Dios ganó la iglesia pagando el precio de “Su propia Sangre”.
La expresión “Su propia Sangre” del versículo 28 es poco usual y despierta mucha inquietud. ¿Acaso puede Dios tener sangre? Dios es Dios; El no es un hombre ni una criatura. Entonces, ¿Cómo puede Dios, el Creador, tener sangre?
Algunos intentan explicar esto diciendo que la sangre que se menciona en 20:28 es la sangre de Jesús, pero ¿cómo puede la sangre de Jesús ser la sangre de Dios? El Señor Jesús ciertamente es Dios, pero 20:28 no habla de Jesús sino de Dios. Si reflexionamos un poco, nos daremos cuenta que es muy difícil explicar esto teológicamente.
Hace más de dos siglos, Carlos Wesley compuso un himno en el que decía que Dios murió por nosotros. En este himno, él escribe:
¿Cómo será —qué gran amor—
Que por mí mueras Tú mi Dios?
Más adelante agrega: “¿Será que muere el Inmortal?” Wesley declaró que Dios murió por nosotros. Cuando yo traduje este himno al chino hace muchos años, esto me perturbó mucho. No estaba muy seguro de que debía traducirlo literalmente e indicar que Dios murió por nosotros. ¿Se atrevería usted a declarar que Dios murió por usted? Esta fue precisamente la visión que recibió Charles Wesley, y lo que declaró en su himno.
El Dios que murió por nosotros no es igual a como era antes de la encarnación, pues antes de encarnarse El no tenía sangre ni podía morir por nosotros. Sin embargo, después de que Dios se mezcló con la humanidad mediante la encarnación, El pudo morir por nosotros. Fue al hacerse carne que nuestro Dios, el Creador, Jehová el eterno, se mezcló con el hombre. Como resultado de esto, El dejó de ser solamente Dios, y llegó a ser un Dios-hombre. Como tal, El tenía sangre y podía morir por nosotros.
Cuando el Dios-hombre murió en la cruz, no solamente murió como hombre, sino también como Dios. El que murió en la cruz es Aquel que fue concebido por Dios y que nació con Dios. Puesto que era un Dios-hombre, el elemento divino se hallaba en El, pues dicho elemento se había mezclado con Su humanidad.
En la concepción del Señor Jesús, el Dios-hombre, la esencia divina del Espíritu Santo (Mt. 1:18-20; Lc. 1:35) fue engendrada en el vientre de María. Dicha concepción, la cual fue llevada a cabo con la esencia divina y la humana, constituyó una mezcla, la mezcla de la naturaleza divina con la naturaleza humana. Así se produjo el Dios-hombre; El es el Dios completo y el hombre perfecto, Aquel que posee tanto la naturaleza divina como la humana, las cuales pueden distinguirse sin que llegue a formarse una tercera naturaleza. Esta es la persona maravillosa y excelente de Jesús.
La concepción y el nacimiento del Señor Jesús constituyeron la encarnación de Dios (Jn. 1:14), en la cual la esencia divina fue añadida a la esencia humana, produciendo así al Dios-hombre, a una persona con dos naturalezas: la divina y la humana. De esta forma, Dios se unió al elemento humano y se manifestó en la carne (1 Ti. 3:16), a fin de ser el Salvador (Lc. 2:11), quien murió y derramó Su sangre por nosotros.
La sangre que redimió a los seres humanos caídos fue la sangre de Jesús, el Hijo de Dios. Nosotros los seres humanos sólo podíamos ser redimidos con auténtica sangre humana. Al hacerse hombre, el Señor Jesús podía satisfacer este requisito. Por tanto, El derramó Su sangre humana con el fin de redimir a toda la humanidad caída. Además, el Señor Jesús era el Hijo de Dios, en realidad era Dios mismo. Debido a esto, Su sangre poseía el elemento de la eternidad, el cual asegura la eficacia eterna de Su sangre. Así que, como hombre, El tenía auténtica sangre humana, y como Dios, poseía el elemento que le daba a la sangre una eficacia eterna.
Leamos 1 Juan 1:7, que dice: “La Sangre de Jesús Su Hijo nos limpia de todo pecado”. El nombre “Jesús” alude a la humanidad del Señor, sin la cual, la sangre redentora no podía ser derramada, y el título “Su Hijo” denota la divinidad del Señor, la cual hace que la sangre redentora tenga eficacia eterna. Así que, la expresión “la sangre de Jesús Su Hijo” indica que esta sangre pertenece a un hombre genuino, la cual fue derramada para redimir la creación caída, con la seguridad divina como su eficacia eterna, una eficacia que prevalece sobre todo y en todo lugar, y que es perpetua en cuanto al tiempo.
La sangre que derramó el Señor en la cruz era la sangre de Jesús, el Hijo de Dios; no sólo era la sangre de Jesús, sino también la sangre del Hijo de Dios. Por esta razón, la redención que llevó a cabo el Dios-hombre, Aquel que estaba mezclado con Dios, era una redención eterna.
