La manera en que la buena tierra fue repartida entre las diferentes tribus consistió en echar suertes y, en este libro, es en este sentido que se habla de suertes (Jos. 18:6, 8, 10). El resultado de echar suertes correspondía con lo dispuesto de antemano por Dios. Por ejemplo, según lo dispuesto por Dios, Jerusalén y sus distritos circundantes serían para Judá (Jos. 15:63), la tribu de la cual procedería Cristo (Mi. 5:2; He. 7:14). No obstante, tal repartición todavía debía ser realizada echando suertes. La mano rectora de Dios estaba presente cuando se echaban suertes a fin de determinar el resultado (Pr. 16:33). Por tanto, la repartición de la tierra no dependía de Josué ni del sumo sacerdote, sino únicamente de Dios. Como resultado de ello, no se daba cabida a que las tribus se quejaran sobre la porción de tierra que les fue asignada. La manera en que se asignó la tierra fue imparcial, y esto hizo que todos fuesen acallados.