Es decir, Hebrón (Gn. 18:1; cfr. Gn. 13:18).
Es decir, Hebrón (Gn. 18:1; cfr. Gn. 13:18).
Cuando Abraham partió de Hebrón (v. 1), dejó la presencia de Dios y la posición apropiada para tener comunión con Dios (Gn. 13:18 y las notas). Aunque había sido circuncidado física y espiritualmente (Gn. 17:10, 23-24 y la nota Gn. 17:101a), al dejar la posición apropiada para tener comunión con Dios, Abraham se encontraba nuevamente en la carne y repitió su fracaso anterior (Gn. 12:13). Esto nos muestra que no importa cuán elevados sean nuestros logros espirituales, mientras estemos en la vieja creación, si no permanecemos en comunión con Dios, podemos estar en la carne y comportarnos como la gente mundana. Jamás debiéramos tener confianza alguna en nuestra carne; la carne no es, en absoluto, digna de confianza (Ro. 7:18; Fil. 3:3). Tenemos que poner nuestra confianza en la presencia del Señor.
Lit., ¿Qué viste…
Lit., dije.
La mentira de la cual Abraham se valió ante Abimelec había sido ideada por él cuando comenzó a andar en los caminos de Dios. Así pues, su fracaso en este capítulo puso en evidencia su debilidad escondida en lo concerniente a seguir al Señor y confiar en Él absolutamente.
En términos figurados Abraham representa la fe, y Sara, la gracia (Gá. 3:7; 4:23). Cuando Abraham fracasó, Sara sufrió y Abraham perdió el testimonio de la gracia. Esto muestra que siempre que, por nuestro lado, fracasamos en cuanto a la fe, por el lado de Dios la gracia sufre menoscabo; y siempre que perdemos nuestro disfrute de la gracia, también se pierde el testimonio de la gracia.
Aunque la fe de Abraham flaqueó, Dios lo resguardó mediante Su cuidado soberano. De manera sabia y soberana, Dios restauró a Sara, cuidando así de Su gracia y Su testimonio.
Lit., cobertura.
Abraham tuvo que interceder por la necesidad particular de Abimelec pese a su propio fracaso y a que Sara seguía siendo estéril. Esto muestra que nuestra intercesión por otros no depende de la condición en la que nos encontremos, sino de quiénes somos. Dios no tomó en cuenta el fracaso de Abraham, sino que lo consideró Su profeta (v. 7). Independientemente de nuestra condición, a los ojos de Dios nosotros, Sus llamados, somos Sus profetas (1 Co. 14:31), Su nueva creación (2 Co. 5:17), miembros del Cuerpo de Cristo (Ef. 5:30).