La frase, ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús es una firme prueba de que la experiencia presentada en el Ro. 7 es la de una persona que no tiene a Cristo.
La frase, ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús es una firme prueba de que la experiencia presentada en el Ro. 7 es la de una persona que no tiene a Cristo.
La condenación que está implícita en 1:18—3:20 y que se menciona en Ro. 5:16, 18 es objetiva, ya que es aplicada según la justa ley de Dios y es el resultado de nuestros pecados externos. Pero, la condenación mencionada aquí es subjetiva, ya que está en nuestra conciencia y es el resultado de ser derrotados interiormente por la ley maligna del pecado que mora en nosotros, como se describe en Ro. 7:17-18, 20-24. El remedio para la condenación objetiva es la sangre del Cristo crucificado (Ro. 3:25). El remedio para la condenación subjetiva es el Espíritu de vida, quien es Cristo procesado para ser el Espíritu vivificante y quien está en nuestro espíritu.
En este capítulo la frase en Cristo se refiere no solamente a nuestra posición en Cristo, como se menciona en el Ro. 6, sino también a la realidad de nuestro diario andar en nuestro espíritu regenerado. Así que, este capítulo indica que estar en Cristo es una condición o requisito. Esto corresponde a ser salvos en Su vida en Ro. 5:10.
La ley del Espíritu de vida es el tema de este capítulo. En este versículo se mencionan el Espíritu y la vida, pero sólo en relación con la operación de esta ley. La vida es tanto el contenido como el producto del Espíritu, y el Espíritu es la manifestación consumada y final del Dios Triuno después de ser procesado al pasar por la encarnación, la crucifixión y la resurrección y de llegar a ser el Espíritu vivificante que mora en todos los creyentes y que es vida para todos los que creen en Cristo. La ley que nos ha librado de la ley del pecado —la cual pertenece a Satanás, quien mora en los miembros de nuestro cuerpo caído (17, Ro. 7:23)— pertenece al Espíritu de vida. No es Dios ni el Espíritu, sino esta ley la que obra en nosotros para librarnos de la operación de la ley del pecado que está en nuestra carne y la que nos capacita para conocer a Dios, obtener a Dios y así vivirlo. La ley del Espíritu de vida es el poder espontáneo del Espíritu de vida. Tal ley espontánea opera automáticamente con la condición de que se satisfagan sus requisitos (véase la nota Ro. 8:42a).
Tanto Satanás como Dios, después de entrar en nuestro ser y morar en nosotros, operan en nosotros no por medio de actividades externas y objetivas, sino por medio de una ley que opera de forma interna y subjetiva. La operación de la ley del Espíritu de vida es la operación del Dios Triuno procesado en nuestro espíritu; esto también es la operación del Dios Triuno en nosotros en Su vida.
Aquí la ley, el Espíritu y la vida están en contraste con la ley, el pecado y la muerte. Las dos leyes se oponen entre sí, el Espíritu está en oposición al pecado y la vida está en oposición a la muerte. En el Ro. 5 vemos que la gracia, que es Dios corporificado en nosotros, está en oposición al pecado, que es Satanás corporificado en nosotros (Ro. 5:21). En el Ro. 8, el Espíritu, que es el Dios vivo en nosotros, está en oposición al pecado. Así que la gracia del Ro. 5 es el Espíritu del Ro. 8, el mismo Dios corporificado en nosotros como gracia, quien vive y actúa en nosotros.
En los capítulos anteriores la vida divina es mencionada varias veces (Ro. 1:17; 2:7; 5:10, 17-18, 21; 6:4, 22-23). En este capítulo la vida es unida al Espíritu en la frase el Espíritu de vida, lo cual muestra que todo lo relacionado con la vida que se encuentra en los capítulos anteriores está incluido en el Espíritu de este capítulo. La vida pertenece al Espíritu y el Espíritu es de la vida. Estos dos en realidad son uno (Jn. 6:63). El camino para experimentar la vida divina, eterna e increada es por medio del Espíritu de vida.
La vida espiritual revelada en este capítulo tiene cuatro aspectos. Primero, era la vida divina en el Espíritu (v. 2). Segundo, ella llegó a ser la vida en nuestro espíritu por medio de la regeneración (v. 10). Entonces, desde nuestro espíritu satura nuestra mente para la transformación de nuestra alma, a la cual pertenece nuestra mente, y llega a ser la vida en nuestra alma (v. 6). Con el tiempo, impregnará nuestro cuerpo hasta llegar a ser la vida de nuestro cuerpo (v. 11), finalmente dando por resultado la transfiguración de nuestro cuerpo (Fil. 3:21), es decir, la redención del mismo (v. 23).
Algunos mss. antiguos dicen: te.
