Es decir, el reinado de Nabucodonosor.
2 Cr. 36:6; Jer. 25:1, 9; 35:11; Dn. 1:1
Es decir, el reinado de Nabucodonosor.
2 Cr. 36:7, 10; Esd. 1:7; Dn. 1:2; 5:2-3
Hubo un total de cuarenta y un reyes en la historia de Israel. Los tres primeros —Saúl, David y Salomón— reinaron sobre todo el pueblo de Israel. Diecinueve reyes, de Roboam a Sedequías (sin contar el reinado ilegítimo de Atalía, 2 R. 11:1-16), reinaron sobre Judá en el sur, y otros diecinueve, de Jeroboam a Oseas, reinaron sobre Israel en el norte. Entre estos cuarenta y un reyes, nueve, incluyendo a David, fueron relativamente buenos ante los ojos de Dios. Treinta, incluyendo a Saúl, fueron malos ante los ojos de Dios. Dos de ellos, Salomón y Jehú, fueron en parte buenos y en parte malos.
La raíz de la iniquidad de estos reyes malos así como de la iniquidad del pueblo de Israel fue abandonar a Dios, fuente de aguas vivas, y volverse a los ídolos paganos, los cuales son cisternas rotas que no pueden retener agua (Jer. 2:13). Estos dos males hicieron que ellos se ahogaran en las aguas de muerte propias de la idolatría, de la concupiscencia desenfrenada y de la injusticia derramadora de sangre inocente. Sus iniquidades ofendieron a Dios al extremo que Él no quiso apartar de ellos Su ira, sino que los desechó, arrojándolos primero en manos de los asirios (2 R. 17:6) y, después, en manos de los babilonios (2 R. 24:10-20; 25:1-21), quienes destruyeron y quemaron el templo santo y la ciudad santa, llevaron al pueblo santo en cautiverio a tierras paganas llenas de idolatría y asolaron la Tierra Santa por setenta años (Jer. 25:11). Por tanto, los elegidos de Dios perdieron el disfrute de la buena tierra dada por Dios y, en vez de ser establecidos como ciudadanos del reino de Dios en la Tierra Santa, fueron hechos cautivos en una tierra pagana.
Todos los reyes deberían haber comprendido plenamente que se esperaba de ellos que fuesen reyes que gobernasen no en pro de sus propios intereses y prosperidad personal, sino en pro de la economía eterna de Dios, a fin de que Dios obtuviera una nación aquí en la tierra que guardase la tierra de Emanuel (Is. 8:8) con miras al reinado de Cristo y obtuviera un pueblo con miras a la línea genealógica que traería a Cristo a la tierra. Por causa de este propósito, los reyes tenían que ser nazareos, aquellos que tomasen a Dios como su Cabeza, su autoridad, que se sujetasen a Él como Sus siervos y que renunciasen a todos los placeres (vinos) del mundo (véase la nota Nm. 6:31a). Pero todos los reyes le fallaron a Dios en esto, incluyendo a David, el mejor de todos ellos (2 S. 11). Por tanto, ellos no cumplieron el propósito de Dios con miras a Su economía; más bien, perdieron su reinado en el reino de Dios, el cual es la porción máxima del disfrute de la buena tierra (el Cristo todo-inclusivo, véase la nota Dt. 8:71).
El resultado trágico que tuvo la lamentable historia de los reyes entre el pueblo elegido de Dios, que Él había escogido y bendecido, debe ser una seria advertencia para nosotros, los elegidos de Dios en la era neotestamentaria, así como una indicación de que debemos ser sensatos y prestar la debida atención a los aspectos particulares de cada uno de estos casos. Simplemente ser un varón conforme al corazón de Dios, como David, y solamente ser medianamente rectos y buenos a los ojos de Dios, como lo son muchos cristianos honestos en la actualidad, no bastará para hacernos aptos a fin de participar plenamente de Cristo y disfrutar de todos los derechos que tenemos en Él para así llegar a ser, de forma adecuada, la iglesia que es el Cuerpo de Cristo y el reino de Dios y de Cristo. Se requiere que nosotros, los vencedores neotestamentarios, seamos conformados a la muerte de Cristo por el poder de Su resurrección (Fil. 3:10), a fin de morir a nosotros mismos, a nuestro hombre natural, y en resurrección vivir atentos a Dios. Una vida en la que vivamos a Cristo, le magnifiquemos y procedamos y actuemos junto con Cristo por la abundante suministración del Espíritu vivificante y todo-inclusivo, haciéndolo todo en el Espíritu y conforme al Espíritu (Fil. 1:19-21a; Gá. 5:16, 25; Ro. 8:4), es lo que se requiere de nosotros, los buscadores neotestamentarios de Dios, para que seamos victoriosos en la carrera de la vida divina de tal modo que, en la era de la iglesia, podamos disfrutar plenamente a Cristo como la buena tierra dada por Dios y seamos recompensados gloriosamente, en la era del reino, al participar de Cristo en el sentido más pleno y completo (1 Co. 9:24-27; Fil. 3:12-14).