Se refiere a las herejías introducidas por los gnósticos y los cerintianos para sustituir al Dios verdadero, quien es revelado en esta epístola y en el Evangelio de Juan y a quien se alude en el versículo precedente. Aquí los ídolos también se refieren a todo lo que reemplace al verdadero Dios. Como hijos verdaderos del Dios verdadero, debemos estar alertas y guardarnos de esos substitutos heréticos y de todo lo que reemplace al Dios genuino y verdadero, con quien somos orgánicamente uno y quien es la vida eterna para nosotros. Ésta es la palabra de advertencia que el anciano apóstol dirige a todos sus hijitos como conclusión de su epístola.
El centro de la revelación de esta epístola es la comunión divina de la vida divina, que es la comunión entre los hijos de Dios y su Padre Dios, quien no sólo es el origen de la vida divina, sino también luz y amor como fuente del disfrute de la vida divina (1 Jn. 1:1-7; 4:8, 16). Para disfrutar de la vida divina es necesario que permanezcamos en la comunión de dicha vida, conforme a la unción divina (1 Jn. 2:12-28; 3:24) y con base en el nacimiento divino con la simiente divina, con miras al desarrollo del nacimiento divino (1 Jn. 2:29; 3:1-10). Este nacimiento fue efectuado por tres medios: el agua que extermina, la sangre que redime, y el Espíritu que hace germinar (vs. 1-13). Por estos tres medios nacimos de Dios como hijos Suyos, y ahora poseemos Su vida divina y participamos de Su naturaleza divina (1 Jn. 2:29; 3:1). Él ahora mora en nosotros por medio de Su Espíritu (1 Jn. 3:24; 4:4, 13) para ser nuestra vida y nuestro suministro de vida a fin de que crezcamos con Su elemento divino y lleguemos a ser semejantes a Él cuando Él se manifieste (1 Jn. 3:1-2). Permanecer en la comunión divina de la vida divina, es decir, permanecer en el Señor (1 Jn. 2:6; 3:6), equivale a disfrutar de todas Sus riquezas divinas. Al permanecer en Él de este modo, andamos en la luz divina (1 Jn. 1:5-7) y practicamos la verdad, la justicia, el amor, la voluntad de Dios y Sus mandamientos (1 Jn. 1:6; 5, 2:17, 2:29; 3:10-11; 5:2) por medio de la vida divina recibida en el nacimiento divino (1 Jn. 2:29; 4:7). Para permanecer en la comunión divina, es necesario vencer tres cosas negativas. La primera es el pecado, el cual es iniquidad e injusticia (1 Jn. 1:7-10; 2:1-6; 3:4-10; 5:16-18); la segunda es el mundo, el cual está compuesto de la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la vanagloria de esta vida (1 Jn. 2:15-17; 4:3-5; 5:4-5, 19); y la última es los ídolos, las herejías que substituyen al Dios genuino y las vanidades que reemplazan al Dios verdadero (v. 21). Estas tres categorías de cosas excesivamente malignas son armas usadas por el maligno, el diablo, para entorpecer, dañar y, de ser posible, anular nuestra permanencia en la comunión divina. Nuestro nacimiento divino con la vida divina nos salvaguarda contra sus maldades (v. 18), y, con base en el hecho de que el Hijo de Dios, por Su muerte en la cruz, destruyó las obras del diablo (1 Jn. 3:8), nosotros le vencemos por la palabra de Dios que permanece en nosotros (1 Jn. 2:14). En virtud de nuestro nacimiento divino también vencemos el mundo maligno del diablo mediante nuestra fe en el Hijo de Dios (vs. 4-5). Más aún, nuestro nacimiento divino junto con la simiente divina que fue sembrada en nuestro ser interior nos capacita para que no vivamos habitualmente en el pecado (1 Jn. 3:9; 5:18) debido a que Cristo, por Su muerte en la carne, quitó los pecados (1 Jn. 3:5). En caso de que pequemos en alguna ocasión, tenemos a nuestro Abogado, quien es nuestro sacrificio propiciatorio y quien se encarga de nuestro caso ante nuestro Padre Dios (1 Jn. 2:1-2), y tenemos Su sangre eternamente eficaz que nos limpia (1 Jn. 1:7). Esta revelación es la sustancia, el elemento básico, del ministerio remendador del apóstol.