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Capítulos de libros «La Primera Epístola de Juan»
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  • El ministerio de Pablo consistió en completar la revelación divina (Col. 1:25-27) de la economía neotestamentaria de Dios, en la cual el Dios Triuno en Cristo como Espíritu vivificante produce los miembros de Cristo para que sea constituido y edificado el Cuerpo de Cristo, a fin de que el Dios Triuno tenga una expresión plena —la plenitud de Dios (Ef. 1:23; 3:19)— en el universo. Pablo terminó sus escritos alrededor del año 67 d. C. El ministerio de Pablo, el cual completó la revelación divina, fue perjudicado por la apostasía que surgió tanto antes como después de su muerte. Un cuarto de siglo más tarde, alrededor del año 90 d. C., aparecieron los escritos de Juan. Su ministerio no sólo consistió en reparar el daño causado al ministerio de Pablo, sino también en consumar toda la revelación divina abarcada en el Antiguo y el Nuevo Testamento, incluyendo los Evangelios y las Epístolas. Este ministerio está enfocado en los misterios de la vida divina. El Evangelio de Juan, como consumación de los Evangelios, revela los misterios de la persona y obra del Señor Jesucristo. Las Epístolas de Juan (especialmente la primera), como consumación de las Epístolas, dan a conocer el misterio de la comunión de la vida divina, la cual es la comunión que los hijos de Dios tienen con Dios el Padre y unos con otros. Después, el Apocalipsis, también escrito por Juan, como consumación del Nuevo Testamento y del Antiguo, revela el misterio de Cristo como suministro de vida para los hijos de Dios a fin de que Dios tenga Su expresión y como el centro de la administración universal del Dios Triuno. Aquí Juan usa la expresión lo que con el fin de dar inicio a su epístola y revelar el misterio de la comunión en la vida divina. El hecho de que Juan no use pronombres personales para referirse al Señor denota que lo que está a punto de revelar es misterioso.

  • Esta expresión es diferente de la expresión en el principio del Evangelio de Juan (Jn. 1:1). En el principio se remonta a la eternidad pasada, antes de la creación; desde el principio empieza con la creación. Esto indica que la Primera Epístola de Juan es continuación del Evangelio de Juan, el cual trata de la experiencia que los creyentes tienen de la vida divina. En su evangelio, Juan revela la manera en que los pecadores reciben la vida eterna: creer en el Hijo de Dios. En su epístola hace ver la manera en que los creyentes, quienes han recibido la vida divina, pueden disfrutar esa vida en la comunión de la misma: permanecer en el Hijo de Dios. Y en Apocalipsis revela cuál es la consumación de la vida eterna como el disfrute pleno de los creyentes en la eternidad.

    La frase desde se usa cuatro veces en el Evangelio de Juan, ocho veces en esta epístola y dos veces en 2 Jn. En Jn. 8:44; 1 Jn. 1:1; 2:13-14 y 1 Jn. 3:8 se usa en el sentido absoluto, mientras que en Jn. 6:64; 15:27; 16:4; 1 Jn. 2:7, 24 (dos veces); 1 Jn. 3:11 y 2 Jn. 1:5-6 se usa en el sentido relativo.

  • Fijar la mirada con un propósito.

  • Primero, se menciona hemos oído, después, hemos visto, luego, hemos contemplado, lo cual es fijar la mirada con un propósito, y después palparon, que significa tocar con las manos. Estas expresiones indican que la Palabra de vida no solamente es misteriosa, sino que también es tangible porque se encarnó. La misteriosa Palabra de vida fue tocada por el hombre, no sólo en Su humanidad antes de Su resurrección (Mr. 3:10; 5:31), sino también en Su cuerpo espiritual (1 Co. 15:44) después de Su resurrección (Jn. 20:17, 27). En aquel tiempo circulaba una herejía que negaba la encarnación del Hijo de Dios (1 Jn. 4:1-3). Por tanto, eran necesarias expresiones tan enfáticas para hacer ver la sustancia sólida del Señor en Su palpable humanidad.

  • Ésta es la Palabra mencionada en Jn. 1:1-4, 14, quien estaba con Dios y era Dios en la eternidad antes de la creación, quien se hizo carne en el tiempo, y en quien está la vida. Es la persona divina de Cristo como declaración, definición y expresión de todo lo que Dios es. En Él está la vida, y Él es la vida (Jn. 11:25; 14:6). En el griego la frase la Palabra de vida denota que la Palabra es vida. La persona es la vida divina, la vida eterna, la cual podemos tocar. Aquí la mención de la Palabra indica que esta epístola es la continuación y el desarrollo del Evangelio de Juan (cfr. Jn. 1:1-2, 14).

