Hoy debemos tener cuidado, no sea que nos olvidemos de Dios al no guardar Su Cristo (Cfr. Gá. 5:2, 4).

O, aguas profundas. Con respecto al agua hallada en la buena tierra, las fuentes son el origen, mientras que los manantiales y los arroyos de aguas son lo que brota de aquel origen. Véase la nota Is. 12:32, párr. 1.
La buena tierra, la tierra de Canaán, tipifica de manera plena, completa y consumada al Cristo todo-inclusivo, la corporificación del Dios Triuno (Col. 2:9), quien es hecho real para nosotros como el Espíritu todo-inclusivo y vivificante (1 Co. 15:45; 2 Co. 3:17), el cual es la herencia que Dios asignó a Su pueblo para que éste la disfrutase (Col. 1:12 y la nota 2; Col. 2:6-7 y la nota Col. 2:62b; Gá. 3:14 y la nota 3). Las riquezas de la buena tierra en los vs. 7-9 tipifican las riquezas inescrutables de Cristo en Sus diferentes aspectos (Ef. 3:8) como la abundante suministración provista a Sus creyentes en Su Espíritu (Fil. 1:19). Los arroyos de aguas, los manantiales y las fuentes representan a Cristo como el Espíritu que fluye (Jn. 4:14; 7:37-39; Ap. 22:1), y los valles y montes representan los diversos entornos en los cuales podemos experimentar a Cristo como Espíritu que fluye (Cfr. 2 Co. 6:8-10). El trigo tipifica al Cristo encarnado, que fue crucificado y sepultado a fin de multiplicarse (Jn. 12:24), y la cebada, que es el primer grano en madurar (2 S. 21:9), alude al Cristo resucitado como las primicias (1 Co. 15:20). Las vides tipifican al Cristo que se sacrificó a Sí mismo para producir el vino que alegra a Dios y al hombre (Jue. 9:13; Mt. 9:17). Las higueras nos hablan de la dulzura y satisfacción que nos brinda Cristo como suministro de vida (Jue. 9:11); los granados representan la plenitud, la abundancia, la belleza y la expresión de las riquezas de Cristo como vida (Éx. 28:33-34; 1 R. 7:18-20; Cnt. 4:3, 13); el pan representa a Cristo como el pan de vida (Jn. 6:35, 48); el olivo tipifica a Cristo (Ro. 11:17) como Aquel que estaba lleno del Espíritu y ungido con el Espíritu (Lc. 4:1, 18; He. 1:9); el aceite de oliva tipifica al Espíritu Santo, por quien andamos para honrar a Dios y a quien ministramos para honrar a los hombres (Gá. 5:16, 25; 2 Co. 3:6, 8; Jue. 9:9); y la leche y la miel (Dt. 6:3) proclaman la bondad y dulzura de Cristo (véase la nota Éx. 3:82e). Las piedras representan a Cristo como el material para la edificación de la morada de Dios (Is. 28:16; Zac. 4:7; 1 P. 2:4). El hierro y el cobre sirven para fabricar armas (Gn. 4:22; 1 S. 17:5-7) y tipifican la guerra espiritual que libramos al combatir contra el enemigo (2 Co. 10:4; Ef. 6:10-20). El hierro también representa la autoridad que Cristo tiene para gobernar (Mt. 28:18; Ap. 19:15), y el cobre representa el poder que Cristo tiene para juzgar (Ap. 1:15 y la nota 1). Los montes de donde se extrae el cobre representan la resurrección y ascensión de Cristo (Ef. 4:8 y la nota 1).
La meta de Dios en Su economía no es sólo redimir a Su pueblo y salvarlos del mundo, tipificado por Egipto, sino introducirlos en Cristo, tipificado por la buena tierra, a fin de que ellos tomen posesión de Él y disfruten de Sus inescrutables riquezas. Al disfrutar de las riquezas de la buena tierra, los hijos de Israel pudieron edificar el templo para que fuese la morada de Dios en la tierra, así como edificar la ciudad de Jerusalén a fin de que se estableciese el reino de Dios en la tierra. Asimismo, al disfrutar de las inescrutables riquezas de Cristo, los creyentes en Cristo son juntamente edificados como el Cuerpo de Cristo, la iglesia, que es la plenitud de Cristo, Su expresión (Ef. 1:22-23) así como la morada de Dios (Ef. 2:21-22; 1 Ti. 3:15) y el reino de Dios (Mt. 16:18-19; Ro. 14:17). Al final, la consumación de la morada y el reino de Dios será la Nueva Jerusalén que, en la eternidad, cumplirá la economía eterna de Dios (Ap. 21:1-3, 22; 22:1, 3).
En Mt. 4:4 este todo es reemplazado por toda palabra, en referencia a la ley, los mandamientos, los estatutos y las ordenanzas que fueron las palabras procedentes de la boca de Dios. Todas las palabras de este libro constituyen el aliento de Dios (2 Ti. 3:16) y se refieren a Cristo, la suma total de la palabra de Dios (Jn. 1:1; Ap. 19:13), quien es la vida y el suministro de vida del pueblo de Dios. Por tanto, vivir de toda palabra que sale de la boca de Dios es vivir por Cristo, la corporificación del aliento divino (Jn. 6:57, 63). Dios conduce a Su pueblo al interior de la buena tierra —un tipo de Cristo— por Cristo, y lo sustenta en el camino a dicha tierra también con Cristo, quien es todo lo que procede de la boca de Dios. Véase la nota Dt. 6:11 y la nota Dt. 30:121a.
Si bien Dios desea que cumplamos con Sus justos requerimientos para que Su economía divina sea llevada a cabo, Él no quiere que hagamos esto en nosotros mismos; más bien, Él desea que vivamos, laboremos y nos conduzcamos en Cristo, por Cristo, con Cristo, a través de Cristo y en unidad con Cristo (Gá. 2:20). Dios desea que nos rechacemos a nosotros mismos, nos olvidemos de nosotros mismos y llevemos a cabo Su economía por el Espíritu, o sea, por Aquel que hace real para nosotros al Hijo, quien es la corporificación del Padre (10, Jn. 14:17-18). Por ser el aliento de Dios, Su exhalación, las Escrituras son la corporificación de Cristo, quien es el Espíritu vivificante (Jn. 6:63; Ef. 6:17). Al inhalar la palabra de las Escrituras, recibimos el Espíritu (Ef. 6:17-18a; Gá. 3:5) y disfrutamos de las riquezas de Cristo, con lo cual somos capacitados para cumplir con los requerimientos de Dios.