Si la redención efectuada en la cruz la hubiera llevado a cabo un hombre común y corriente, no tendría eficacia eterna. Aunque esta sangre pudiera redimir a una persona, no tendría suficiente eficacia como para redimir a millones de creyentes. Dado que el hombre es un ser limitado, jamás podría morir por millones de sus semejantes. El hombre es un ser mortal y limitado, pero Dios es eterno e ilimitado. El elemento divino, el cual es eterno e ilimitado, se halla en la redención de Cristo. Esta es la razón por la cual Hebreos 9:12 habla de una eterna redención.
Debemos ver que la sangre que derramó el Señor Jesús en la cruz es eterna. No solamente es la sangre de un hombre, sino la de un hombre que estaba mezclado con el elemento divino. Por consiguiente, esta sangre, la sangre de Jesús el Hijo de Dios, es eterna. En Hechos 20:28, Pablo se atrevió a referirse a esta sangre como la propia sangre de Dios.
Algunos cristianos tienen un concepto de Dios muy semejante al de los judíos. Según el pensamiento judío, Dios es Dios y en El no existe el elemento humano. Pero según la Biblia, el Dios del Antiguo Testamento vino a ser el Dios que se revela en el Nuevo Testamento. En el Antiguo Testamento, Dios era solamente Dios, sin el elemento humano, pero en el Nuevo Testamento, tenemos al Dios-hombre. Fue mediante la encarnación que el Dios del Antiguo Testamento se vistió de la naturaleza humana y llegó a ser el Dios-hombre. Como tal, El fue Dios manifestado en la carne (1 Ti. 3:16).
El llegó a ser Dios-hombre al ser concebido en el vientre de una virgen humana y nacer de ella. De este modo, el elemento humano se añadió al elemento divino. Sin embargo, esto no implica que el Salvador, por ser un Dios-hombre, contenga dos personas. No, nuestro Salvador es una sola persona, la cual posee dos naturalezas: la divina y la humana. Aunque no podamos entenderlo, este es un hecho revelado en la Biblia.
De este modo, vemos que nuestro Dios es el Dios revelado en el Nuevo Testamento; no es simplemente el Dios que vemos en el Antiguo Testamento. No obstante, los judíos sólo ven a Dios tal como lo presenta el Antiguo Testamento. ¿Cuál es la diferencia entre el Dios de los judíos y el Dios nuestro? La diferencia radica en que para los judíos, El es un Dios simple, sin el elemento humano; mientras que nuestro Dios, según lo revela el Nuevo Testamento, ya no es simplemente Dios, sino un Dios-hombre. Nuestro Dios posee dos naturalezas: la divina y la humana, lo que implica que El, el Dios-hombre, es el Dios completo y el hombre perfecto. No obstante, no son dos personas, sino una sola.
Nosotros creemos y enseñamos que el Dios-hombre, Jesucristo, es una persona que posee dos naturalezas, la divina y la humana, y que El es tanto el Dios completo como el hombre perfecto. Sin embargo, algunos opositores nos han calumniado, diciendo que enseñamos que Cristo no era completamente ni Dios ni hombre, y que las naturalezas divina y humana se mezclaron en Cristo, formando una tercera naturaleza. Esta acusación es totalmente falsa y carece de fundamentos, y por lo tanto, la rechazamos rotundamente.
Los que nos acusan tergiversan las palabras de nuestro folleto The Four Major Steps of Christ [Los cuatro grandes pasos que dio Cristo]. En este folleto, afirmamos clara y enfáticamente que nuestro Salvador es el Dios real y el hombre verdadero, y que en la encarnación no se perdieron la naturaleza divina ni la humana. Antes bien, afirmamos que aunque estas dos naturalezas se mezclaron para producir al Dios-hombre, de ningún modo formaron una tercera naturaleza, sino que ambas naturalezas permanecieron intactas. Pese a que presentamos esta verdad y la definimos con tanta claridad, fue tergiversada maliciosamente con el fin de acusarnos de enseñar herejías acerca de la persona de Cristo. Creemos firmemente, basados en las Escrituras, que nuestro Salvador derramó Su sangre por nuestra redención y que murió en la cruz como Dios-hombre.
Hemos visto que el Señor Jesús murió en la cruz como Dios-hombre; tal vez algunos se pregunten qué sucedió en Marcos 15:34, donde dice: “Y a la hora novena Jesús clamó a gran voz, diciendo: Eloi, Eloi, ¿lama sabactani? que traducido es: Dios Mío, Dios Mío, ¿por qué me has desamparado?” Estas fueron las palabras que el Señor exclamó en el momento en que llevaba sobre sí nuestros pecados (1 P. 2:24), en el momento en que se hizo pecado por nosotros (2 Co. 5:21), tomando el lugar de los pecadores (1 P. 3:18). Esto significa que Dios lo juzgó como nuestro Sustituto a causa de nuestros pecados. A los ojos de Dios, Cristo fue hecho un gran pecador. Puesto que fue nuestro Sustituto y se hizo pecado por nosotros a los ojos de Dios, Dios lo juzgó e incluso lo abandonó.