  • Los escritos de Juan son libros de misterios. En esta epístola, la vida, es decir, la vida divina, la vida eterna, la vida de Dios, impartida en los que creen en Cristo y que permanece en ellos, es el primer misterio (v. 2; 2:25; 3:15; 5:11, 13, 20). De este misterio surge otro, el misterio de la comunión de la vida divina (vs. 3-7). Después viene el misterio de la unción del Dios Triuno (1 Jn. 2:20-27). Luego tenemos el misterio de permanecer en el Señor (1 Jn. 2:27-28; 3:6, 24). El quinto es el misterio del nacimiento divino (1 Jn. 2:29; 3:9; 4:7; 5:1, 4, 18). El sexto es la simiente divina (1 Jn. 3:9). Y el último es el agua, la sangre y el Espíritu (1 Jn. 5:6-12).

  • Indica que vida es un sinónimo de Palabra de vida en el versículo precedente. Ambas expresiones denotan la persona divina de Cristo, quien estaba con el Padre en la eternidad y se manifestó en el tiempo por medio de la encarnación, a quien los apóstoles vieron, de quien testificaron, y a quien anunciaron a los creyentes.

  • Esta manifestación de la vida eterna se efectuó mediante la encarnación de Cristo, a la cual Juan dio mucho énfasis en su evangelio (Jn. 1:14) como un antídoto inoculado en los creyentes contra la herejía según la cual Cristo no había venido en la carne. Tal manifestación, correlacionada con el hecho de ser palpable, indica de nuevo la naturaleza sustancial de la humanidad del Señor, la cual es la manifestación de la vida divina en la economía neotestamentaria.

  • Lit., la vida la eterna. Denota la vida espiritual divina, no la vida humana del alma ni la vida física (véase la nota Ro. 5:172). La palabra eterna no solamente denota duración, la cual es interminable e infinita, sino también denota la calidad de esta vida, la cual es absolutamente perfecta y completa, sin carencia ni defecto alguno. Tal expresión hace énfasis en la naturaleza eterna de la vida divina, la vida del Dios eterno. Los apóstoles vieron esta vida eterna y dieron testimonio de ella y la anunciaron a los demás. Lo que ellos experimentaron no era una doctrina, sino que era Cristo, el Hijo de Dios, como vida eterna, y lo que testificaban y predicaban no provenía de la teología ni del conocimiento bíblico, sino de esa vida tan sólida.

  • La palabra griega implica la idea de vivir y actuar en unión y comunión con alguien. La vida eterna, la cual es el Hijo, no solamente estaba con el Padre, sino que también vivía y actuaba en unión y comunión con el Padre en la eternidad. Esta palabra se correlaciona con Jn. 1:1-2.

  • El Padre es la fuente de la vida eterna; desde Él y con Él, el Hijo se manifestó como la expresión de la vida eterna de la cual el pueblo escogido del Padre puede participar y disfrutar.

  • La manifestación de la vida eterna incluye la revelación y la impartición de la vida a los hombres, con miras a introducir al hombre en la vida eterna, en la unión y comunión con el Padre que es propia de esta vida.

  • En el v. 1 primero se menciona hemos oído y luego hemos visto; pero aquí se invierte este orden. Para recibir la revelación, lo más importante es oír; pero para predicar, para anunciar, ver debe ser la base. Lo que prediquemos debe ser lo que hayamos aprehendido y experimentado de las cosas que hemos oído.

  • Los apóstoles oyeron y vieron la vida eterna. Luego la anunciaron a los creyentes a fin de que ellos también la oyeran y la vieran. En virtud de la vida eterna, los apóstoles disfrutaron de la comunión con el Padre y con Su Hijo, el Señor Jesús. Ellos deseaban que los creyentes también disfrutaran de esta comunión.

  • La palabra griega significa participación mutua, común participación. La comunión es producto de la vida eterna, de hecho, es el fluir de la vida eterna dentro de todos los creyentes, quienes han recibido, y ahora poseen, la vida divina. Ella está representada por el fluir del agua de vida en la Nueva Jerusalén (Ap. 22:1). Todos los verdaderos creyentes son partícipes de esta comunión (Hch. 2:42), la cual es mantenida por el Espíritu en nuestro espíritu regenerado. Por tanto, es llamada “la comunión del Espíritu Santo” (2 Co. 13:14) y la “comunión de [nuestro] espíritu” (Fil. 2:1). En la comunión de la vida eterna nosotros los creyentes tenemos parte en todo lo que el Padre y el Hijo son y en todo lo que han hecho a nuestro favor; es decir, disfrutamos del amor del Padre y de la gracia del Hijo en virtud de la comunión del Espíritu (2 Co. 13:14). Tal comunión constituyó primero la porción de los apóstoles al disfrutar ellos al Padre y al Hijo por medio del Espíritu. Por lo tanto, en Hch. 2:42 es llamada “la comunión de los apóstoles” y en este versículo es llamada “nuestra comunión [ la de los apóstoles]”, una comunión con el Padre y con Su Hijo Jesucristo. Es un misterio divino. A esta comunión misteriosa de la vida eterna se le debe considerar el tema de esta epístola.

