
Lectura bíblica: Ap. 2:7, 17; 3:12-13, 20-22; 12:1-5, 10-11, 17; Fil. 2:12-13, 15-16a
La iglesia, como testimonio de Jesús, es un testimonio en contra de esta generación maligna. El propósito eterno de Dios consiste en obtener una expresión corporativa de Sí mismo, y para este propósito, Él creó al hombre a Su imagen (Gn. 1:26). Sin embargo, el hombre le falló a Dios en este asunto, pero el Señor Jesús vino como el segundo hombre (1 Co. 15:45, 47), y Él sí tuvo éxito en expresar a Dios. Por tanto, Jesús es el testimonio de Dios, tipificado por el candelero de oro en Éxodo 25:31-40. Ahora Jesús, como el candelero único, se propaga a Sí mismo, se ramifica, como es tipificado por los seis brazos del candelero. El candelero único se ha convertido en siete candeleros (Ap. 1:12, 20). El testimonio que era uno solo se ha convertido en el testimonio corporativo séptuple y la expresión de Dios mismo.
Satanás siempre viene a dañar lo que Dios hace. Dios creó al hombre a fin de tener un testimonio corporativo de Sí mismo. Esto era algo maravilloso, pero Satanás, la serpiente, se infiltró rápidamente para dañar al hombre, y el hombre que Dios creó para que fuera Su testimonio cayó una y otra vez. Durante el tiempo de Noé, la humanidad había caído a tal extremo que se convirtió en una generación torcida contraria a Dios. El Señor Jesús comparó el presente siglo con los días de Noé (Mt. 24:37-39). En el Nuevo Testamento el presente siglo es llamado la generación torcida y perversa (Fil. 2:15); y cuando Pedro se puso de pie en el día de Pentecostés le dijo a la multitud: “Sed salvos de esta perversa generación” (Hch. 2:40). Cuando la naturaleza del hombre cambió hasta convertirse en la generación torcida y perversa, vino el juicio de Dios. Bajo este juicio, Dios le reveló a Noé la manera en que éste sería salvo de aquella generación perversa y le ordenó edificar el arca que lo salvaría mediante las aguas, no solamente del juicio que Dios ejecutaría en la tierra, sino también de esa generación perversa (Gn. 6:11-14; 1 P. 3:20). El agua del diluvio llevó a cabo el juicio de Dios sobre el mundo entero y también separó a Noé de la generación torcida y perversa. Además, el arca condujo a Noé y a sus descendientes a una nueva era en una tierra nueva, y allí iniciaron una nueva generación. La vida que Noé y su familia llevó en la tierra nueva era un tipo, una sombra, de la vida de iglesia hoy.
Sin embargo, poco después, los descendientes de Noé se dividieron en naciones, de las cuales surgió Babel (Gn. 10-32; 11:9). Es por esto que Dios se vio obligado a llamar a Abraham a salir de aquella situación (12:1-2). No obstante, incluso los descendientes de Abraham cayeron en Egipto, donde surgió otra generación perversa. Por tanto, Dios vino de nuevo para llamar a los descendientes de Abraham y sacarlos de Egipto (Éx. 1:1, 13; 3:8). Este éxodo no solamente representaba un éxodo del juicio de Dios, sino más aún de la generación egipcia. El agua del mar Rojo ejecutó el juicio de Dios sobre el Faraón y todo su ejército, y esa misma agua también salvó a Israel de Egipto así como del poder maligno del Faraón (14:27-30). Noé fue salvo de su generación mediante el agua, e Israel fue también salvo de Egipto mediante el agua del mar Rojo.
Después de la liberación de los israelitas de la generación egipcia, Dios les ordenó edificar el tabernáculo, que era el testimonio de Dios en contra de la presente generación maligna en Egipto (25:8-9). Entonces, después que ellos lucharon para entrar en la buena tierra, edificaron un templo como testimonio de Dios en contra de las naciones, quienes eran la generación torcida y perversa de aquel tiempo (2 S. 7:12-13; 1 R. 6:1). En esa generación torcida y perversa se levantó el templo de Dios como Su testimonio en la tierra. Sin embargo, Satanás también se infiltró para dañar aquel testimonio al destruirlo no solamente por fuera, sino que también lo corrompió por dentro. El ejército babilónico vino a destruir el templo externamente, y después que los judíos regresaron de Babilonia y reedificaron el templo, Satanás corrompió la esencia interna de la adoración divina al cambiar el testimonio de Dios por el sistema del judaísmo. Por consiguiente, incluso el judaísmo se convirtió en una generación torcida y perversa.