Según Mateo 1 y Lucas 1, el Señor Jesús fue concebido del Espíritu Santo. Después, para cumplir Su ministerio, El fue ungido con el Espíritu Santo, el cual descendió sobre El (Lc. 3.22). Es necesario que entendamos que antes de que el Espíritu que unge descendiera económicamente sobre el Señor Jesús, El ya tenía, esencialmente, al Espíritu que engendra, el cual era Su esencia divina, una de las dos esencias de Su ser. Este Espíritu, el Espíritu que engendra e imparte la esencia divina, nunca se apartó de El esencialmente. Incluso, mientras clamaba en la cruz: “Dios Mío, Dios Mío, ¿por qué me has desamparado?”, El aún tenía al Espíritu que engendra. Entonces, ¿Quién lo desamparó? Fue el Espíritu que unge, mediante el cual se ofreció a Dios (He. 9:14), quien lo desamparó económicamente. Después de que Dios aceptara a Cristo como ofrenda todo-inclusiva, el Espíritu que unge lo desamparó económicamente; sin embargo, el Espíritu que engendra aún estaba en El esencialmente.
Cuando el Señor Jesús, el Dios-hombre, murió en la cruz y sufrió el juicio de Dios, El tenía a Dios esencialmente como la parte divina de Su ser. No obstante, allí fue desamparado por el Dios justo, quien lo juzgó económicamente. Ya que fue concebido por el Espíritu Santo esencialmente, el Espíritu Santo era una de las esencias de Su ser. Mientras el Señor Jesús crecía y vivía en la tierra, tenía al Espíritu Santo dentro de Sí, esencialmente. Por tanto, en el momento de ser bautizado, el Espíritu Santo constituía una parte esencial de Su ser; pero en esa ocasión algo más sucedió: el Espíritu Santo descendió sobre El, económicamente. Esto significa que además de tener al Espíritu Santo como una de las esencias de Su ser, esencialmente, el Espíritu Santo vino sobre El en el aspecto económico. Por supuesto, esto no quiere decir que existan dos Espíritus Santos, sino más bien, que el Espíritu Santo, el cual es único, posee dos aspectos: el aspecto esencial y aspecto el económico. El aspecto esencial le dio la existencia al Señor Jesús, mientras que el aspecto económico lo capacitó para llevar a cabo Su obra, esto es, Su ministerio.
Debe impresionarnos el hecho de que mientras el Señor Jesús moría en la cruz por nuestros pecados, Dios estaba en El esencialmente. Por consiguiente, quien murió por nuestros pecados fue el Dios-hombre. Sin embargo, vemos que en un momento dado, el Dios justo lo desamparó económicamente mientras lo juzgaba. El hecho de que Dios abandonara a Cristo fue un asunto económico, que se relacionaba con el juicio que Dios debía llevar a cabo.
El Señor Jesús fue concebido del Espíritu Santo, y nació de Dios y con Dios; es decir, que el Espíritu Santo constituía la esencia intrínseca de Su ser divino. Por tal razón, Dios no podía abandonarlo ni desampararlo esencialmente. No obstante, el Señor fue abandonado por Dios económicamente, cuando lo desamparó el Espíritu que había descendido sobre El como poder económico, el cual lo había capacitado para cumplir Su ministerio. Con todo, la esencia de Dios permaneció en Su ser. Por tanto, el Señor Jesús murió en la cruz como Dios-hombre, y la sangre que derramó por nuestra redención era la de un Dios-hombre, y no meramente la sangre del hombre Jesús. Por consiguiente, podemos decir que la sangre con la cual Dios adquirió la iglesia, era la propia sangre de Dios.
Leamos nuevamente Hechos 20:28: “Mirad por vosotros, y por todo el rebaño, en medio del cual el Espíritu Santo os ha puesto como los que vigilan, para pastorear la iglesia de Dios, la cual El ganó por Su propia sangre”. En la exhortación que Pablo hizo a los ancianos de la iglesia en Efeso, él habló tanto del Espíritu Santo como de la propia sangre de Dios, con el fin de expresar cuán valiosa era la iglesia. Según el entendimiento de Pablo, la iglesia es extraordinariamente valiosa. Ella se encuentra bajo el cuidado del Espíritu Santo, y ha sido comprada por Dios con Su propia sangre. Por tanto, la iglesia es un tesoro a los ojos de Dios, y Pablo la valoraba de la misma manera.
En 20:28 el apóstol Pablo exhortó a los ancianos a que valoraran la iglesia como un tesoro, al igual que él y Dios la valoraban. Dios compró la iglesia con Su propia sangre, lo cual indica cuán preciosa es la iglesia a Sus ojos. El hecho de que Dios pagara un precio tan alto por la iglesia, indica cuánto ella significa para El. Además de esto, la iglesia se halla bajo el cuidado del Espíritu Santo. Conforme a las palabras dichas por Pablo en el versículo 28, los ancianos deben percibir cuán preciosa es la iglesia, y tenerla como un tesoro. Ellos, al pastorear la iglesia, deben sentir por ella lo mismo que Dios siente.