La función principal del Dios Triuno procesado al morar en nuestro espíritu como ley del Espíritu de vida es librarnos completamente de Satanás, quien mora en nuestra naturaleza caída como ley del pecado y de la muerte (Ro. 7:23-25). Esta liberación no sólo tiene por objeto nuestra justificación subjetiva, sino aún más, la santificación de nuestra manera de ser.
La ley del pecado, el poder de cometer pecados, el cual surge espontáneamente en el hombre, hace que éste sea esclavo del pecado (Jn. 8:34). Por lo tanto, el hombre es impotente; el pecado lo controla y lo manipula y así el hombre hace muchas cosas en contra de su voluntad. La ley de la muerte, el poder natural que hace que el hombre se debilite, languidezca, envejezca y muera, mora en el hombre y hace que cada parte de su ser se vaya consumiendo y entre en la muerte. Por un lado, la muerte inutiliza al hombre, por otro, lo insensibiliza. Hace que el hombre sea inútil cuando intenta hacer el bien y que sea insensible cuando comete pecados.
Nada bueno mora en la carne (Ro. 7:18); solamente el pecado mora en la carne (Ro. 7:17). Además, la carne es muerte (Ro. 7:24); por consiguiente, ningún hombre es justificado delante de Dios por las obras de la ley llevadas a cabo por medio de la carne (Ro. 3:20). Debido a que la carne es tan débil e impotente, había algo que la ley no podía hacer.
Por una parte, la ley de Dios que está fuera del hombre es la ley de la letra, muerta y carente del poder de la vida divina con el cual aprovisionaría al hombre para que satisficiera las exigencias de la ley. Por otra parte, el cuerpo del hombre ha sido corrompido por Satanás convirtiéndose así en la carne de muerte, y como tal es incapaz de guardar la ley. Debido a estos dos factores existe “lo que la ley no pudo hacer”; es decir, la ley es incapaz de agradar a Dios porque no puede hacer que el hombre la guarde.
La carne es “de pecado”, no obstante el Hijo de Dios se hizo carne (Jn. 1:14; He. 2:14; 1 Ti. 3:16). Sin embargo, Él sólo tenía la semejanza de carne de pecado y no tenía el pecado mismo de la carne (2 Co. 5:21; He. 4:15). Esto fue tipificado por la serpiente de bronce levantada por Moisés para los israelitas pecadores (Nm. 21:9; Jn. 3:14). La serpiente de bronce tenía la forma, la semejanza, de la verdadera serpiente, pero no tenía el veneno de ésta. Fue esta serpiente de bronce la que sobrellevó el juicio de Dios en lugar de los israelitas envenenados y acabó con las serpientes que los envenenaban.
Aunque Cristo no tenía el pecado de la carne, fue crucificado en la carne (Col. 1:22; 1 P. 3:18). De esta manera, en la cruz Él juzgó a Satanás, quien está relacionado con la carne, y juzgó al mundo, el cual depende de Satanás (Jn. 12:31; 16:11), destruyendo así a Satanás (He. 2:14). Al mismo tiempo, por medio de la crucifixión de Cristo en la carne, Dios condenó al pecado, el cual había sido introducido en la carne del hombre por Satanás. Como resultado, nos es posible andar no conforme a la carne sino conforme al espíritu, de modo que el justo requisito de la ley se cumpla en nosotros (v. 4).
No es que cumplamos la ley conscientemente por medio de nuestros esfuerzos exteriores, sino que ella se cumple en nosotros espontánea e inconscientemente por medio de la operación interna del Espíritu de vida. El Espíritu de vida es el Espíritu de Cristo, y Cristo corresponde a la ley de Dios. Este Espíritu, quien está dentro de nosotros, espontáneamente cumple en nosotros todos los justos requisitos de la ley cuando andamos conforme a Él.
La palabra en griego denota el andar general en nuestra vida. Véase la nota Gá. 5:161a. Los requisitos que debemos cumplir para que pueda obrar la ley del Espíritu de vida (la cual ya ha sido instalada en nosotros), son los siguientes:
1) andar conforme al espíritu (v. 4);
2) ocuparnos de las cosas del Espíritu, es decir, poner la mente en el espíritu (vs. 5-6);
3) hacer morir, por medio del Espíritu, los hábitos del cuerpo (v. 13);
4) ser guiados por el Espíritu como hijos de Dios (v. 14);
5) clamar al Padre en el espíritu filial (v. 15);
6) dar testimonio de que somos hijos de Dios (v. 16)
7) gemir por la plena filiación de hijos, es decir, la redención de nuestro cuerpo (v. 23).
