El mar de Galilea.
El mar de Galilea.
Véase la nota Mt. 4:151.
Esta profecía se cumplió en Mt. 4:12-16, cuando Cristo vino a Galilea como gran luz —la luz verdadera, la luz de la vida (4, Jn. 1:9; 8:12)— para resplandecer sobre el pueblo que andaba en tinieblas (Jn. 1:5; Hch. 26:18; 1 P. 2:9b) y moraba en sombra de muerte (Lc. 1:78-79). Al resplandecer sobre el pueblo de Dios como gran luz, Cristo los salva de las tinieblas de la muerte, los libera de esclavitud bajo las tinieblas (v. 3; Col. 1:13), rompe el yugo que estaba sobre ellos (v. 4; 10:26-27) y destruye a sus enemigos con sus armaduras (v. 5).
Esta profecía se refiere al aumento, la propagación y el crecimiento de Cristo en la tierra a través de todos los creyentes neotestamentarios, quienes son agricultores en la siega y combatientes que obtienen el botín, lo cual se menciona después en este versículo.
Mediante el resplandor de Cristo, el Señor quebró el yugo que pesaba sobre el pueblo de Dios, quebró el bastón que estaba sobre sus hombros y quebró la vara de su opresor como en el día de Madián, cuando Gedeón obtuvo una gran victoria sobre los madianitas (Jue. 7:22-25). Los asirios vinieron a invadir Judá y a oprimirlos, pero el Señor los destruyó como había destruido a los madianitas mediante Gedeón (2 R. 19:35-37).
El niño nacido de una virgen humana (Is. 7:14) es el Hijo dado por el Padre eterno. Cristo es el niño nacido tanto de la naturaleza divina como de la naturaleza humana (Mt. 1:20-23), y Él también es el Hijo en la naturaleza divina dado por el Padre eterno. Mediante el nacimiento del niño divino-humano, el Padre eterno nos dio a Su Hijo divino como regalo. Mediante este regalo, todo el que cree en este Hijo amado, o sea, todo el que lo recibe, recibe la vida eterna (Jn. 3:16; 1 Jn. 5:11-12). Véase la nota Is. 7:141d.
Aquí el uso de nos, en especial su repetición, indica enfáticamente que todos los aspectos de Cristo revelados en este versículo tienen como fin ser experimentados por nosotros de manera personal y subjetiva.
O, mando, dominio. Así también en el siguiente versículo. La administración divina está puesta sobre los hombros de Cristo, Aquel que es el Maravilloso.
Lit., Maravilla de Consejero, o, Maravilla, Consejero. Cristo es maravilloso (Jue. 13:18), y Él también es el Consejero. Él nos aconseja y, luego, como Dios fuerte, Él es el poder y la fuerza requerida para implementar Su consejo (1 Co. 1:24).
Desde que, en Gn. 11, la humanidad desechó a Dios como su Gobernante y ellos mismos se hicieron gobernantes, el asunto del gobierno ha sido un gran problema para el hombre. Pero cuando venga la restauración (Hch. 3:21), Cristo será el único Gobernante, y el gobierno del Dios Triuno estará sobre Su hombro (v. 6). Este gobierno crecerá hasta llenar todos los rincones de la tierra (Sal. 72:8; Zac. 9:10b; véase la nota Dn. 2:353b), haciendo que la tierra esté llena de paz (cfr. Is. 2:4; 11:6-9).
El gobierno que Cristo ejercerá desde el trono de David primero abarcará Su reino durante el milenio y, después, el cielo nuevo y la tierra nueva por la eternidad. Véase Lc. 1:32-33 y la nota Lc. 1:331.
Is. 9:8-21; 10:1-34 nos muestra que tanto los oprimidos, el reino de Israel, como los opresores, el reino de Asiria, estaban bajo el juicio de Dios. Estos dos juicios, en realidad, son uno solo (Is. 10:22-23). Después del tiempo de Salomón, la nación de Israel fue dividida en el reino norteño de Israel y el reino sureño de Judá (1 R. 11:26-43; 12:1-20). Debido a que el reino de Israel había caído al grado de encontrarse en el mismo nivel que las naciones gentiles e, incluso, aliarse al rey de Aram (Is. 7:1), Israel no solamente se encontraba bajo la disciplina de Dios, sino también bajo Su juicio. La disciplina de Dios para con Israel (Efraín, v. 9) se convirtió en Su juicio sobre Israel.