Tirsa, la ciudad capital de los reyes de Israel y sede del palacio del rey (1 R. 14:17; 15:21; 16:23), es mencionada aquí en un sentido positivo para representar el santuario de Dios, la morada de Dios como Rey. La ciudad santa de Jerusalén era la capital de Judá y la protección de la morada de Dios, el templo, aquí en la tierra. Por tanto, estas dos ciudades representan el santuario de Dios, la morada de Dios, con la ciudad santa de Dios que la rodea a fin de ser su protección. Aquí, el hecho de que el Amado elogie a Su amada diciendo que ella es tan hermosa como el santuario celestial (Tirsa) y tan bella como la Jerusalén celestial, indica que al vivir ella en la ascensión de Cristo como nueva creación en resurrección, la que ama a Cristo llega a ser madura en las riquezas de la vida de Cristo de modo que no solamente llega a ser un huerto para Cristo (Cnt. 4:12-16; 5:1; 6:2), sino también el edificio de Dios (cfr. Gn. 2:8-12, 18-24; 1 Co. 3:9-12), el santuario de Dios y su protección. Además, esto indica que ella vive en el Lugar Santísimo, la cámara interior del santuario celestial, detrás del velo, donde experimenta la ascensión de Cristo mediante la cruz después de haber experimentado Su resurrección. Llegar a ser un huerto para Cristo equivale a ser floreciente en el elemento de la vida de Cristo con sus riquezas inescrutables; llegar a ser el santuario de Dios equivale a ser edificados (relacionado con la edificación del Cuerpo de Cristo) en el crecimiento en la vida de Cristo con sus riquezas inescrutables hasta alcanzar la madurez (Ef. 4:12-16). En el Antiguo Testamento, el edificio de Dios es tipificado por Tirsa y Jerusalén; en el Nuevo Testamento, este edificio es el Cuerpo orgánico de Cristo. Por último, la edificación del Cuerpo orgánico de Cristo, que es también la esposa de Cristo (Ef. 5:25-32), tendrá su consumación en la Nueva Jerusalén, la ciudad santa como consumación del Lugar Santísimo, la morada mutua de Dios y Sus redimidos por la eternidad (Ap. 21:2-3, 16, 22).
Aunque el santuario de Dios se halla en los cielos, está dividido en dos secciones —el Lugar Santo, que es externo, y el Lugar Santísimo, que es interno y es donde Dios mismo habita— por el velo, el cual representa nuestra carne (He. 9:1-5, 12, 24; 10:19-20). Con relación a Cristo, el velo en el santuario de Dios fue rasgado cuando Cristo fue crucificado (Mt. 27:51), pero con relación a los creyentes, el velo continúa presente a fin de ser usado por Dios para perfeccionar a quienes le buscan y a fin de que ellos sean uno con Dios al morar en Él, el Lugar Santísimo (véase Ap. 21:22 y las notas). El apóstol Pablo llegó a la madurez en la vida de Cristo, viviendo en la ascensión de Cristo; no obstante, Dios todavía permitió que tuviera un aguijón en su carne, mediante un mensajero de Satanás, que le impidiera enaltecerse desmedidamente (2 Co. 12:7). Según la economía de Dios, no importa cuán maduros y espirituales lleguemos a ser, mientras vivamos en la tierra, o sea, mientras nuestro cuerpo no haya sido transfigurado (Ro. 8:23; Fil. 3:21), todavía tenemos la carne, la cual es el velo. Por tanto, todavía tenemos necesidad del supremo llamamiento del Señor, en el cual somos llamados a vivir detrás del velo por medio de una experiencia más intensa de la cruz al tomar medidas con respecto a nuestra carne después de haber experimentado la resurrección de Cristo como nueva creación de Dios. Debemos aprender a pasar a través del velo al experimentar la operación de la cruz todos los días a fin de vivir detrás del velo, o sea, en el Lugar Santísimo. Es aquí donde todos los que buscan a Cristo y que viven en el Lugar Santísimo, en el Dios Triuno consumado, disfrutan al máximo del Cristo oculto en Su escondido suministro de vida (representado por el maná en la urna de oro, Éx. 16:32-34; Ap. 2:17a), en la vida de resurrección (representada por la vara que reverdece, Nm. 17:1-11) y en la ley interna de vida (representada por las tablas del pacto, Éx. 25:16; 31:18; Dt. 10:1-5; Jer. 31:33), todo lo cual está escondido en el Arca dentro del Lugar Santísimo (He. 9:4). Ésta es la etapa más elevada en la experiencia de la que ama a Cristo según es presentada en este libro.