Es difícil discernir el sentido de la palabra espíritu en este capítulo, en Gá. 5 y en otros lugares del Nuevo Testamento, a menos que la palabra sea designada claramente para referirse al Espíritu Santo de Dios o a nuestro espíritu humano regenerado, como se hace en el v. 9 y el v. 16 de este capítulo. Según se usa en el Nuevo Testamento, la palabra espíritu, tal como se emplea en este versículo, denota nuestro espíritu humano regenerado en el cual mora el Espíritu y con el cual está mezclado el Espíritu, quien es la consumación del Dios Triuno (v. 9). Esto corresponde a lo que dice 1 Co. 6:17: “El que se une al Señor [quien es el Espíritu, 2 Co. 3:17; 1 Co. 15:45 ] es un solo espíritu con Él”, es decir, un espíritu mezclado.
Las cosas de la carne incluyen todo aquello que esté en la esfera de la carne, ya sea mala o buena.
No es sólo andar y realizar actividades según el espíritu, sino tener todo nuestro ser según el espíritu. Cuando estamos en conformidad con el espíritu, nuestro andar también es conforme al espíritu. En este espíritu la ley del Espíritu de vida que mora en nosotros, quien es el mismo Dios Triuno procesado, opera espontáneamente en nosotros y nos libera de la ley del pecado y de la muerte.
Las cosas del Espíritu son las cosas relacionadas con Cristo, las cuales el Espíritu recibe y nos revela (Jn. 16:14-15). Siempre y cuando nos ejercitemos para poner nuestra mente en estas cosas, con el tiempo todo nuestro ser llegará a estar en conformidad con el espíritu.
Lit., la mente de la carne. En los vs. 6-8 el elemento crucial es la mente. La mente es la parte que dirige nuestra alma, la cual es la personalidad del hombre, o sea, su persona. Así que, la mente representa al alma, es decir, a la persona misma. En este capítulo la mente ocupa una posición neutral pues se encuentra entre el espíritu regenerado y mezclado, y el cuerpo caído, la carne. Los caps. 7 y 8 muestran que la mente puede llevar a cabo dos acciones diferentes, por las cuales tiene la capacidad de ponernos en el espíritu o en la carne. Si la mente depende del espíritu regenerado y se adhiere a éste, el cual está mezclado con el Espíritu de Dios, nos introducirá en el espíritu y en el disfrute del Espíritu divino como la ley del Espíritu de vida (v. 2). Si la mente se adhiere a la carne y actúa de modo independiente, nos introducirá en la carne, haciendo que estemos en enemistad con Dios y no podamos agradarle (vs. 7-8).
La vida y la paz son el resultado de poner nuestra mente en el espíritu. En tal caso nuestro hombre interior y nuestras acciones exteriores concuerdan y no hay discrepancia entre nosotros y Dios. Entre Él y nosotros hay paz, no enemistad (v. 7). El resultado es que nos sentimos tranquilos interiormente.
Cuando nuestra mente está puesta en la carne y en las cosas de la carne, el resultado es muerte, lo cual hace que nos sintamos separados del disfrute de Dios. Nos sentimos incómodos y muertos, en lugar de sentirnos tranquilos y vivos. Cuando nos ocupamos de la carne y ponemos la mente en las cosas de la carne, la sensación de muerte nos debe servir de advertencia, instándonos a ser librados de la carne y a vivir en el espíritu.
Lit., la mente del espíritu. Poner la mente en el espíritu es lo mismo que ocuparse de las cosas del Espíritu, como se describe en el v. 5. El v. 6 y los vs. 7-13 muestran que hoy en día Cristo no sólo es la vida de Dios en el Espíritu divino (v. 2), sino también la vida de Dios que mora en Su pueblo, debido a que el Espíritu de vida de Dios ha llegado a ser el Espíritu que mora en nosotros. En estos dos aspectos este Espíritu es Cristo.
Si nos ocupamos de la carne, es decir, si ponemos la mente en la carne, llegamos a ser personas que están en la carne.
Los vs. 8 y 9 recalcan la palabra en, lo cual muestra que aquí se da más énfasis a la condición y a la experiencia que al origen y a la posición.
Este capítulo nos revela cómo el Dios Triuno —el Padre (v. 15), el Hijo (vs. 3, 29, 32) y el Espíritu (vs. 9, 11, 13-14, 16, 23, 26)— se imparte a Sí mismo como vida (vs. 2, 6, 10, 11) en nosotros, hombres tripartitos —de espíritu, alma y cuerpo— para hacernos Sus hijos (vs. 14-15, 17, 19, 23, 29) a fin de constituir el Cuerpo de Cristo (Ro. 12:4-5).
Es decir, hace Su hogar, reside (cfr. Ef. 3:17). Si permitimos que el Espíritu del Dios Triuno haga Su hogar en nosotros, es decir, que se establezca en nosotros dándole cabida suficiente, entonces en nuestra experiencia estamos en el espíritu y ya no estamos en la carne. Si tal es el caso, el Dios Triuno como Espíritu podrá propagarse desde nuestro espíritu (v. 10) a nuestra alma, representada por nuestra mente (v. 6), e incluso con el tiempo dará vida a nuestro cuerpo mortal (v. 11).
