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Capítulos de libros «Segundo Libro de Samuel»
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  • Ante el deseo de David de edificar una casa para Dios, la respuesta de Dios consistió, en cierto sentido, en detener a David, indicándole que antes de que él hiciera algo para Dios, era necesario que Dios hiciera algo por él. Dios le profetizó a David que Él le edificaría casa y le daría descendencia que procedería de dicha casa (vs. 11-12). Aquí la casa de David es, literalmente, la familia de David, la cual, a la postre, produciría a Jesucristo (Mt. 1:1, 6-16).

    La profecía en este capítulo está relacionada con la profecía en Is. 11:1 respecto a Cristo como el retoño del tocón de Isaí y el vástago de sus raíces. En tiempos de Salomón la casa de David era un árbol floreciente, pero poco después comenzó a ser talada; a la postre, se convirtió en un tocón que consistía principalmente de dos personas: José y María. En esa coyuntura, Dios intervino para hacer de Su Hijo, Cristo, constituyente de la familia de David (Mt. 1:18-20); por consiguiente, el niño Jesús nació como Dios-hombre, es decir, como Hijo divino y descendiente de linaje humano (Lc. 1:31-32, 35). Así Dios edificó una casa para David, mediante la cual le dio a David descendencia. Finalmente, en este capítulo tanto la casa de David como la descendencia de David son tipos que revelan que en Su economía eterna el Dios Triuno, en Cristo, desea edificarse Él mismo en Su pueblo escogido para hacer de ellos una casa (Cristo con la iglesia) y producir descendencia (el Cristo todo-inclusivo).

  • Aquí el término descendencia se refiere literalmente a Salomón, el hijo de David, quien edificó el templo como morada de Dios en el Antiguo Testamento (1 R. 5:5; 8:15-20; 1 Cr. 22:9-10; 28:6). Sin embargo, según He. 1:5b, que cita el v. 14a de este capítulo, la descendencia de David es, en realidad, Cristo, el Hijo primogénito de Dios (He. 1:5-6), poseedor tanto de divinidad como de humanidad y que, aquí, está tipificado por Salomón (véase la nota Mt. 1:13c). El Hijo de Dios llegó a ser la descendencia de David al forjarse en (ser edificado dentro de) la familia de David, esto es, en el ser mismo de David. Aquí Dios en realidad le dijo a David que en lugar de que él edificase algo para Dios, David tenía necesidad de que Dios edificase a Su Hijo en él. Dios no quiso que David le edificase una casa de cedro (vs. 5-7), ni tampoco le satisfacía que David fuese meramente un hombre conforme al corazón de Dios (1 S. 13:14). El deseo de Dios era forjarse, en Cristo, en la humanidad de David a fin de ser su vida, naturaleza y constitución intrínseca. De este modo, Cristo, el Hijo de Dios, llegaría a serlo todo para David, incluyendo su casa (morada) y su descendencia.

    En 2 S. 7 se nos revela una profecía por medio de la tipología, la cual nos muestra que no hay necesidad de que edifiquemos algo para Dios. Nosotros no podemos edificar la casa de Dios, la iglesia (1 Ti. 3:15), con nosotros mismos o con algo de nosotros como material. La iglesia como casa de Dios, la morada mutua de Dios y Sus redimidos (Jn. 14:2-3, 20, 23; 15:4), es edificada con Cristo como su único elemento (véase la nota Gn. 2:221a). Por tanto, necesitamos que Dios edifique a Cristo en nosotros, forjándose en nuestra constitución intrínseca de tal modo que todo nuestro ser sea reconstituido con Cristo. La edificación de la iglesia es realizada al hacer Cristo Su hogar en nuestros corazones, esto es, por medio de que Él mismo sea edificado en nuestro ser, haciendo de nuestro corazón —nuestra constitución intrínseca— Su hogar (Ef. 3:17). El mismo Cristo que se ha forjado (edificado) en nuestra constitución intrínseca es tanto la casa de Dios como nuestra casa, y Él también llega a ser nuestra descendencia, la cual es nuestra herencia y tesoro.

  • En este versículo, su reino se refiere al reino de Cristo (Lc. 1:32-33). Al comienzo del Nuevo Testamento Cristo es presentado primero como el hijo de David y, después, como el hijo de Abraham (Mt. 1:1). Cristo es el hijo de David a fin de cumplir el pacto que Dios hizo con David, el cual es presentado en este capítulo, con miras a que los elegidos de Dios sean introducidos en el reino de los cielos y participen de la autoridad divina. Cristo es el hijo de Abraham a fin de cumplir el pacto que Dios hizo con Abraham (Gn. 12:3; 15:1-21; 22:18), con miras a que el Dios Triuno procesado en calidad de Espíritu consumado pueda llegar a ser la bendición de los elegidos de Dios como su herencia divina (Gá. 3:14; Hch. 26:18). A fin de ser la bendición para Su pueblo, Dios primero deberá tener un reino en la tierra en el cual ejerza Su administración bajo Su autoridad divina en plenitud. Por tanto, la predicación del evangelio en el Nuevo Testamento nos exhorta a primero arrepentirnos de nuestra rebelión (Mt. 3:2; 4:17) y recibir a Cristo como el hijo de David, o sea, como nuestro Rey, para que Él rija en nuestro ser y sobre nosotros en el reino de Dios. Al estar sujetos al gobierno del Señor en el reino, Cristo, el hijo de Abraham, nos introduce en el disfrute del Dios Triuno como nuestra bendición.

