Éste es el undécimo asunto tratado por el apóstol en esta epístola, un asunto relacionado con el dinero, las riquezas y las posesiones materiales. Toda la humanidad caída está bajo el dominio de las riquezas y de las posesiones materiales (Mt. 6:19-21, 24-25, 30; 19:21-22; Lc. 12:13-19). En el día de Pentecostés, bajo el poder del Espíritu Santo, todos los creyentes derribaron este dominio y tenían en común todas sus posesiones para distribuirlas a los necesitados (Hch. 2:44-45; 4:32, 34-37). Debido a la debilidad de la naturaleza caída de los creyentes (cfr. Hch. 5:1-11; 6:1), esa práctica no duró mucho tiempo. En la época del apóstol Pablo ya se había acabado. Por consiguiente, los creyentes necesitaban gracia para vencer el poder de las riquezas y de las cosas materiales y para liberar estas cosas del dominio de Satanás a fin de que fueran ofrecidas al Señor para el cumplimiento de Su propósito. La vida de resurrección es el suministro dado para que los creyentes vivan tal vida, una vida que consiste en confiar en Dios y no en las posesiones materiales, una vida que no es para el día de hoy sino para el futuro, que no es para esta era sino para la era venidera (Lc. 12:16-21; 1 Ti. 6:17-19), una vida que derroca la usurpación de las riquezas temporales e inciertas. Tal vez ésta sea la razón por la cual Pablo trató este asunto después de hablar de la realidad de la vida de resurrección. De todos modos, esto está relacionado con la administración de Dios entre las iglesias.