Finalmente, el Señor Jesús vino como el testimonio de Dios para testificar no sólo en contra del Imperio romano, sino también en contra de la actual generación de los judíos, el judaísmo y el templo. El templo fue edificado para ser el testimonio de Dios en contra de las naciones gentiles, pero Satanás corrompió la esencia de aquel templo al convertirlo en un sistema corrupto que llegó a ser una generación maligna y pecaminosa. El Señor Jesús vino para ser el testimonio vivo de Dios y testificó principalmente contra aquel sistema. Cuando vino el Señor Jesús, vino el Dios que profesaba adorar la religión judía. Sin embargo, el judaísmo, el cual profesaba adorar a Dios, se opuso a Él y lo persiguió. Un día, este Dios, que era Jesús mismo, entró en una casa pequeña en Betania para hablar con María y Lázaro, y Marta le sirvió (Jn. 12:1-3). Jesús, Dios mismo, se encontraba feliz allí. Mientras Él hablaba y tenía comunión con estos queridos santos y bebía, comía y se regocijaba con ellos, los sacerdotes junto con todos los judíos estaban adorando a Dios en una manera muy ordenada y aparentemente bíblica. Sin embargo, en ese momento Dios no estaba en el templo; Él estaba en una casa pequeña en Betania. A primera vista esto no concuerda con las Escrituras. El Antiguo Testimonio al parecer no dijo a la gente que Dios estaría en una pequeña “choza”. No obstante, esto fue lo que hizo Jesús.
Hoy resulta fácil conocer la historia de los Evangelios; pero en aquel entonces, si fuéramos aquellos que buscaban a Dios, habríamos ido al templo a buscarlo y no a esa casa pequeña. Sin embargo, si hubiéramos ido al templo, habríamos errado el blanco. Dios no estaba allí. Habríamos tenido que ir a aquella casa pequeña en Betania para adorar a Dios con simplicidad, no por medio del altar, de ritos ni de un sacerdote en vestiduras sacerdotales. Finalmente, fueron los principales sacerdotes, los ancianos y los escribas quienes condenaron a muerte a Jesús, quien era Dios. Ellos incitaron a la multitud a gritar: “¡Crucifícale!” (Mr. 15:11-13), y de esta manera mataron al Salvador mismo, quien era el Dios de ellos.
En el día de Pentecostés Pedro condenó a los judíos al decirles: “A éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, matasteis clavándole en una cruz por manos de inicuos; al cual Dios levantó [...] Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo”. Estas palabras compungieron el corazón de los judíos, y preguntaron: “Hermanos, ¿qué haremos?” (Hch. 2:23-24a, 36-37). Pedro no les dijo que fueran salvos del infierno a fin de ir al cielo. El evangelio que él les predicó fue: “Sed salvos de esta perversa generación” (v. 40), que era la religión judía que había matado a Jesús. Como resultado, tres mil personas fueron salvas no solamente del infierno sino también de la generación maligna. Después, todos éstos que habían sido salvos permanecieron juntos, se amaban los unos a otros, y fueron hechos la iglesia, el testimonio de Jesús contra la generación perversa.
La iglesia es el testimonio de Jesús que protesta contra la generación torcida, maligna y perversa. Sin embargo, aun siendo el testimonio de Jesús, la iglesia también cayó en corrupción. En los tiempos del Antiguo Testamento, Satanás corrompió el testimonio de Dios al convertirlo en el sistema del judaísmo. Luego, en principio, Satanás hizo lo mismo con la iglesia. Finalmente, de la iglesia como testimonio de Jesús, Satanás creó el catolicismo, que es otra generación torcida y perversa. Más tarde, en los tiempos de Martín Lutero, Dios levantó la Reforma que separaría a Su pueblo de la Iglesia Católica, llamándolos a salir de la generación perversa de aquellos días (Ap. 18:4). Una vez más, aquellos que Dios había salvado llegaron a ser el testimonio de Jesús. Sin embargo, se infiltraron nuevamente diferentes doctrinas que dividieron a los cristianos, primeramente en iglesias estatales, tales como la Iglesia de Inglaterra y la Iglesia de Dinamarca, y más tarde, en iglesias privadas, tales como las iglesias luteranas, las bautistas, las episcopales, las presbiterianas y las metodistas. Hoy también existe el movimiento carismático con los luteranos y con los católicos. Esta confusión y división se ha convertido en otro “ismo”, que es el protestantismo. Hoy en día, la gente nos pregunta qué clase de cristianos somos, que si somos católicos, episcopales, presbiterianos, metodistas, luteranos u otro grupo. Esta pregunta indica que el cristianismo ha llegado a ser una generación torcida y perversa.
