Esta respuesta aparentemente positiva, dada aquí y en Éx. 24:3, 7, era ofensiva para Dios, pues indicaba que los hijos de Israel no conocían a Dios ni se conocían a sí mismos, y que tampoco su corazón se interesaba por Dios (cfr. Mt. 15:8). Ellos supusieron que podían hacer lo que Dios requería de ellos, sin saber que eran incapaces de cumplir Sus mandamientos y que tenían necesidad de Su misericordia. Incluso antes que se completara la promulgación de la ley, el pueblo ya había caído en el pecado de la idolatría, violando por lo menos los primeros tres de los Diez Mandamientos (Éx. 20:2-7; 32:1-6 y las notas). Después que el pueblo respondió así, Dios cambió de actitud con respecto a ellos y también hubo un cambio en el ambiente (vs. 9, 12-13, 16-25; 20:18-19; cfr. Éx. 19:3-6).
El propósito eterno de Dios es obtener un pueblo que sea Su complemento, Su expresión y Su morada. A fin de cumplir tal propósito, Dios tiene que impartirse como vida en Su pueblo escogido y forjarse en ellos. Desde el principio Dios no tenía la intención de darle mandamientos al hombre para que los guardara, ni tampoco que el hombre realizara tareas para Dios (véase la nota Gn. 2:171a). Asimismo, al conducir a los hijos de Israel al monte de Dios, Su intención no era darles una lista de mandamientos divinos a manera de requisitos que ellos debían cumplir; más bien, Su intención era conducir a los Suyos a Su presencia a fin de poder revelarse a ellos e impartirse en ellos por medio de Su hablar (cfr. Éx. 34:28-29 y la nota Éx. 34:291). Sin embargo, el pueblo de Dios no captó la intención de Dios, pues su concepto natural, caído y religioso era que Dios quería que ellos hicieran ciertas cosas para Él, y ellos creían poder hacerlas. Debido a que éste era el concepto de ellos, Dios tuvo que darles mandamientos para mostrarles cuán elevados son Sus requerimientos y cuán incapaces eran ellos de cumplirlos (Ro. 8:3, 7-8).
La función que cumple la ley dada por Dios en el monte Sinaí tiene tanto un sentido positivo como uno negativo. En su sentido positivo, la ley cumple la función de ser el testimonio de Dios, revelando a Dios a Su pueblo (véase la nota Éx. 20:11). La ley también es la palabra viva de Dios, Su aliento mismo (2 Ti. 3:16), que infunde el elemento de Dios en Sus buscadores que le aman (véase la nota Dt. 8:31). En su sentido negativo, la ley cumple la función de poner el pecado al descubierto (Ro. 3:20; 5:20; 7:7-8, 13), subyugar a los pecadores (Ro. 3:19) y guardar al pueblo escogido de Dios para conducirlo a Cristo (Gá. 3:23-24). Que en nuestra experiencia la ley cumpla una función positiva o negativa dependerá de la condición en que se encuentre nuestro corazón al recibir la ley. Si amamos a Dios, nos humillamos ante Él y consideramos la ley como Su palabra viva mediante la cual podemos contactarle y permanecer en Él, la ley se convertirá en un canal por el cual la vida y sustancia divinas nos serán transmitidas para nuestro suministro y nutrimento. Al sernos infundida la sustancia de Dios mediante la ley como palabra de Dios, seremos hechos uno con Dios en vida, naturaleza y expresión, y espontáneamente llevaremos una vida que exprese a Dios y concuerde con Su ley (Ro. 8:4; Fil. 1:21a). Sin embargo, si al venir a la ley no buscamos a Dios en amor, sino que hacemos separación entre la ley y el Dios viviente que es la fuente de vida (cfr. Jn. 5:39-40), entonces la ley, que estaba destinada a redundar en vida (Ro. 7:10) pero que no puede dar vida por sí misma (Gá. 3:21 y la nota 1), se convertirá en un elemento de condenación y de muerte para nosotros (Ro. 7:11; 2 Co. 3:6-7, 9). Véase la nota Sal. 119:22a, párr. 1.