    Aquí comunión indica la idea de dejar a un lado los intereses privados y de unirse a otros con un propósito común. Por consiguiente, tener comunión con los apóstoles, estar en la comunión de los apóstoles y tener comunión con el Dios Triuno en la comunión de los apóstoles, significa dejar a un lado nuestros intereses privados y unirnos con los apóstoles y con el Dios Triuno para que el propósito de Dios sea llevado a cabo. Este propósito, según los escritos subsiguientes de Juan, tiene dos aspectos:
    1) que los creyentes crezcan en la vida divina al permanecer en el Dios Triuno (1 Jn. 2:12-27) y que, con base en el nacimiento divino, lleven una vida según la justicia divina y el amor divino (2:28—5:3) para vencer al mundo, la muerte, el pecado, el diablo y los ídolos (1 Jn. 5:4-21)
    2) que las iglesias locales sean edificadas como candeleros para ser el testimonio de Jesús (Ap. caps. 1—3) y tengan su consumación en la Nueva Jerusalén, la plena expresión de Dios por la eternidad (Ap. caps. 21—22).
    Nuestra participación en el disfrute que los apóstoles tienen del Dios Triuno es nuestra unión con ellos y con el Dios Triuno con miras a Su propósito divino, el cual es común a Dios, a los apóstoles y a todos los creyentes.

  • Aquí se mencionan el Padre y el Hijo, pero no se menciona el Espíritu, porque el Espíritu está implícito en la comunión. En realidad, la comunión de la vida eterna es la impartición del Dios Triuno —el Padre, el Hijo y el Espíritu— en los creyentes como porción especial que ellos pueden disfrutar hoy en día y por la eternidad.

  • Algunos mss. dicen: vuestro. El gozo de los apóstoles también es de los creyentes, porque los creyentes son partícipes de la comunión de los apóstoles.

  • La comunión es producto de la vida eterna, y el gozo, es decir, el disfrute del Dios Triuno, es producto de esta comunión, fruto de tener parte en el amor del Padre y en la gracia del Hijo por medio del Espíritu. Mediante este disfrute espiritual de la vida divina, nuestro gozo en el Dios Triuno puede ser cumplido.

  • Los apóstoles oyeron del Señor un mensaje adicional a las tres cosas principales —la vida, la comunión y el gozo— presentadas en los versículos precedentes. Este mensaje consistía en anunciar a los creyentes que Dios es luz.

  • En los versículos precedentes el Padre y el Hijo son mencionados claramente, y el Espíritu está implícito en la comunión de la vida eterna. Ésta es la primera vez que se menciona a Dios en esta epístola, y se le menciona como el Dios Triuno: el Padre, el Hijo y el Espíritu. Este Dios, tal como es revelado a la luz del evangelio, es luz.

    El mensaje que Juan y los primeros discípulos oyeron fue, sin duda, lo que el Señor Jesús dijo en Jn. 8:12 y Jn. 9:5: que Él es la luz. Sin embargo, aquí Juan dijo que el mensaje consistía en que Dios es luz. Esto indica que el Señor Jesús es Dios e implica la esencia de la Trinidad Divina.

