Para comprender las cosas profundas y escondidas que Dios dispuso y preparó para nosotros y también para participar de ellas, no sólo se requiere que creamos en Él, sino que también le amemos. Temer a Dios, adorarle, y creer en Él (es decir, recibirle) no es suficiente; amarlo es el requisito imprescindible. Amar a Dios significa centrar todo nuestro ser —espíritu, alma y cuerpo, junto con nuestro corazón, alma, mente y todas nuestras fuerzas (Mr. 12:30)— totalmente en Él, es decir, dejar que todo nuestro ser sea ocupado por Él y se pierda en Él, de modo que Él llegue a serlo todo para nosotros, y nosotros seamos uno con Él de un modo práctico en nuestra vida diaria. De esta manera tenemos la comunión más cercana y más íntima con Dios, y podemos internarnos en Su corazón y comprender todos sus secretos (Sal. 73:25; 25:14). Así, no sólo comprendemos sino que también experimentamos y disfrutamos las cosas profundas y escondidas de Dios y participamos plenamente de ellas.