El trágico final de Saúl se debió completamente a que su relación con la economía de Dios no era la apropiada. Dios, motivado por el deseo de edificar Su reino entre Su pueblo escogido, le permitió a Saúl tener parte en Su economía; pero en lugar de participar en la economía de Dios y cooperar con la misma, Saúl fue egoísta y usurpó el reino de Dios a fin de edificar su propia monarquía. El caso de David fue completamente diferente. Cuando fue ungido por Samuel, David entendió claramente que Dios había dispuesto que él fuese el rey, pero David no estaba interesado en obtener el reinado para sí. Cuando Saúl fue designado rey, de inmediato comenzó a preocuparse por su reinado, planeando incluso que su hijo le sucediera en el trono (1 S. 20:31). En esto, Saúl fue egoísta y se equivocó rotundamente. Al final, Dios desechó a Saúl y lo eliminó, quitándole el reino (1 S. 15:28). Debido a que fue rechazado por Dios, Saúl se quedó solo, como un huérfano, sin nadie que le ayudase cuando le sobrevinieron los problemas. Debido al egoísmo de Saúl, el pueblo de Israel fue derrotado y sufrió una terrible matanza al combatir contra los filisteos, y Saúl y sus hijos fueron muertos. Saúl ambicionaba el reino para sí y para su hijo, al mismo tiempo que sentía celos de David, lo cual hizo que su disfrute de la buena tierra prometida por Dios fuera anulado y cesara. La muerte colectiva de Saúl, sus tres hijos y su escudero representó el justo juicio de Dios sobre aquel que se había rebelado contra Él, lo había usurpado y se había convertido en Su enemigo (1 Cr. 10:13-14).
El trágico final de Saúl nos enseña la lección de que debemos crucificar nuestra carne y negarnos a nuestro egoísmo, esto es, renunciar a nuestros propios intereses y beneficio personal (Gá. 5:24; Mt. 16:24; Fil. 2:3). El relato del trágico final de Saúl es una advertencia enfática para todo el que sirve en el reino de Dios de no realizar una obra separada dentro del reino de Dios ni abusar de cualquier cosa que pertenezca al reino. No debemos ser como Saúl y procurar edificar una “monarquía” para nosotros mismos; más bien, todos debemos realizar una única obra: edificar el reino de Dios, el Cuerpo de Cristo.