La generación actual se compone de cuatro cosas: la mundanalidad, el judaísmo, el catolicismo y el protestantismo. Por esta razón, el Señor dice: “Salid de ella, pueblo Mío” (Ap. 18:4). Nuestra postura aquí es ser el testimonio de Jesús que testifica contra la generación torcida y perversa, la cual está compuesta de estas cuatro cosas. Ya no somos luteranos, presbiterianos, episcopales ni metodistas. Nosotros somos las iglesias locales que están fuera de la mundanalidad, del judaísmo, del catolicismo y del protestantismo. Permanecemos firmes en el terreno de la iglesia, pues damos testimonio en contra de esta generación torcida. Con base en la historia del cristianismo, tal vez a algunos les preocupe que un día Satanás corromperá también a las iglesias locales. Sin embargo, tengo la certeza de que el Señor regresará antes de que Satanás pueda corromper a las iglesias locales. Esta vieja era terminará, y nosotros daremos inicio a la era del reino. Podemos decir esto confiadamente, porque según la Biblia, el recobro de las iglesias locales como testimonio de Jesús es el último recobro que se realizará en esta era. Las iglesias locales son preciosas, queridas y prevalecientes, y ellas no son ninguna obra del hombre. Ellas constituyen el recobro del testimonio del Señor hoy sobre la tierra. Todo aquel que no siga el camino de las iglesias errará el blanco de la obra de Dios.
La situación mundial actual indica que se acerca el tiempo de la venida del Señor. La nación de Israel se volvió a formar, y Jerusalén fue devuelta a los judíos. Según lo profetizado en la Biblia, queda por cumplirse externamente una sola cosa, que es la edificación del templo en su debido lugar en Jerusalén. Hoy el Estado de Israel está a la espera de esto y nosotros oramos por ello. La situación en el Medio Oriente está propiciando las condiciones en las que tomará lugar la batalla de Armagedón (16:12-16; 19: 11-21). Ésta será la hora en que el Señor Jesús vendrá a pisar el gran lagar de la ira de Dios (14:19) y a dar fin a esta era.
En las siete epístolas descritas en Apocalipsis 2 y 3 vemos lo que es la mundanalidad (Pérgamo, 2:13), el judaísmo (la sinagoga de Satanás, v. 9), el catolicismo (Jezabel, v. 20) así como también el protestantismo (Sardis, 3:1). Es ante estas circunstancias que Cristo nos llama a vencer. Debemos vencer la mundanalidad, el judaísmo, el catolicismo y el protestantismo al comer a Jesús. El versículo 7 del capítulo 2 nos dice: “Al que venza, le daré a comer del árbol de la vida”. Comer a Jesús es el camino que debemos tomar. Tenemos que renunciar a todos los ritos judaicos, las ordenanzas católicas, las prácticas protestantes y la mundanalidad. Lo único que tenemos que hacer es comer a Jesús. Deberíamos decirle: “Oh Señor Jesús, no me importan todas esas otras cosas. Lo único que me importa es comerte a Ti”. Ya no estamos bajo los ritos judaicos, las ordenanzas católicas, las prácticas protestantes ni bajo las influencias de los grupos libres cristianos. Antes bien, nos alimentamos de Jesús día tras día. No tenemos ni insistimos en ningún rito, ordenanzas o práctica alguna. Hablando con propiedad, no somos cristianos que gritan ni tampoco somos cristianos silenciosos. Somos simplemente los que comen de Jesús.
