El lavamiento de las partes internas y de las piernas del holocausto no implica que Cristo estuviera sucio; más bien, indica que las partes internas de Cristo y Su andar diario eran continuamente lavados por el Espíritu Santo, representado por el agua (Jn. 7:38-39), con lo cual Él era guardado de contaminarse al tener contacto con las cosas terrenales.
A fin de ofrecer a Cristo como nuestro holocausto a Dios, debemos experimentarlo en todas Sus experiencias y ofrecerlo a Dios según nuestras experiencias de Él (1 P. 2:5; He. 13:15). En particular, debemos experimentarlo como Aquel que fue inmolado (Ro. 8:36; 2 Co. 4:11), desollado (Mt. 5:11; Hch. 24:5-6; 2 Co. 6:8; 12:16-18) y cortado en trozos (1 Co. 4:13). Además, debemos experimentarlo en Su sabiduría (1 Co. 1:24, 30; 2:7; Col. 1:26-27), experimentarlo como Aquel en quien Dios se deleita (2 Co. 5:9; Gá. 1:10; Ro. 14:18), así como experimentarlo en Sus partes internas (Fil. 2:5; 1 Co. 2:16b; 16:24; Fil. 1:8; 2 Co. 11:10), en Su andar (Mt. 11:29; Ef. 4:20; 1 Co. 11:1; 1 P. 2:21) y como Aquel que el Espíritu Santo guardó de toda contaminación (1 Co. 6:11; Tit. 3:5). Experimentar a Cristo en Sus experiencias no es imitarle externamente, sino vivirle en nuestra vida diaria (Gá. 2:20; Fil. 1:21). La manera en que ofrecemos a Cristo como holocausto es, en realidad, una exhibición y repaso de nuestra experiencia diaria de Cristo. Véase la nota Lv. 1:141.