Esto muestra que el hecho de que seamos de Cristo depende de Su Espíritu. Si el Espíritu de Cristo no existiera o si Cristo no fuera el Espíritu, no tendríamos manera de unirnos a Él ni de pertenecer a Él. Sin embargo, el hecho es que Cristo es el Espíritu (2 Co. 3:17), está en nuestro espíritu (2 Ti. 4:22) y es un solo espíritu con nosotros (1 Co. 6:17).
El Espíritu de Dios y el Espíritu de Cristo no son dos Espíritus, sino uno solo. Pablo usó estos títulos de modo intercambiable, indicando que el Espíritu de vida que mora en nosotros (v. 2) es el Espíritu todo-inclusivo y vivificante del Dios Triuno en Su totalidad. Dios, el Espíritu y Cristo, los tres de la Deidad, son mencionados en este versículo. No obstante, no son tres los que están en nosotros, sino uno solo, el Espíritu triuno del Dios Triuno (Jn. 4:24; 2 Co. 3:17; Ro. 8:11). El título “el Espíritu de Dios” da a entender que este Espíritu es el Espíritu de Aquel que era desde la eternidad pasada, quien creó el universo y quien es el origen de todas las cosas. El título “el Espíritu de Cristo” implica que este Espíritu contiene la realidad de Cristo, el Encarnado. Este Cristo llevó a cabo todo lo necesario para realizar el plan de Dios. Él consta no sólo de divinidad, la cual poseía desde la eternidad, sino también de humanidad, la cual obtuvo mediante la encarnación. También incluye el vivir humano, la crucifixión, la resurrección y la ascensión. Éste es el Espíritu de Cristo en resurrección, es decir, el propio Cristo que mora en nuestro espíritu (v. 10) para impartirse a Sí mismo, la corporificación del Dios Triuno procesado, en nosotros, como la vida de resurrección y el poder de ésta, para acabar con la muerte que está en nuestra naturaleza (v. 2). De esta manera, hoy en día podemos vivir en la resurrección de Cristo, en Cristo mismo, al vivir en el espíritu mezclado.
Se refiere al origen y posición inmutables, y no a la condición y experiencia variables. Por nuestro origen, el nuevo nacimiento, tenemos el Espíritu de Cristo, y, por tanto, somos de Cristo y le pertenecemos a Él. Sin embargo, en nuestra actual experiencia y condición espiritual, es necesario no sólo ser de Él, sino también estar en Él.
En este versículo no se menciona al Espíritu, porque aquí el énfasis es que hoy en día Cristo es el Espíritu y que el Espíritu de Cristo es Cristo mismo en nosotros. Según los hechos, es Cristo, mas según la experiencia, es el Espíritu. En nuestra experiencia Él es el Espíritu, mas al adorarlo, invocarlo y hablar de Él, Él es Cristo. Lo recibimos como nuestro Salvador y Redentor, pero Él entra en nosotros como Espíritu. Como Redentor, Su título es “Cristo”; como el que mora en nosotros, Su título es “el Espíritu”. No son dos los que moran en nosotros, sino uno solo, el cual tiene dos aspectos.
Antes que creyéramos en el Señor, dentro de nosotros nuestro espíritu estaba muerto, y por fuera nuestro cuerpo estaba vivo. Ahora que tenemos a Cristo en nosotros, interiormente nuestro espíritu es vida a causa de la justicia, aunque exteriormente nuestro cuerpo está muerto a causa del pecado. La entrada de Cristo como vida en nuestro ser, expone la situación de muerte con relación a nuestro cuerpo. En nuestro espíritu está Cristo el Espíritu como justicia, lo cual da por resultado la vida; pero en nuestra carne está Satanás como pecado, lo cual produce muerte.
Mediante la caída del hombre, entró el pecado en el cuerpo humano trayendo consigo la muerte y causando que muriese este cuerpo y llegase a ser impotente con relación a las cosas de Dios. Aunque Dios condenó al pecado en la carne (v. 3), este pecado no ha sido desarraigado o erradicado del cuerpo caído del hombre; por lo tanto, nuestro cuerpo permanece muerto.
El espíritu humano regenerado, en contraste con el cuerpo humano caído. Este espíritu no es el Espíritu de Dios, porque el espíritu que se menciona aquí es vida sólo con la condición de que Cristo esté en nosotros. Para que el Espíritu de Dios sea vida, no se requiere ninguna condición especial. Así que, el hecho de que el espíritu sea vida a causa de la justicia puede referirse sólo a nuestro espíritu humano, no al Espíritu de Dios.