Algunas personas se oponen a nosotros principalmente en cuanto a tres puntos. Ellos no están de acuerdo con que Cristo es el Espíritu vivificante, que es necesario que ejercitemos nuestro espíritu invocando el nombre del Señor, ni que seamos mezclados con Dios al comer a Jesús. Esto se debe a que ellos no han tenido estas experiencias. Ellos tienen ritos, ordenanzas y prácticas. Quizás hablen en lenguas y posean la manifestación de los supuestos “dones”. Sin embargo, no conocen a Cristo como Espíritu vivificante (1 Co. 15:45; 2 Co. 3:17), no saben que Cristo ahora está con nuestro espíritu (Gá. 6:18; 2 Ti. 4:22) ni saben cómo volverse a su espíritu y ejercitarlo para contactar al Señor y disfrutarlo diciendo: “Oh, Señor Jesús” (Ro. 10:12-13; 1 Co. 12:3). Debido a que tales cosas les resultan extrañas, estas personas nos condenan y nos tachan de místicos, un nombre dado a los que buscaban la vida interior en los primeros siglos.
Un hermano me dijo una vez: “Los eruditos cristianos en Norteamérica le dicen a la gente que recurran al Señor que está en los cielos, pero desde que llegó a este país, usted siempre le ha dicho a la gente que se vuelvan a su espíritu. Su enseñanza es diferente de la nuestra”. Incluso insinuó que nuestra enseñanza es “oriental”, lo cual es completamente ilógico. Nuestra enseñanza no viene del Oriente, sino de la Nueva Jerusalén en los cielos. Romanos 8:34 nos dice que Cristo está en los cielos a la diestra de Dios. Sin embargo, el versículo 10 de ese mismo capítulo dice que ese mismo Cristo que está en los cielos también está en nosotros. Cristo está tanto en los cielos como en nuestro espíritu. Podemos ilustrar esto con el ejemplo de la electricidad. La misma electricidad se encuentra tanto en la planta eléctrica como en la habitación donde estamos. Para recibir electricidad no tenemos que llamar a la planta eléctrica y suplicarles: “Por favor, mándenos electricidad”. Más bien, simplemente encendemos la luz porque la electricidad ya está instalada en nuestras casas. Disfrutamos de la electricidad en el momento que encendemos la luz. Sólo soy un hombre pequeño que ha sido enviado para decirles: “No recurran a la planta eléctrica; simplemente enciendan el interruptor de la luz”. Cristo como la “electricidad” celestial está en los cielos, y Él también se ha “instalado” en nuestro ser. Cristo está en usted y también en mí. Lo que nos interesa es el Cristo que está en nuestro ser. Cuando lo necesitamos, no es necesario orarle como si Él estuviese muy lejos en los cielos. Hacer tal cosa sería una insensatez. El apóstol Pablo dice: “El Señor esté con tu espíritu” (2 Ti. 4:22). Por tanto, todos nosotros deberíamos volvernos a nuestro espíritu. Cuando nos volvemos a nuestro espíritu, invocando: “Oh, Señor Jesús”, estamos en el tercer cielo. Éste es el verdadero disfrute de Jesús.
El cristianismo no le ha dado al blanco en cuanto al Cristo que mora en nuestro espíritu. Hay incluso algunos que se oponen a esta enseñanza. El catolicismo enseña a la gente a escuchar al papa, a adorar ídolos y a quemar velas, mientras que el protestantismo enseña a sus adeptos a guardar las enseñanzas tradicionales y doctrinales. Ellos no le dicen a la gente que deben disfrutar del Cristo que mora en nuestro ser y que es el Espíritu vivificante. De hecho, muchos de los que se oponen a nosotros ni siquiera reconocen que hoy Cristo es el Espíritu vivificante. Yo siempre les indico 1 Corintios 15:45, que dice: “Fue hecho [...] el postrer Adán, Espíritu vivificante”, y 2 Corintios 3:17 que dice: “El Señor es el Espíritu”. Si Cristo no fuera el Espíritu, ¿cómo entonces puede estar en nosotros? No nos interesan las meras enseñanzas doctrinales, las cuales no aportan mucho; lo que nos interesa es experimentar a Cristo. Llevamos más de veinte años peleando la batalla en cuanto al disfrute que tenemos de Cristo como Espíritu vivificante. La razón por la cual insistimos tanto en Cristo como Espíritu se debe a que si hemos de experimentarlo, tenemos que saber quién es y dónde está Él. Nosotros sabemos dónde está Cristo y cómo experimentarlo. Él es el Espíritu vivificante y Él ahora está en nuestro espíritu.