  • Expresiones tales como Dios es luz, Dios es amor (1 Jn. 4:8, 16) y Dios es Espíritu (Jn. 4:24), no son usadas en un sentido metafórico, sino en un sentido atributivo. Tales expresiones denotan y describen la naturaleza de Dios. En cuanto a Su naturaleza, Dios es Espíritu, amor y luz. Espíritu denota la naturaleza de la persona de Dios; amor denota la naturaleza de la esencia de Dios; y luz denota la naturaleza de la expresión de Dios. El amor y la luz están relacionados con Dios como vida, la cual pertenece al Espíritu (Ro. 8:2). Dios, el Espíritu y la vida en realidad son una sola entidad. Dios es Espíritu, y el Espíritu es vida. Dentro de esta vida se encuentran el amor y la luz. Cuando el amor divino aparece ante nosotros, se convierte en gracia, y cuando la luz divina resplandece en nosotros, se convierte en verdad. El Evangelio de Juan revela que el Señor Jesús nos trajo la gracia y la verdad (Jn. 1:14, 17) para que tuviéramos la vida divina (Jn. 3:14-16), mientras que esta epístola de Juan revela que la comunión de la vida divina nos lleva al origen mismo de la gracia y de la verdad, las cuales son el amor divino y la luz divina. Esta epístola es la continuación del Evangelio de Juan. En el Evangelio de Juan, Dios viene a nosotros en el Hijo como gracia y verdad para que lleguemos a ser Sus hijos (Jn. 1:12-13); en esta epístola de Juan, nosotros los hijos, en la comunión de la vida del Padre, vamos al Padre para participar de Su amor y de Su luz (véase la nota 1 Jn. 4:82c). Lo que vemos en el Evangelio de Juan es que Dios mismo sale al atrio a fin de atender a nuestra necesidad en el altar (Lv. 4:28-31); lo que vemos en su epístola es que nosotros entramos en el Lugar Santísimo para tener contacto con Él en el Arca (Éx. 25:22). Esto es más avanzado y más profundo en la experiencia de la vida divina. Después de recibir la vida divina al creer en el Hijo en el Evangelio de Juan, debemos avanzar y disfrutar de esta vida mediante la comunión de esta vida, en la Epístola de Juan. En toda esta epístola se nos revela una sola cosa: el disfrute de la vida divina al permanecer en su comunión.

  • Tal como la luz es la naturaleza de Dios en Su expresión, así las tinieblas son la naturaleza de Satanás en sus obras malignas (1 Jn. 3:8). Gracias sean dadas a Dios porque Él nos ha librado de las tinieblas satánicas y nos ha introducido en la luz divina (Hch. 26:18; 1 P. 2:9). La luz divina es la vida divina en el Hijo, la cual opera en nosotros. Esta luz resplandece en las tinieblas dentro de nosotros, y las tinieblas no prevalecen contra ella (Jn. 1:4-5). Si seguimos esta luz, no podremos andar en tinieblas (Jn. 8:12), las cuales, según el contexto, se refieren a las tinieblas del pecado (vs. 7-10).

  • Tener comunión con Dios es tener un contacto íntimo y vivo con Él en el fluir de la vida divina conforme a la unción del Espíritu en nuestro espíritu (1 Jn. 2:27). Esto nos mantiene en la participación y en el disfrute de la luz divina y del amor divino.

  • Según el contexto, la frase con Él significa con Dios y equivale a decir: con el Padre, y con Su Hijo Jesucristo (v. 3). Esto de nuevo implica la Trinidad Divina.

  • Se refiere al andar general en nuestra vida; es decir, vivir, conducirse y ser. Así también en el versículo siguiente. Véase la nota Gá. 5:161a. Andar en tinieblas, esto es, andar habitualmente en tinieblas, significa ser, vivir y conducirse según la naturaleza de las obras malignas de Satanás. Según 1 Jn. 2:11, andar en tinieblas equivale a practicar el pecado (1 Jn. 3:4, 8).

  • Las mentiras proceden de Satanás, quien es el padre de los mentirosos (Jn. 8:44 y la nota 3). Las tinieblas satánicas están contra la luz divina, y la mentira satánica está contra la verdad divina. Tal como la verdad divina es la expresión de la luz divina, así también la mentira satánica es la expresión de las tinieblas satánicas. Si decimos que tenemos comunión con Dios, quien es luz, y andamos en tinieblas, mentimos y así expresamos las tinieblas satánicas, y no practicamos la verdad, no expresamos la luz divina. Este versículo es una vacuna en contra de la enseñanza herética de los partidarios del antinomismo, quienes afirmaban que uno es libre de la obligación impuesta por la ley moral y decían que se puede vivir en el pecado y al mismo tiempo tener comunión con Dios.

  • Este verbo griego denota la idea de hacer (algo) habitual y continuamente al permanecer (en ello); por lo tanto, tiene el sentido de practicar. También se usa en 1 Jn. 2:17, 29; 3:4 (dos veces), 1 Jn. 3:7, 8, 9, 10, 22; 5:2 y Ro. 1:32, y en otras partes. Practicar la verdad consiste en vivir la verdad en nuestro vivir de forma habitual, y no solamente de vez en cuando.

  • La palabra griega significa realidad (lo opuesto de vanidad), verdad, veracidad, autenticidad, sinceridad. Es una terminología muy particular de Juan, y es una de las palabras más profundas del Nuevo Testamento, la cual denota todas las realidades de la economía divina como el contenido de la revelación divina transmitida y revelada por la Palabra santa de la siguiente manera:

    1) Dios, quien es luz y amor, encarnado para ser la realidad de las cosas divinas, tales como la vida de Dios, Su naturaleza, Su poder y Su gloria, las cuales podemos poseer a fin de disfrutarle como gracia, según lo revela el Evangelio de Juan (Jn. 1:1, 4, 14-17).