Nuestro espíritu no sólo ha sido regenerado y vivificado, sino que también ha llegado a ser vida. Cuando creímos en Cristo, Él como el divino Espíritu de vida entró en nuestro espíritu y se mezcló con él; de esta manera los dos espíritus se han hecho un solo espíritu (1 Co. 6:17). Ahora nuestro espíritu no sólo está vivo, sino que también es vida.
En este versículo tenemos:
1) el Dios Triuno en Su totalidad, es decir, “Aquel que levantó de los muertos a Jesús”, “Cristo”, y “Su Espíritu que mora en vosotros”;
2) el proceso que se requiere para que Él efectúe Su impartición, implícito en las palabras Jesús (dando énfasis a la encarnación), Cristo (dando énfasis a la crucifixión y la resurrección) y levantó (dando énfasis a la resurrección)
3) el hecho de que Él se imparte en los creyentes, como se ve en la frase vivificará también vuestros cuerpos mortales, lo cual indica que la impartición no sólo ocurre en el centro de nuestro ser, sino que también llega a la circunferencia, a todo nuestro ser.
Véase la nota Ro. 8:92.
Esto no se refiere a la sanidad divina, sino a lo que resulta cuando permitimos que el Espíritu de Dios haga Su hogar en nosotros y sature todo nuestro ser con la vida divina. Así, Él da Su vida a nuestro falleciente cuerpo mortal, no solamente para sanarlo, sino también para que reciba vida a fin de llevar a cabo la voluntad de Dios.
Después de ser salvos, todavía es posible que vivamos conforme a nuestra carne al poner la mente en la misma. Pero cuando estamos en el espíritu y andamos conforme al espíritu, somos librados de la carne y ya no somos deudores a la carne.
En este versículo, morir, hacer morir y vivir son asuntos espirituales, y no físicos.
Debemos hacer morir los hábitos del cuerpo, pero lo debemos hacer por medio del Espíritu. Por una parte, debemos tomar la iniciativa de hacer morir los hábitos del cuerpo; el Espíritu no lo hace por nosotros. Por otra parte, no debemos intentar hacerlo apoyándonos en nuestros propios esfuerzos sin el poder del Espíritu Santo.
Aquí “hacer morir” en realidad es nuestra coordinación con el Espíritu que mora en nosotros. Interiormente, debemos permitir que Él haga Su hogar en nosotros para que pueda dar vida a nuestro cuerpo mortal (v. 11). Exteriormente, nosotros debemos hacer morir los hábitos de nuestro cuerpo para que vivamos. Cuando tomamos la iniciativa de hacer morir los hábitos de nuestro cuerpo, el Espíritu interviene para aplicar la eficacia de la muerte de Cristo a esos hábitos, y así matarlos.
No es el cuerpo en sí, sino sus hábitos, lo que debemos hacer morir. El cuerpo necesita ser redimido (v. 23), pero hay que hacer morir sus hábitos. Éstos no sólo incluyen las cosas pecaminosas, sino también todo aquello que practicamos mediante nuestro cuerpo aparte del Espíritu.
El Espíritu nos guía no de una manera externa sino interna y el guiar se compone de la ley del Espíritu de vida (v. 2), del Espíritu (vs. 9-13) y de la vida (vs. 6-11). Este versículo indica que nosotros somos guiados por el Espíritu y no que el Espíritu nos guía. Esto muestra que, aunque el Espíritu está listo para guiarnos, nosotros debemos tomar la iniciativa de ponernos bajo Su dirección. Esto significa que debemos tomarlo como nuestra vida y nuestro todo, y que debemos hacer morir todo lo que pertenezca a la vieja creación en nosotros. No es necesario buscar el guiar del Espíritu, puesto que ya está presente en nosotros, morando en nuestro espíritu regenerado. Si vivimos sujetos a este guiar probamos, por nuestra manera de conducirnos y comportarnos, que somos hijos de Dios.
El guiar no es solamente una acción realizada por el Espíritu, sino que es el propio Dios Triuno que llega a ser el guiar en nuestro espíritu. Si le atendemos como a una persona que mora en nosotros, espontáneamente seremos guiados por Él.
El pensamiento central del libro de Romanos es que la salvación de Dios hace de pecadores hijos de Dios, los cuales tienen Su vida y naturaleza para poder expresarle, para poder ser miembros de Cristo con el propósito de constituir el Cuerpo de Cristo para Su expresión. Así que, la filiación recibe mucho énfasis en este capítulo (vs. 15, 23). Aquí la palabra hijos (gr. juiós) indica una etapa de crecimiento en la vida divina, más avanzada que la etapa señalada por la palabra hijos (gr. teknós [niños]) en el v. 16 no obstante, esta etapa no es tan avanzada como la de herederos, en el v. 17. La palabra hijos en el v. 16 se refiere a la etapa inicial de la filiación, la etapa de ser regenerados en el espíritu humano. En el v. 17 la palabra hijos se refiere a los hijos de Dios que están en la etapa de la transformación de sus almas. No sólo han sido regenerados en su espíritu y están creciendo en la vida divina, sino que también viven y andan guiados por el Espíritu. Los herederos son los hijos de Dios que alcanzarán completa madurez en todas las partes de su ser mediante la transfiguración de su cuerpo en la etapa de la glorificación. En consecuencia, estarán calificados para ser herederos legítimos que puedan reclamar la herencia divina (vs. 17, 23).
