Cristo ha sido llamado por Jehová a fin de que sea un pacto para el pueblo, esto es, para Israel (v. 6; 49:8b; He. 7:22). El pacto es el acuerdo legal entre Dios y Su pueblo (cfr. Jer. 31:31-34; He. 8:8-12). Mediante la muerte de Cristo, el pacto se convirtió en un testamento, la última voluntad (He. 9:16-17 y la nota He. 9:161). Cristo promulgó el nuevo pacto (el cual se convirtió en el nuevo testamento, la voluntad testada) con Su sangre conforme a la justicia de Dios mediante Su muerte redentora (Mt. 26:28; Lc. 22:20; He. 9:15). En resurrección, Cristo se convirtió en la realidad de todos los legados del nuevo testamento así como el Mediador, el Albacea, encargado de hacer cumplir el nuevo testamento en conformidad con la justicia de Dios (He. 8:6; 9:15; 12:24). Por tanto, Cristo es el nuevo pacto como el nuevo testamento.
Cristo, como corporificación de las riquezas de la Deidad (Col. 2:9; 1:19) y como Aquel que fue crucificado y resucitó, ha llegado a ser el pacto de Dios dado a Su pueblo. Él es la realidad de todo lo que Dios es y de todo lo que Dios nos ha dado. La salvación de Dios, la justicia de Dios, la justificación de Dios, el perdón de Dios, la redención de Dios, las riquezas de Dios y todo cuanto Dios tiene y hará, nos ha sido legado por pacto. Como la realidad de todos los legados en el nuevo testamento, Cristo, quien es el Espíritu consumado, vivificante y todo-inclusivo que mora en nosotros (1 Co. 15:45; 2 Co. 3:17; Ro. 8:9-11), está en nuestro espíritu y se ha hecho un espíritu con nosotros (2 Ti. 4:22; 1 Co. 6:17). Cristo en calidad de pacto es el fiador (He. 7:22), y el Espíritu es las arras (2 Co. 1:22; Ef. 1:14), para garantizar que Dios, corporificado en Cristo, es la herencia para Su pueblo (Ro. 8:17a; Hch. 26:18 y la nota 6).