Los “fundamentalistas”, que asumen una postura objetiva, se interesan principalmente por las doctrinas de manera tradicional. Sin embargo, en la vida de iglesia, a nosotros no nos interesa la manera tradicional. Nos interesa la experiencia fresca y viviente que tenemos de Cristo. Tenemos que cotejar todo con nuestra experiencia de Cristo. Algunos dicen que el Dios Triuno —el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo— son tres personas separadas. Sin embargo, no podemos decir que hay tres personas en nuestro ser. En nuestra experiencia, el Dios Triuno que mora en nuestro ser es uno solo. Siempre que le invocamos al decir: “Oh Señor” o “Oh Padre”, Él es el mismo. De joven me enseñaron que debía dirigir mis oraciones al Padre y no al Hijo ni al Espíritu, porque el Espíritu Santo es solamente el “poder para la obra” y el Hijo es el medio por el cual oramos al Padre. Sin embargo, a veces esto me resultaba confuso. Había ocasiones que al orar al Padre yo decía: “Oh Señor”. Después tenía que arrepentirme, pedirle perdón y comenzar de nuevo a orar al Padre que está en los cielos. Con el tiempo, me di cuenta de que todo eso no era necesario. Nuestra experiencia nos confirma que el Padre es el Señor y el Señor es el Padre (Is. 9:6, Jn. 14:9-10). No es necesario diferenciar al Padre del Hijo en nuestras oraciones y experiencias. Son muchos los que están en el cristianismo que simplemente pelean, se oponen y levantan argumentos conforme a sus enseñanzas tradicionales, sin tener el conocimiento apropiado en cuanto a la experiencia de Cristo. Sus experiencias son pobres y sus enseñanzas tradicionales mantienen a otros en tal pobreza.
Lo único que nosotros sabemos es comer a Jesús, y estamos seguros de que la manera de comer a Jesús es invocar, diciendo: “Oh, Señor Jesús. Amén. ¡Aleluya!”. Si repetimos esto tres veces temprano en la mañana, seremos refrescados. Hemos visto que Apocalipsis 2:7 nos habla de comer del árbol de la vida. El versículo 17 dice: “Al que venza, daré a comer del maná escondido, y le daré una piedrecita blanca, y en la piedrecita escrito un nombre nuevo, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe”. Esto indica que si comemos a Jesús, seremos transformados. Luego, el versículo 12 del capítulo 3 dice: “Al que venza, Yo lo haré columna en el templo de Mi Dios, y nunca más saldrá de allí; y escribiré sobre él el nombre de Mi Dios, y el nombre de la ciudad de Mi Dios, la Nueva Jerusalén, la cual desciende del cielo, de Mi Dios, y Mi nombre nuevo”. Si somos aquellos que vencen al comer de Jesús, seremos transformados en piedras blancas así como edificados en el templo de Dios. Según Apocalipsis 22:22 el templo será la Nueva Jerusalén misma. En ésta no habrá templo porque el templo se habrá agrandado hasta llegar a ser la ciudad misma. Comer a Jesús, ser transformados y ser edificados constituyen la experiencia que tenemos en las iglesias locales, y esto es el testimonio de Jesús en contra de las naciones, las denominaciones y la generación torcida y perversa.
El libro de Apocalipsis en su totalidad nos da a conocer la revelación de Cristo y el testimonio de Jesús; y el testimonio de Jesús es simplemente las iglesias locales. En los primeros tres capítulos de este libro, las iglesias locales como testimonio de Jesús están en contra de la presente generación torcida y perversa, la cual se compone del mundo, el judaísmo, el catolicismo y el protestantismo. Nosotros, como testimonio de Jesús, protestamos contra tales cosas. Luego, Apocalipsis del capítulo 4 al 11 nos revela la situación mundial. Nosotros no estamos en el mundo, tal como lo está la iglesia en Pérgamo, donde se halla el trono de Satanás (2:13). Después, en el capítulo 12 se nos revela a una mujer maravillosa que es pura, genuina, resplandeciente, celestial y que resplandece con los portadores de luz, los luminares, en el universo —el sol, la luna y las estrellas. Esta mujer es la totalidad del pueblo de Dios, que se compone especialmente de la iglesia. El libro de Apocalipsis nos presenta dos líneas, o categorías, de mujeres, y cada una ellas tiene su propia consumación. La primera de ellas es Jezabel, que representa la Iglesia Católica y que tiene como resultado la gran ramera, Babilonia la Grande (2:20; 17:1-5). La otra línea la constituye la mujer pura, la cual primero es la mujer maravillosa resplandeciente del capítulo 12 y después, la novia de Cristo, la Nueva Jerusalén (19:7; 21:2).