Nuestro espíritu humano regenerado, mezclado con el Espíritu del Hijo de Dios (véase la nota Gá. 4:63). La filiación en este espíritu comprende la vida, la posición, el vivir, el disfrute, la primogenitura, la herencia y la manifestación de un hijo. La filiación todo-inclusiva está ahora en nuestro espíritu.
Lit., en, o sea, estando en.
Palabra aramea que significa padre. Después de ser regenerados, ya no somos meramente criaturas de Dios; somos Sus hijos. Debido a que ahora hemos nacido de Dios y estamos relacionados con Él en vida, el llamarle “Padre” es lo más normal y lo más grato (véase la nota Gá. 4:64d).
No es que el Espíritu da testimonio y también nuestro espíritu, sino que el Espíritu da testimonio juntamente con nuestro espíritu. Esto indica que nuestro espíritu debe tomar la iniciativa de dar testimonio primero; luego el Espíritu dará testimonio juntamente con nuestro espíritu.
Esto revela que hoy en día el Espíritu de Dios, el Espíritu todo-inclusivo del Dios Triuno, mora en nuestro espíritu humano regenerado y opera en nuestro espíritu. Estos dos espíritus son uno; juntamente viven, operan y existen, mezclados como un solo espíritu (1 Co. 6:17). Véase Jn. 3:6; 4:24 y las notas allí.
Éste es el testimonio que el Espíritu nos da cuando clamamos: “Abba, Padre” (v. 15). Tal testimonio nos declara y nos asegura que somos hijos de Dios, que poseemos Su vida; también nos limita y nos restringe a vivir y andar según esta vida, en conformidad con el hecho de que somos hijos de Dios. El Espíritu da testimonio de la relación más básica y fundamental que tenemos con Dios, a saber, que somos Sus hijos; no da testimonio de que somos Sus hijos maduros ni Sus herederos. Por lo tanto, el testimonio del Espíritu comienza en el momento de nuestro nacimiento espiritual, nuestra regeneración.
Esto muestra que existe una condición para ser herederos. No somos herederos simplemente por haber nacido de Dios, sino que, después de nacer, debemos crecer en vida para llegar a ser hijos maduros, y luego debemos pasar por el sufrimiento para ser glorificados y llegar a ser herederos legítimos.
Es decir, considerar después de calcular.
Ro. 5:2; 8:21; 9:23; 1 Co. 2:7; 2 Co. 4:17; Ef. 1:18; Col. 1:27; 3:4; 1 Ts. 2:12; 2 Ti. 2:10; He. 2:10; 1 P. 1:7; 5:10
Lit., vigila con la cabeza extendida, con absoluta concentración.
Una exposición o manifestación de algo que antes estaba cubierto o escondido. Aunque nosotros somos hijos de Dios, estamos cubiertos con un velo, y todavía no hemos sido revelados. En la segunda venida del Señor seremos glorificados y nuestros cuerpos serán completamente redimidos; en ese entonces será quitado el velo. La creación aguarda esto con anhelo. Esta manifestación será la consumación del proceso de ser designados, por el cual estamos pasando ahora (véase la nota Ro. 1:41).
En la actualidad, la creación es esclava de la ley de descomposición y corrupción. Su única esperanza es ser libertada de la esclavitud de corrupción a la libertad de la gloria de los hijos de Dios, cuando éstos sean revelados.
Las primicias del Espíritu son simplemente el Espíritu mismo como las primicias. El Dios Triuno es nuestro disfrute; Él es todo para nosotros. Habrá una cosecha de esta bendición cuando sean redimidos nuestros cuerpos; ése será el pleno disfrute. Hoy en día el Espíritu es las primicias de la cosecha venidera, el anticipo de nuestro pleno disfrute de Dios.
Aunque tenemos el Espíritu divino en nuestro espíritu como las primicias, nuestro cuerpo todavía no ha sido saturado con la vida divina. Nuestro cuerpo todavía es la carne, ligado a la vieja creación, y todavía es un cuerpo de pecado y de muerte que es impotente en cuanto a las cosas de Dios. Así que, gemimos junto con toda la creación (vs. 19, 22) y aguardamos con anhelo el día glorioso cuando lleguemos a la plena filiación, es decir, cuando obtengamos la redención y la transfiguración de nuestro cuerpo, y seamos libertados de la esclavitud de corrupción.
