A los hijos de Israel no se les permitía adorar a Dios y disfrutar de las ofrendas presentadas a Dios en un lugar escogido por ellos (vs. 8, 13, 17). Ellos tenían que adorar a Dios en el lugar escogido por Él, el lugar donde estaban Su nombre, Su habitación y Su altar (vs. 5-6), llevando allí sus diezmos, ofrendas y sacrificios para Él (vs. 5, 11, 14, 18, 21, 26-27; 14:22-23; 15:19-20). Cumplir con estos requisitos equivalía a tener un único centro de adoración, tal como Jerusalén llegaría a ser posteriormente (2 Cr. 6:5-6; Jn. 4:20), a fin de mantener la unidad del pueblo de Dios y así evitar la división ocasionada por las preferencias de los hombres (cfr. 1 R. 12:26-33 y las notas).
La revelación contenida en el Nuevo Testamento sobre la adoración a Dios corresponde con la revelación hallada en este capítulo en por lo menos cuatro aspectos: Primero, el pueblo de Dios debe ser siempre uno solo; no debe haber divisiones entre ellos (Sal. 133; Jn. 17:11, 21-23; 1 Co. 1:10; Ef. 4:3). Segundo, el único nombre en torno al cual el pueblo de Dios debe reunirse es el nombre del Señor Jesucristo (Mt. 18:20; 1 Co. 1:12 y las notas), y la realidad de dicho nombre es el Espíritu (1 Co. 12:3). Ser designados con cualquier otro nombre es adquirir una denominación particular, estar divididos; esto es fornicación espiritual (véase la nota Ap. 3:83). Tercero, en el Nuevo Testamento, la habitación de Dios, Su morada, está localizada específicamente en nuestro espíritu, o sea, en nuestro espíritu mezclado, nuestro espíritu humano que ha sido regenerado por el Espíritu divino y está habitado por Él (Jn. 3:6b; Ro. 8:16; 2 Ti. 4:22; Ef. 2:22). Al reunirnos para adorar a Dios, tenemos que ejercitar nuestro espíritu y hacer todas las cosas en nuestro espíritu (Jn. 4:24; 1 Co. 14:15). Cuarto, en nuestra adoración a Dios tenemos que aplicar de manera genuina la cruz de Cristo, representada por el altar, al rechazar la carne, el yo y la vida natural, además de adorar a Dios única y exclusivamente con Cristo (Mt. 16:24; Gá. 2:20). Por tanto, las reuniones del pueblo de Dios para adorar a Dios deben realizarse en el nombre del Señor Jesucristo, en nuestro espíritu mezclado como lugar donde habita Dios, en el lugar donde la cruz está presente y con el disfrute de Cristo como realidad de los diezmos, las ofrendas y los sacrificios (véase la nota Jn. 4:244). Ésta es la unidad del pueblo de Dios, y éste es el terreno apropiado para adorar a Dios.