    2) Cristo, quien es Dios encarnado y en quien habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad (Col. 2:9), como la realidad de:
    a) Dios y el hombre (Jn. 1:18, 51; 1 Ti. 2:5);
    b) todos los tipos, figuras y sombras del Antiguo Testamento (Col. 2:16-17; Jn. 4:23, 24 y las notas 4 y 5)
    c) todas las cosas divinas y espirituales, tales como la vida divina y la resurrección (Jn. 11:25; 14:6), la luz divina (Jn. 8:12; 9:5), el camino divino (Jn. 14:6), la sabiduría, la justicia, la santificación y la redención (1 Co. 1:30).
    Por consiguiente, Cristo es la realidad (Jn. 14:6; Ef. 4:21).

    3) El Espíritu, quien es Cristo transfigurado (1 Co. 15:45; 2 Co. 3:17), es la realidad de Cristo (Jn. 14:16-17; 15:26) y de la revelación divina (Jn. 16:13-15). Por lo tanto, el Espíritu es la realidad (1 Jn. 5:6).

    4) La Palabra de Dios como la revelación divina, la cual no sólo revela sino que también transmite la realidad de Dios y de Cristo, y de todas las cosas divinas y espirituales. Por consiguiente, la Palabra de Dios también es realidad (Jn. 17:17 y la nota 3).

    5) El contenido de la fe (nuestras creencias), los elementos sustanciales de lo que creemos, que constituye la realidad del evangelio completo (Ef. 1:13; Col. 1:5); este contenido se revela a lo largo del Nuevo Testamento (2 Co. 4:2; 13:8; Gá. 5:7; 1 Ti. 1:1 y la nota 1, puntos 1 y 2; 1 Ti. 2:4 y la nota 2; 1 Ti. 2:7; 3:15 y la nota 5; 1 Ti. 4:3; 6:5; 2 Ti. 2:15, 18, 25; 3:7, 8; 4:4; Tit. 1:1, 14; 2 Ts. 2:10, 12; He. 10:26; Jac. 5:19; 1 P. 1:22; 2 P. 1:12).

    6) La realidad tocante a Dios, el universo, el hombre, la relación del hombre con Dios y con los demás, y la obligación del hombre para con Dios, como se revela mediante la creación y mediante las Escrituras (Ro. 1:18-20; 2:2, 8, 20).

    7) La autenticidad, la veracidad, la sinceridad, la honestidad, la confiabilidad y la fidelidad de Dios como virtud divina (Ro. 3:7; 15:8), y del hombre, como virtud humana (Mr. 12:14; 2 Co. 11:10; Fil. 1:18; 1 Jn. 3:18), y como resultado de la realidad divina (Jn. 4:23-24; 2 Jn. 1:1a; 3 Jn. 1:1).

    8) Las cosas que son verdaderas o genuinas, la verdadera condición de los asuntos (los hechos), la realidad, la veracidad, en contraste con la falsedad, el engaño, el disimulo, la hipocresía y el error (Mr. 5:33; 12:32; Lc. 4:25; Jn. 16:7; Hch. 4:27; 10:34; 26:25; Ro. 1:25; 9:1; 2 Co. 6:7; 7:14; 12:6; Col. 1:6; 1 Ti. 2:7a).

    De los ocho puntos enumerados, los primeros cinco se refieren a la misma realidad en esencia. Dios, Cristo y el Espíritu —la Trinidad Divina— son uno en esencia. Por consiguiente, estos tres, por ser los elementos básicos de la sustancia de la realidad divina, son de hecho una sola realidad. Esta única realidad divina es la sustancia de la Palabra de Dios como revelación divina. Por lo tanto, llega a ser la realidad divina revelada en la Palabra divina, y hace que ésta sea la realidad. La Palabra divina transmite esta única realidad divina como el contenido de la fe, y éste es la sustancia del evangelio revelada en todo el Nuevo Testamento como la realidad del evangelio, la cual es simplemente la realidad divina de la Trinidad Divina. Cuando nosotros participamos y disfrutamos de dicha realidad, ésta llega a ser nuestra autenticidad, sinceridad, honestidad y confiabilidad manifestada como la virtud excelente de nuestro comportamiento, virtud que nos capacita para expresar a Dios, al Dios de la realidad, por quien vivimos; y así llegamos a ser personas que llevan una vida caracterizada por la verdad, sin falsedad ni hipocresía, una vida que corresponde a la verdad revelada por medio de la creación y de las Escrituras.