La filiación comenzó con la regeneración de nuestro espíritu, continúa ahora con la transformación de nuestra alma, y culminará en la redención de nuestro cuerpo.
De igual manera indica que antes de la ayuda del Espíritu que se menciona en este versículo, ya había otra ayuda del Espíritu, la cual debe de ser la ayuda que nos da el Espíritu como las primicias, según se menciona en el v. 23. Esto es confirmado por el hecho de que tanto el v. 23 como este versículo hablan de nuestro gemir.
La debilidad aquí es nuestra ignorancia con respecto a cómo debemos orar. No sabemos qué clase de oración quiere Dios, y no entendemos claramente cómo orar, conforme a la carga que sentimos, para ser conformados a la imagen del Hijo de Dios; así que gemimos (v. 23). Al gemir nosotros, el Espíritu también gime intercediendo por nosotros. Él intercede en nuestro favor principalmente para que tengamos la experiencia de ser transformados en vida con miras a crecer hasta la madurez, la filiación, a fin de ser totalmente conformados a la imagen del Hijo de Dios.
Lit., mente. Esto no se refiere a la mente del Espíritu como algo independiente de nosotros, sino a la mente del Espíritu como algo mezclado con nuestra mente (v. 6) que ha llegado a ser parte de nuestro corazón. El Espíritu no sólo se ha mezclado con nuestro espíritu; Él también ha mezclado Su mente con la nuestra.
El Espíritu intercesor ora por nosotros no según algo relacionado con Dios, sino conforme a Dios mismo, a fin de que seamos conformados a la imagen del Hijo de Dios.
Amar a Dios hace que pongamos atención a Su deseo y que estemos dispuestos a coordinar con Él. La obra de Dios requiere nuestra coordinación, y el hecho de que coordinemos con Dios confirma que somos llamados por Dios conforme a Su propósito.
Incluye a todas las personas, todos los asuntos y todas las cosas.
Dios el Padre responde cuando el Espíritu intercede por nosotros, y dispone nuestras circunstancias, haciendo que todas las cosas cooperen para nuestro bien.
Según el contexto, el bien aquí no está relacionado con personas, cosas ni asuntos físicos. Se refiere a que ganemos más de Cristo, a que Él sea forjado en nuestro ser, para que seamos transformados metabólicamente y seamos finalmente conformados a Su imagen, la imagen del Hijo de Dios (v. 29), es decir, a fin de que seamos introducidos en la plena filiación.
Se refiere a la determinación intencional de Dios en Su plan. Éste es el propósito de Dios: producir muchos hermanos de Su Hijo primogénito.
En los vs. 29-30 todos los pasos de la obra de Dios se describen en tiempo pasado, lo cual indica que a los ojos de Dios todo el trabajo ha sido terminado. Debido a que Dios es el Dios de la eternidad, para Él no existe el tiempo.
Dios no nos ha predestinado simplemente para que seamos santificados, espirituales y victoriosos, sino para que seamos plenamente conformados a la imagen de Su Hijo. Éste es el destino que Dios determinó para nosotros en la eternidad pasada.
Ser conformados a Su imagen es el resultado final de la transformación. Incluye el cambio de nuestra esencia y naturaleza interiores así como también el cambio de nuestra forma exterior, a fin de que correspondamos a la imagen glorificada de Cristo, el Dios-hombre. Él es el prototipo y nosotros somos la producción en serie. Tanto los cambios internos como los cambios externos que se efectúan en nosotros, el producto, son el resultado de la operación de la ley del Espíritu de vida (v. 2) en nuestro ser.
Desde la eternidad Cristo era el Hijo unigénito de Dios (Jn. 1:18). Cuando Dios le envió al mundo, todavía era el Hijo unigénito de Dios (1 Jn. 4:9; Jn. 1:14; 3:16). Al pasar por la muerte y entrar en resurrección, Su humanidad fue llevada al nivel de Su divinidad. Así que, en Su divinidad con Su humanidad que pasó por la muerte y la resurrección, Él nació como el Hijo primogénito de Dios en resurrección (Hch. 13:33). Al mismo tiempo, todos Sus creyentes fueron resucitados con Él en Su resurrección (1 P. 1:3) y fueron engendrados juntamente con Él como los muchos hijos de Dios. De esta manera llegaron a ser Sus muchos hermanos para constituir Su Cuerpo y ser en Él la expresión corporativa de Dios.
