Esto se refiere a la oposición a Cristo manifestada por las naciones y los gobernantes del mundo (vs. 1-3). Esta oposición comenzó con Herodes y Poncio Pilatos (Hch. 4:25-28) y concluirá con el anticristo (Ap. 19:19).

Esto se refiere a la oposición a Cristo manifestada por las naciones y los gobernantes del mundo (vs. 1-3). Esta oposición comenzó con Herodes y Poncio Pilatos (Hch. 4:25-28) y concluirá con el anticristo (Ap. 19:19).
El salmo 1, que trata sobre la ley según la aprecia el hombre, se centra en el beneficio personal de los santos, tal como ser bendecidos con prosperidad (Sal. 1:1-3). El salmo 2, que trata sobre Cristo y Sus logros, se centra en el cumplimiento de la economía de Dios. El concepto humano de los escritores santos exaltaba la ley al grado de que la consideraban un tesoro y aspiraban a permanecer en ella por toda la vida. El concepto divino del Dios que quita todo velo exalta a Cristo a fin de hacer que el concepto de los escritores santos se vuelva de la ley a Cristo en conformidad con el concepto divino de la revelación divina.
Los vs. 4-6 de este salmo son la declaración que hace Dios con respecto a Cristo. En Su ascensión Cristo fue establecido, entronizado, como el Rey de Dios en los cielos con miras al reino de Dios para la realización de Su economía (Mr. 16:19; Hch. 2:36; 5:31; Ap. 1:5a). Este reino incluye a todas las naciones como herencia de Cristo y los confines de la tierra como posesión de Cristo (v. 8; Mt. 28:18-20). Finalmente, en Su reino universal, Cristo gobernará sobre las naciones con vara de hierro (v. 9; Ap. 19:15).
Este salmo revela los pasos dados por Cristo en la economía de Dios, comenzando por ser ungido —en la eternidad— en Su divinidad (v. 2) y continuando con Su resurrección (que también implica Su muerte, v. 7; cfr. Hch. 13:33), Su ascensión (v. 6), Su obra de establecer Su reino universal (Ap. 11:15) con las naciones como Su herencia y los confines de la tierra como Su posesión (v. 8), y finalmente, Su gobierno sobre las naciones con vara de hierro (v. 9).
Algunos mss. dicen: Jehová.
Tanto Mesías (del hebreo) como Cristo (del griego) significan el Ungido. En Su divinidad Cristo fue ungido por Dios en la eternidad para ser el Mesías —Cristo— el Ungido (Dn. 9:26; Jn. 1:41). Él vino en Su encarnación como el Ungido para cumplir el plan eterno de Dios (Lc. 2:11; Mt. 1:16; 16:16). En Su humanidad Él fue ungido nuevamente en el tiempo con ocasión de Su bautismo para Su ministerio, realizado principalmente en la tierra (Mt. 3:16-17; Lc. 4:18-19; Hch. 10:38; He. 1:9). En Su resurrección Cristo llegó a ser el Espíritu vivificante (1 Co. 15:45) con el propósito de ser el Ungido de Dios, y en Su ascensión Él fue hecho Señor y Cristo (Hch. 2:36), convirtiéndose de manera oficial en el Ungido de Dios para llevar a cabo la comisión de Dios, principalmente en Su ministerio celestial. Véase la nota Jn. 1:411 y la nota Hch. 2:362b.
O, Felices. El concepto humano de que el hombre es bienaventurado al guardar la ley de Jehová (Sal. 1:1-2) se halla en contraste aquí con el concepto divino de que el hombre es bienaventurado al refugiarse en el Hijo.
Refugiarse en el Hijo es creer en el Hijo, Cristo (Jn. 3:16, 36), tomándole como nuestro refugio, protección y escondedero. Besar al Hijo es amar al Hijo y, así, disfrutarle (Jn. 14:21, 23). Creer en el Señor es recibirle (Jn. 1:12); amar al Señor es disfrutar al Señor que hemos recibido. Éstos son los dos requisitos para que participemos en el Señor. Véase la nota 1 Co. 2:93d.
Los vs. 10-12 son una advertencia con respecto a la ira venidera de Dios y de Cristo sobre el mundo. En el Nuevo Testamento, el período en que Cristo vendrá a ejecutar Su juicio, en Su ira, sobre el mundo es llamado “el día del Señor” (Hch. 2:20; 1 Co. 5:5; 1 Ts. 5:2; 2 Ts. 2:2; 2 P. 3:10), que también es llamado el día de Dios (2 P. 3:12). Véase la nota Jl. 1:151a.
Los vs. 7-9 son la declaración hecha por Cristo. Estas palabras fueron citadas por el apóstol Pablo en Hch. 13:33, lo cual indica que Sal. 2:7 se refiere a la resurrección de Cristo. Después de haber sido muerto, crucificado (Dn. 9:26), Cristo, el Ungido de Dios, fue resucitado para ser engendrado en Su humanidad como Hijo primogénito de Dios (Ro. 1:3-4; 8:29; He. 1:5-6). Mediante esta misma resurrección todos Sus creyentes nacieron juntamente con Él para ser Sus muchos hermanos, los muchos hijos de Dios (Jn. 20:17; 1 P. 1:3; Ro. 8:29; He. 2:10). Véase la nota Hch. 13:331, la nota Ro. 1:41, la nota Jn. 20:172a y la nota Jn. 20:173.
2 S. 5:7; Sal. 9:11; 48:12; 50:2; 51:18; 84:7; 87:2; 99:2; 128:5; 132:13; 133:3; 135:21; Is. 12:6; 59:20; Mi. 4:2; Ro. 9:33; He. 12:22; Ap. 14:1
Dios proclamó que Él había establecido Su Rey sobre el monte Sion, no sobre el monte Sinaí. El monte Sinaí fue el lugar donde la ley fue dada, y el monte Sion en los cielos es el lugar donde Cristo está hoy en Su ascensión (Ap. 14:1). Los creyentes neotestamentarios no se han acercado al monte Sinaí, sino al monte Sion (He. 12:18-22). El monte Sinaí produce hijos de esclavitud bajo la ley, pero nuestra madre, la Jerusalén de arriba, la cual está en los cielos en el monte Sion, produce hijos de la promesa que heredan la bendición prometida: el Espíritu todo-inclusivo (Gá. 4:24-26, 28; 3:14).