En los vs. 6, 8 la sangre de los sacrificios ofrecidos en el altar (v. 5), la cual tipifica la sangre de Cristo, tenía como fin la redención, así como el perdón y el lavamiento de los pecados (Ef. 1:7; 1 P. 1:18-19; Mt. 26:28; He. 9:22; 1 Jn. 1:7, 9). Esta sangre también puso en vigencia el pacto entre Dios y Su pueblo. Por tanto, la sangre a la que se hace referencia aquí es “la sangre del pacto”. La sangre hizo posible que los miembros del pueblo de Dios —personas caídas y pecadoras que fueron redimidas, perdonadas y lavadas— entrasen en la presencia de Dios, esto es, en Dios mismo, y permaneciesen allí para que Él fuese infundido en ellos hasta constituirlos en columnas, un testimonio vivo, retrato vivo, de lo que Dios es (vs. 9-18; 34:28-29; Lv. 16:11-16; cfr. He. 10:19-20). Finalmente, la sangre de Cristo, que es la sangre del nuevo pacto (Mt. 26:28; Lc. 22:20), introduce al pueblo de Dios en las cosas superiores propias del nuevo pacto, pacto en el que Dios da a Su pueblo un nuevo corazón, un nuevo espíritu, Su Espíritu y la ley interna de vida, la cual denota a Dios mismo con Su naturaleza, Su vida, Sus atributos y Sus virtudes (Jer. 31:33-34; Ez. 36:26-27; He. 8:10-12). Por último, la sangre del nuevo pacto, el pacto eterno (He. 13:20), conduce al pueblo de Dios al pleno disfrute de Dios, quien es el árbol de la vida y el agua de vida, tanto ahora como por la eternidad (Ap. 7:14, 17; 22:1-2, 14, 17).