Como Hijo unigénito de Dios, Cristo sólo tenía divinidad, no humanidad; Él existía por Sí mismo y existía para siempre, como existe Dios. A partir de Su resurrección fue el Hijo primogénito de Dios, el cual tiene tanto divinidad como humanidad. Dios, tomando a Su Hijo primogénito como base, modelo, elemento y medio, está produciendo muchos hijos; y los muchos hijos que son producidos son los muchos creyentes que creen en el Hijo primogénito de Dios y que son uno con Él. Ellos son exactamente como Él en vida y naturaleza, y, tal como Él, tienen tanto humanidad como divinidad. Son el aumento y la expresión del Dios Triuno eterno y le expresan por la eternidad. Hoy en día la iglesia es una miniatura de dicha expresión (Ef. 1:23), y la Nueva Jerusalén en la eternidad será la máxima manifestación de dicha expresión (Ap. 21:11). Este libro revela que Dios hace que los pecadores sean Sus hijos para esta expresión (Ro. 12:5) y señala hacia la máxima manifestación de esta expresión (Ef. 3:19).
El propósito de la presciencia, la predestinación y el llamamiento de Dios es preparar y producir muchos hermanos para Su Hijo primogénito (véase la nota Jn. 20:172a). Esto tiene como fin que ellos, junto con el Primogénito de Dios, sean los muchos hijos de Dios que tienen la vida y la naturaleza divinas para poder expresar a Dios, y que también sean los muchos miembros que constituyan el Cuerpo del Primogénito de Dios como la expresión corporativa de Dios en Su Primogénito. Esta expresión es la plenitud del Primogénito de Dios, es decir, la plenitud de Dios en Su Hijo primogénito (Ef. 1:23; 3:19).
La glorificación es la etapa de la obra completa de salvación en la cual Dios saturará totalmente nuestro cuerpo pecaminoso, el cual pertenece a la muerte y es mortal (Ro. 7:24; 8:11; 6:6), con la gloria de Su vida y naturaleza conforme al principio por el cual Él regenera nuestro espíritu por medio del Espíritu. De esta manera Él transfigurará nuestro cuerpo, conformándolo al cuerpo resucitado y glorioso de Su Hijo (Fil. 3:21). Ésta es la última etapa de la salvación completa de Dios, en la cual Dios obtiene una expresión completa, la cual se manifestará finalmente en la Nueva Jerusalén en la era venidera.
O, ¿Lo hará Dios, quien justifica?
O, ¿Lo hará Cristo Jesús, quien murió…por nosotros?
Este versículo afirma que hoy en día Cristo está a la diestra de Dios, en los cielos; no obstante, el v. 10 afirma que ahora está en nosotros, en nuestro espíritu (2 Ti. 4:22). Por ser el Espíritu (2 Co. 3:17) Él es omnipresente, pues está a la diestra de Dios y en nuestro espíritu a la vez, tanto en los cielos como en la tierra.
En este versículo Cristo es el que intercede por nosotros, pero en el v. 26 el Espíritu es quien intercede. Éstos no son dos intercesores, sino uno solo, el Señor Espíritu (2 Co. 3:18). Él intercede por nosotros en los dos extremos. En un extremo el intercesor es el Espíritu que está en nosotros, probablemente iniciando la intercesión en nuestro favor; en el otro extremo el intercesor es el Señor Cristo quien está a la diestra de Dios, probablemente completando la intercesión por nosotros, la cual debe ser principalmente que seamos conformados a Su imagen e introducidos en Su gloria.
Debido al amor inmutable que Dios nos tiene y al hecho de que Cristo ha efectuado todo en nuestro favor, ni la tribulación ni la persecución pueden oprimirnos ni derrotarnos; más bien, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó.
El amor de Dios es la fuente de Su salvación eterna. Este amor está en Cristo y ha sido derramado en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo (Ro. 5:5). Nada nos puede separar del amor de Dios (vs. 38-39). En la salvación de Dios, este amor por nosotros ha llegado a ser el amor de Cristo (v. 35), el cual realiza por nosotros muchas cosas maravillosas por medio de la gracia de Cristo hasta que Dios termine en nosotros Su salvación completa. Estas cosas maravillosas incitan al enemigo de Dios a atacar con toda clase de sufrimientos y calamidades (vs. 35-36). No obstante, debido a que respondemos al amor de Dios en Cristo, estos ataques han llegado a ser un beneficio para nosotros (v. 28). Así que, somos más que vencedores en todas nuestras aflicciones y calamidades (v. 37).
Al llegar al final del cap. 8 este libro ha tratado sobre la primera mitad de la salvación de Dios que es en Cristo. Ésta nos ha salvado a tal grado que, por una parte, estamos en la aprobación de Dios, disfrutando la fuente de esta salvación, que es el amor de Dios en Cristo, del cual nada ni nadie puede separarnos; y, por otra, estamos en la vida de Dios, siendo conformados por el Señor Espíritu para llegar a la meta final de esta salvación, es decir, entrar en la incomparable gloria divina y ser glorificados juntamente con Dios (vs. 18, 30).