    La palabra verdad se usa más de cien veces en el Nuevo Testamento. Su significado en cada caso es determinado por el contexto. Por ejemplo, en Jn. 3:21, verdad denota rectitud (lo opuesto a maldad, Jn. 3:19-20), la cual es la realidad manifestada en un hombre que vive en Dios según lo que Él es y corresponde a la luz divina, que es Dios, la fuente de la verdad, manifestado en Cristo. En Jn. 4:23-24, según el contexto y conforme a toda la revelación del Evangelio de Juan, denota que la realidad divina llega a ser la autenticidad y la sinceridad del hombre (lo opuesto a la hipocresía de la adoradora samaritana inmoral, Jn. 4:16-18), por la cual éste adora a Dios con veracidad. La realidad divina es Cristo, quien es la realidad (Jn. 14:6), como realidad de todas las ofrendas del Antiguo Testamento para la adoración a Dios (Jn. 1:29; 3:14), y como la fuente de agua viva, el Espíritu vivificante (Jn. 4:7-15). Los creyentes participan y beben de esta fuente a fin de que Cristo sea la realidad dentro de ellos, la cual con el tiempo llega a ser su autenticidad y sinceridad en las cuales adoran a Dios con la clase de adoración que Él desea. En Jn. 5:33 y Jn. 18:37, conforme a toda la revelación del Evangelio de Juan, la palabra verdad denota la realidad divina contenida, revelada y expresada en Cristo como Hijo de Dios. En Jn. 8:32, 40, 44-46, se denota la realidad de Dios revelada en Su palabra (Jn. 8:47) y corporificada en Cristo, el Hijo de Dios (Jn. 8:36), la cual nos libera de la esclavitud del pecado (véase la nota Jn. 8:321a).

    Aquí en el v. 6, la palabra verdad denota la realidad de Dios como luz divina revelada a nosotros. Es el resultado de la luz divina mencionada en el v. 5 y es la misma luz hecha real para nosotros. La luz divina es la fuente y se encuentra en Dios; la verdad es el resultado y la realidad de la luz divina y se encuentra en nosotros (véase la nota 1 Jn. 4:82c; cfr. Jn. 3:19-21). Cuando permanecemos en la luz divina, la cual disfrutamos en la comunión de la vida divina, practicamos la verdad, es decir, practicamos la realidad que hemos captado en la luz divina. Cuando permanecemos en la fuente, lo que emana de ella llega a ser nuestra práctica.

  • Nosotros andamos en la luz, pero Dios está en la luz, porque Él es luz. “La luz es el elemento en el cual Dios mora: compárese con 1 Ti. 6:16 Andar en la luz, como Él está en la luz, no significa simplemente imitar a Dios, sino que se trata de una identificación del elemento esencial de nuestro andar diario con el elemento esencial del ser eterno de Dios; no una imitación, sino la coincidencia e identificación propias de la atmósfera misma de la vida” (Alford).

  • Cuando andamos y vivimos en la luz de Dios, disfrutamos juntos al Dios Triuno y juntos tenemos parte en Su propósito divino. La comunión de la vida divina nos trae la luz divina, y la luz divina nos guarda en la comunión, es decir, hace que disfrutemos juntos de Dios y participemos juntos de Su propósito.

  • Cuando vivimos en la luz divina, estamos bajo su iluminación, y ésta, conforme a la naturaleza divina de Dios y por medio de Su naturaleza en nosotros, pone al descubierto todos nuestros pecados, transgresiones, fracasos y defectos, los cuales contradicen Su luz pura, Su amor perfecto, Su santidad absoluta y Su justicia excelente. Es entonces cuando en nuestra conciencia iluminada sentimos la necesidad de ser lavados por la sangre redentora del Señor Jesús, la cual limpia nuestra conciencia de todo pecado, a fin de mantener nuestra comunión con Dios y unos con otros. Aunque nuestra relación con Dios es inquebrantable, nuestra comunión con Él puede ser interrumpida. La primera pertenece a la vida, mientras que la segunda depende de nuestra conducta, aunque también pertenece a la vida. Una es incondicional, y la otra no. Nuestra comunión, la cual es condicional, necesita ser mantenida por el lavamiento constante de la sangre del Señor.

    En este pasaje de la Palabra se encuentra el ciclo de nuestra vida espiritual, el cual consta de cuatro asuntos cruciales: la vida eterna, la comunión de la vida eterna, la luz divina y la sangre de Jesús el Hijo de Dios. La vida eterna produce su comunión, y ésta trae la luz divina, y la luz divina, a su vez, aumenta la necesidad de la sangre de Jesús el Hijo de Dios para que obtengamos más vida eterna. Cuanto más vida eterna tenemos, más comunión recibimos de ella. Cuanto más disfrutamos la comunión de la vida eterna, más luz divina recibimos. Cuanto más luz divina recibimos, más limpiados somos por la sangre de Jesús. Tal ciclo nos hace avanzar en el crecimiento de la vida divina hasta que lleguemos a la madurez de la vida divina.