  • En la realidad, es Cristo quien edifica la iglesia como casa de Dios, el templo de Dios (Mt. 16:18; 1 Ti. 3:15; Ef. 2:21). Cristo es también el elemento en el cual y con el cual la iglesia es edificada. Por tanto, Cristo es la casa, Su Cuerpo (Jn. 2:19-21; 1 Co 12:12), y Cristo es también la descendencia, el Edificador. Cristo edifica la iglesia al edificar Su propio ser en nosotros, o sea, al entrar en nuestro espíritu para después propagarse de nuestro espíritu a nuestra mente, parte emotiva y voluntad hasta ocupar toda nuestra alma (Ef. 3:17). Esta edificación, que consiste en la mezcla de la divinidad de Dios con nuestra humanidad redimida, resucitada y elevada, llega a ser tanto la habitación de Dios como la nuestra, esto es: una morada mutua (Jn. 14:23; 15:4). Finalmente, esta edificación tendrá su consumación en la Nueva Jerusalén por la eternidad, donde los redimidos de Dios son el tabernáculo en el que Dios mora y Dios mismo es el templo donde Sus redimidos moran (Ap. 21:3, 22).

  • Lo dicho en el v. 12 sobre “descendencia” y en el v. 14 sobre “Mi hijo”, implica que la descendencia de David sería hecha Hijo de Dios, esto es, que un descendiente de linaje humano sería hecho un Hijo divino. Esto corresponde a lo dicho por Pablo en Ro. 1:3-4 sobre Cristo que, como descendencia de David, fue designado Hijo de Dios en Su humanidad en la resurrección (véase la nota Ro. 1:41). Esto también se relaciona con la pregunta hecha por el Señor en Mt. 22:41-45 sobre cómo Cristo podía ser el hijo de David y el Hijo de Dios que es Señor de David: una persona maravillosa, un Dios-hombre poseedor de dos naturalezas, la divinidad y la humanidad. Estos versículos claramente revelan que la descendencia del hombre, o sea, un hijo del hombre, puede ser hecho el Hijo de Dios. Dios mismo, el Ser divino, llegó a ser un descendiente de linaje humano, la descendencia de un hombre, David. Esta descendencia fue Jesús, el Dios-hombre, Jehová el Salvador (Mt. 1:18-21; 2 Ti. 2:8), quien era el Hijo de Dios en virtud de Su divinidad solamente (Lc. 1:35); mediante Su resurrección, Él, como descendiente de linaje humano, también llegó a ser el Hijo de Dios en Su humanidad. Por tanto, en Cristo, Dios se forjó en el hombre, el hombre fue forjado en Dios, y Dios y el hombre se mezclaron mutuamente para constituir una sola entidad: el Dios-hombre. Esto implica que la intención de Dios en Su economía es hacerse hombre para hacer al hombre Dios en vida y naturaleza.

    En la resurrección y por medio de ella, Cristo, el Hijo primogénito de Dios, llegó a ser el Espíritu vivificante (1 Co. 15:45). Como tal Espíritu, Él entra en el pueblo escogido de Dios a fin de impartirse, edificarse, como vida en su ser para llegar a ser el elemento constitutivo interno de ellos. De este modo, Él hace de ellos Dios-hombres, los muchos hijos de Dios (He. 2:10), que son la reproducción en serie de Dios mismo como Hijo primogénito de Dios (Ro. 8:29; 1 Jn. 3:2). Por tanto, ellos, los descendientes de linaje humano, llegan a ser hijos de Dios poseedores de la divinidad mediante el proceso metabólico de transformación (véase la nota Ro. 12:23c y la nota Ro. 12:24d). Este proceso metabólico es la edificación de la iglesia como Cuerpo de Cristo y casa de Dios (Ef. 1:22-23; 2:20-22) realizada al ser edificado Dios en el hombre y el hombre en Dios, esto es, al ser forjado el elemento divino en el elemento humano y el elemento humano en el elemento divino. Esta edificación tendrá su consumación en la Nueva Jerusalén como el gran Dios-hombre corporativo, el cual es el conglomerado, la totalidad, de todos los hijos de Dios (Ap. 21:7).

  • Lo dicho desde aquí hasta el final del v. 15 se refiere únicamente a Salomón, el hijo de David, y no a Cristo.

  • La casa de David se refiere a Cristo, el reino de David se refiere al reino de Cristo, y el trono de David se refiere al trono de Cristo. El reino de David es el reino de Cristo, y David y Cristo tienen un mismo trono (Is. 9:7; 16:5; Lc. 1:32; Hch. 2:29-31). Los profetas hablaron de David y de Cristo como uno solo (Jer. 30:9; Ez. 34:23-24; 37:24-25; Os. 3:5; Am. 9:11). Cristo es el verdadero David (Mt. 12:3-4 y la nota Mt. 12:32b). Por tanto, la respuesta de Dios a David hizo a Cristo uno con David y con la descendencia de David (v. 12). Esto implica que el propósito de Dios en Su economía es, en Cristo, ser edificado en Su pueblo escogido a fin de que Él y Su pueblo sean uno. Desde la eternidad y hasta la eternidad, el propósito de Dios es llegar a ser nosotros a fin de que nosotros lleguemos a ser Él en vida, en naturaleza y en constitución intrínseca, mas no en la Deidad. A la postre, mediante la obra de edificación que Dios realiza, el Cristo todo-inclusivo e ilimitadamente extenso —la corporificación del Dios Triuno— llega a ser cada miembro en el Cuerpo de Cristo así como cada persona en el nuevo hombre (1 Co 12:12; Col. 3:10-11). En la iglesia, en el Cuerpo y en el nuevo hombre, Cristo lo es todo y es en todos.

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