¿En qué línea nos encontramos nosotros? Quizás estamos en la línea de la mujer resplandeciente; sin embargo, es posible que aún tengamos en nuestro ser elementos de las tradiciones antiguas de la vieja religión. Yo estuve por muchos años en la línea de la vieja religión. Fui enseñado conforme a las enseñanzas tradicionales del cristianismo, y me costó muchísimos años despojarme de todas las cosas erróneas que aprendí. En el cristianismo aprendí a hablar por el Señor de manera formal. Sin embargo, poco a poco me di cuenta que hablar de esa manera formal era simplemente conforme a las viejas tradiciones y ordenanzas religiosas. Hoy al hablar, tal vez yo diga: “Alabado sea el Señor. ¡Tengo algo maravilloso que decirles!”. Cuando David trajo el Arca a Jerusalén, él danzó con gran alegría delante de Jehová (2 S. 6:12-15). La mujer de David lo despreció por ello, y el hecho de condenarlo, hizo que ella no pudiera tener hijos (vs. 16, 23). Hoy nosotros nos regocijamos delante del Señor al proclamar que Él es bueno para comer como el árbol de la vida y el maná escondido. Si todos nosotros con regocijo comiéramos al Señor, produciríamos mucho fruto. No estamos limitados por ordenanzas ni prácticas algunas. Hoy tal vez estemos callados, pero mañana podemos reunirnos como el testimonio viviente de Jesús y clamar: “¡Aleluya, alabado sea el Señor! ¡Amén!”, delante de los demonios en la tierra y de los ángeles en el aire. A nosotros solamente nos interesa comer a Jesús. No estamos bajo el catolicismo, el judaísmo ni el protestantismo y tampoco somos partícipes de la mundanalidad. Somos la mujer celestial.
La mujer presentada en Apocalipsis 12 está en los lugares celestiales y está vestida del sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas (v. 1). Debemos ser personas resplandecientes, personas sin tinieblas ni intenciones ocultas. Todo debe estar a la luz. No debemos ser personas políticas ni falsas. Algunos cristianos dicen una cosa en la cara de las personas y otra distinta a sus espaldas, e incluso otra cosa completamente distinta en otras situaciones. No debemos hacer esto. La mujer resplandeciente es sincera, rigurosa, franca, honesta, resplandeciente y pura como el cristal. Nosotros no somos Jezabel; somos parte de la mujer celestial que está llena de luz y que tiene a los resplandecientes sol, luna y estrellas. Para muchos de nosotros todo era opaco cuando estábamos en las denominaciones, pero cuando entramos en la vida de iglesia, entramos bajo un cielo despejado. Todo cuanto nos rodea es claro como el cristal. Podemos ver con claridad incluso el lago de fuego, el lugar donde Juan vio a Satanás y la bestia (19:20; 20:10). Nunca habíamos tenido tanta claridad como ahora que estamos en la iglesia. Muchos de nosotros podemos testificar que desde nuestra entrada en la vida de iglesia, la luz nos ha iluminado. Esto se debe a que la iglesia forma una gran parte de la mujer resplandeciente como testimonio de Jesús, que testifica contra la generación torcida y maligna.
Por medio de nuestro resplandor testificamos contra la jerarquía, la división y la confusión que existe en las denominaciones. Debido a esto, ha surgido oposición contra nosotros. Esta oposición no es simplemente contra una persona; sino que está en contra del testimonio de Jesús como mujer resplandeciente que tiene el sol, la luna y las estrellas brillantes. El ministerio en el recobro del Señor fue enviado a este país con la comisión del Señor, con Su carga, con la Palabra pura, la luz resplandeciente, la realidad de la vida y la novedad del espíritu. Ninguna oposición prevalecerá contra estas cosas. La mujer resplandeciente prevalecerá como la Nueva Jerusalén en el cielo nuevo y la tierra nueva. Además, de esta mujer resplandeciente nacerá el hijo varón, aquellos que son fuertes, esto es, los vencedores, quienes derrotan al enemigo por causa de la sangre prevaleciente del Cordero y de la palabra del testimonio de ellos (12:5, 11). Después, por medio de los vencedores vendrán el reino de Dios y la autoridad de Cristo. Hoy estamos en esta mujer maravillosa como el testimonio de Jesús.