  • El nombre Jesús denota la humanidad del Señor, sin la cual la sangre redentora no podría ser derramada, y el título Su Hijo denota la divinidad del Señor, la cual hace que la sangre redentora tenga eficacia eterna. Así que, la sangre de Jesús Su Hijo indica que esta sangre es la sangre adecuada de un hombre genuino, derramada para redimir a las criaturas de Dios que cayeron, con la garantía divina que asegura su eficacia eterna, una eficacia que prevalece sobre todo y en todo lugar, y que es perpetua en cuanto al tiempo.

    Juan también usa el título Jesús Su Hijo como inoculación contra las herejías acerca de la persona del Señor. Una de estas herejías afirmaba la divinidad del Señor y a la vez negaba Su humanidad. El título Jesús, por ser el nombre de un hombre, sirve como inoculación contra esta herejía. Otra herejía afirmaba la humanidad del Señor y a la vez negaba Su divinidad. El título Su Hijo, por ser un nombre de la Deidad, es un antídoto contra esta herejía.

  • El tiempo de este verbo griego es presente y denota una acción continua, lo cual indica que la sangre de Jesús el Hijo de Dios nos lava todo el tiempo, continua y constantemente. Este lavamiento se refiere al lavamiento que en un momento determinado la sangre del Señor efectúa en nuestra conciencia. Delante de Dios la sangre redentora del Señor nos limpió una vez y eternamente (He. 9:12, 14), y la eficacia de ese lavamiento perdura para siempre delante de Dios, de tal modo que no es necesario repetirla. Sin embargo, en nuestra conciencia necesitamos la aplicación para un momento determinado del lavamiento constante de la sangre del Señor una y otra vez cuando nuestra conciencia sea iluminada por la luz divina en nuestra comunión con Dios. Este lavamiento para un momento determinado es tipificado por la purificación efectuada con el agua de la impureza mezclada con las cenizas de la novilla (Nm. 19:2-10).

  • El Nuevo Testamento trata el problema del pecado usando tanto la palabra pecado (singular) como la palabra pecados (plural). Pecado se refiere al pecado que mora en nosotros, el cual provino de Satanás y entró en la humanidad por medio de Adán (Ro. 5:12). Se habla de este tipo de pecado en la segunda sección de Romanos, 5:12—8:13 (con la excepción de Ro. 7:5, donde se menciona la palabra pecados). Pecados se refiere a los hechos pecaminosos, a los frutos del pecado que mora en nosotros, los cuales son expuestos en la primera sección de Romanos, 1:18—5:11. Sin embargo, en este versículo la palabra pecado, en singular, acompañada del adjetivo todo, no se refiere al pecado que mora en nosotros, sino a cada uno de los pecados que cometemos (v. 10) después de ser regenerados; cada uno de estos pecados contamina nuestra conciencia ya purificada y debe ser quitado por medio de la sangre del Señor en nuestra comunión con Dios.

    Nuestro pecado, el pecado que mora en nuestra naturaleza (Ro. 7:17), ha sido juzgado por Cristo, nuestra ofrenda por el pecado (Lv. 4; Is. 53:10; Ro. 8:3; 2 Co. 5:21; He. 9:26). El problema de nuestros pecados, nuestras transgresiones, ha sido resuelto por Cristo, nuestra ofrenda por las transgresiones (Lv. 5; Is. 53:11; 1 Co. 15:3; 1 P. 2:24; He. 9:28). Sin embargo, después de ser regenerados todavía necesitamos tomar a Cristo como nuestra ofrenda por el pecado para aplicarlo al pecado que mora en nuestra naturaleza, tal como lo indica el v. 8, y como nuestra ofrenda por las transgresiones para aplicarlo a los pecados que cometemos, como lo indica el v. 9.

  • Es decir, el pecado que mora en nosotros (Ro. 7:17), en nuestra naturaleza. Esto era lo que enseñaba la herejía gnóstica. Con esto el apóstol vacunaba a los creyentes contra esta falsa enseñanza. Esta sección, 1 Jn. 1:7-10; 2:1-2, trata acerca de los pecados cometidos por los creyentes después de ser regenerados. Tales pecados interrumpen su comunión con Dios. Si después de haber sido regenerados los creyentes no tuvieran pecado en su naturaleza, ¿cómo podrían pecar en su conducta? Aunque sólo pequen ocasionalmente, y no habitualmente, el hecho de que pequen prueba categóricamente que el pecado continúa operando dentro de ellos. De no ser así, su comunión con Dios no sería interrumpida. Aquí la enseñanza del apóstol condena también la enseñanza actual acerca del perfeccionismo, según el cual en esta vida terrenal es posible llegar, o ya se ha llegado, a un estado en el cual uno es libre de pecado; la enseñanza del apóstol también anula la enseñanza errónea actual tocante a la erradicación de la naturaleza pecaminosa, la cual, interpretando incorrectamente lo dicho en 1 Jn. 3:9 y 1 Jn. 5:18, afirma que los que han sido regenerados no pueden pecar porque su naturaleza pecaminosa ha sido totalmente erradicada.

  • O, nos descarriamos a nosotros mismos. Decir que no tenemos pecado porque fuimos regenerados, es engañarnos a nosotros mismos y negar nuestra propia experiencia; de este modo, nos descarriamos a nosotros mismos.

  • La palabra verdad denota la realidad de Dios revelada, los hechos transmitidos en el evangelio, tales como la realidad de Dios y de todas las cosas divinas, todas las cuales son Cristo (Jn. 1:14, 17; 14:6); la realidad de Cristo y de todas las cosas espirituales, todas las cuales son el Espíritu (Jn. 14:17; 15:26; 16:13; 1 Jn. 5:6), y la realidad de la condición del hombre (Jn. 16:8-11). Véase la nota 6. Aquí denota especialmente la realidad de nuestra condición pecaminosa después de la regeneración, puesta en evidencia por la iluminación de la luz divina en nuestra comunión con Dios. Si decimos que después de ser regenerados ya no tenemos pecado, la realidad, la verdad, no permanece en nosotros; es decir, negamos nuestra verdadera condición posterior a la regeneración.

  • Denota la confesión de nuestros pecados, de nuestros fracasos, después de ser regenerados, y no la confesión de nuestros pecados antes de serlo.

  • Dios es fiel a Su palabra (v. 10) y justo con relación a la sangre de Jesús Su Hijo (v. 7). Su palabra es la palabra de la verdad de Su evangelio (Ef. 1:13), la cual nos dice que Él perdonará nuestros pecados por causa de Cristo (Hch. 10:43); y la sangre de Cristo ha satisfecho Sus justos requisitos para que Él pueda perdonar nuestros pecados (Mt. 26:28). Si confesamos nuestros pecados, Dios, conforme a Su palabra y con base en la redención efectuada mediante la sangre de Jesús, nos perdona porque Él tiene que ser fiel a Su palabra y justo con relación a la sangre de Jesús; de otro modo, Él sería infiel e injusto. Debemos confesar los pecados para que Él nos pueda perdonar. Tal perdón, cuyo fin es restaurar nuestra comunión con Dios, es condicional, pues depende de nuestra confesión.

  • Perdonarnos es liberarnos de la ofensa causada por nuestros pecados, mientras que limpiarnos es lavarnos de la mancha de nuestra injusticia.

  • Las palabras injusticia y pecados son sinónimas. Toda injusticia es pecado (1 Jn. 5:17). Ambas se refieren a nuestras maldades. Pecados denota la ofensa que nuestras maldades causan contra Dios y los hombres; injusticia denota la mancha causada por nuestras maldades, la cual hace que no estemos bien ni con Dios ni con los hombres. La ofensa hace necesario el perdón de Dios, y la mancha hace necesario el lavamiento de parte de Dios. Tanto el perdón de Dios como el hecho de que nos limpie son necesarios para la restauración de nuestra comunión con Él a fin de que podamos disfrutarle en una comunión ininterrumpida con una buena conciencia, una conciencia sin ofensa (1 Ti. 1:5; Hch. 24:16).

  • El v. 8 prueba que después de haber sido regenerados todavía tenemos el pecado internamente. Además, el v. 10 prueba que todavía pecamos externamente, aunque no habitualmente. Seguimos pecando en nuestra conducta porque todavía tenemos el pecado en nuestra naturaleza. Ambos confirman que tenemos una condición pecaminosa aún después de haber sido regenerados. Al hablar de tal condición, el apóstol usó el pronombre nosotros, no excluyéndose a sí mismo.

  • La palabra de la revelación que Dios trae, la palabra de la verdad (Ef. 1:13; Jn. 17:17), la cual transmite el contenido de la economía neotestamentaria de Dios. Es sinónimo de la palabra verdad en el v. 8. Mediante esta palabra Dios pone en evidencia nuestra verdadera condición, la cual es pecaminosa tanto antes como después de la regeneración. Si decimos que después de haber sido regenerados no hemos pecado, hacemos a Dios mentiroso y negamos la palabra de Su revelación.

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