Las cinco provincias aquí mencionadas están en Asia Menor, entre el mar Negro y el Mediterráneo.
Las cinco provincias aquí mencionadas están en Asia Menor, entre el mar Negro y el Mediterráneo.
Un término conocido por todos los judíos dispersos entre las naciones, lo cual indica que esta epístola fue escrita a los creyentes judíos. Proviene de la palabra griega que significa dispersar cuya raíz significa sembrar. Esto implica que los judíos dispersos fueron sembrados como semillas entre los gentiles.
En este libro esta expresión alude, estrictamente hablando, a los creyentes judíos que eran peregrinos y forasteros y que estaban dispersos por el mundo gentil (1 P. 2:11-12). Sin embargo, el principio de ser peregrinos podría aplicarse a todos los creyentes, judíos y gentiles, porque todos ellos son peregrinos celestiales que peregrinan como forasteros en la tierra. Estos peregrinos son los elegidos de Dios, escogidos por Él de entre el linaje humano, de entre todas las naciones (Ap. 5:9-10), según Su presciencia (v. 2).
Apóstol a los judíos (Gá. 2:8).
El nombre Pedro denota su persona regenerada y espiritual, mientras que el nombre Simón denota su persona natural por nacimiento (Jn. 1:42; Mt. 16:17-18).
Conduciendo a, dando por resultado, con miras a.
La regeneración, al igual que la redención y la justificación, es un aspecto de la plena salvación de Dios. La redención y la justificación resuelven el problema que tenemos con Dios y nos reconcilian con Él; la regeneración nos vivifica con la vida de Dios, llevándonos a una relación de vida, una unión orgánica, con Dios. Por consiguiente, la regeneración da por resultado una esperanza viva. Tal regeneración es efectuada por medio de la resurrección de Cristo de entre los muertos. “La resurrección de Cristo, la cual nos trae la vida y el don del Espíritu vivificante, es lo que hace posible que el nuevo nacimiento llegue a ser una esperanza viva” (Alford).
Véase la nota 1 Ti. 1:133b.
Véase la nota Ef. 1:32b y la nota Ef. 1:171a.
Véase la nota Ef. 1:31a.
Véase la nota Ef. 1:22.
Véase la nota Ef. 1:21a.
La sangre para la aspersión denota la redención. Véanse los vs. 18-19.
En la tipología, la aspersión de la sangre expiatoria introducía en el antiguo pacto a los que eran rociados con ella (Éx. 24:6-8). Del mismo modo, la aspersión de la sangre redentora de Cristo introduce en la bendición del nuevo pacto, es decir, en el pleno disfrute del Dios Triuno, a los creyentes que son rociados con ella (He. 9:13-14). Ésta es una señal notable que separa a los que son rociados de los que son profanos y no tienen a Dios.
En la dispensación del Nuevo Testamento se encuentra la sangre de Jesucristo. Esta sangre está en contraste con la sangre de animales, que se encuentra en la dispensación del Antiguo Testamento. Los creyentes judíos estaban familiarizados con la obediencia y la aspersión de la sangre de animales bajo la dispensación del Antiguo Testamento, pero ahora tenían que percatarse de que la dispensación había cambiado y de que bajo la dispensación del Nuevo Testamento la ley de Moisés y la sangre de animales habían sido reemplazadas por la persona y la sangre de Cristo. Como resultado de tal entendimiento, los creyentes obedecen a Jesucristo y son rociados con Su sangre.
Se usan tres diferentes preposiciones con respecto a los tres pasos dados por el Dios Triuno para hacer partícipes de Su salvación plena a Sus elegidos: según denota el terreno o la base; en denota la esfera, y para denota el fin o resultado. La obediencia de la fe (Ro. 1:5; 16:26) en la redención de Cristo por parte de los creyentes y la aplicación a ellos de la sangre rociada, son el resultado de la obra santificadora del Espíritu, la cual se basa en la elección de Dios el Padre.
Aquí la santificación del Espíritu no se refiere a la santificación que el Espíritu efectúa después de la justificación realizada por la obra redentora de Cristo (esta santificación se revela en Ro. 6:19, 22; 15:16). La santificación del Espíritu recalcada en este capítulo, cuyo énfasis es la santidad (vs. 15-16), se efectúa antes de la obediencia a Cristo y antes de creer en Su obra redentora, es decir, antes de la justificación lograda por medio de la obra redentora de Cristo (1 Co. 6:11). Esto indica que la obediencia de los creyentes que da por resultado la fe en Cristo, proviene de la obra santificadora del Espíritu. La santificación del Espíritu en sus varios aspectos se revela de una manera extensa en 2 Ts. 2:13, y su meta consiste en que los escogidos de Dios obtengan la salvación plena. La plena salvación de Dios es llevada a cabo en la esfera de la santificación del Espíritu.
Es decir, por la santificación del Espíritu. Esto denota que la elección de Dios Padre es aplicada a Sus elegidos y llevada a cabo en ellos por la santificación del Espíritu y en ella, lo cual significa que el Espíritu santifica al hombre induciéndole al arrepentimiento ante Dios, haciéndolo así un elegido de Dios.
Dios nos escogió desde antes de la fundación del mundo, en la eternidad pasada (Ef. 1:4). Por consiguiente, Él ejerció Su presciencia divina.
Aquí es revelada la economía divina que se efectúa por medio de la operación de la Trinidad de la Deidad para que los creyentes participen del Dios Triuno. La elección de Dios el Padre es la iniciación; la santificación de Dios el Espíritu lleva a cabo la elección de Dios el Padre; y la redención de Dios el Hijo, representada por la aspersión de Su sangre, es el cumplimiento. Mediante estos pasos los creyentes fueron elegidos, santificados y redimidos para disfrutar al Dios Triuno —el Padre, el Hijo y el Espíritu— en quien fueron bautizados (Mt. 28:19) y cuyas virtudes disfrutan (2 Co. 13:14).
Ambas epístolas de Pedro (2 P. 3:1) tratan acerca del gobierno de Dios. El gobierno de Dios es universal y se ejerce sobre todas Sus criaturas para que Él pueda obtener un universo limpio y puro (2 P. 3:13) en el cual pueda expresarse a Sí mismo. En la era del Nuevo Testamento, esto empieza por Su pueblo escogido, Sus elegidos, Su propia casa (1 P. 4:17), especialmente por Sus peregrinos escogidos, quienes están dispersos y peregrinan como Su testimonio entre las naciones, los gentiles. Por eso, estos dos libros hacen hincapié en el hecho de que los creyentes fueron escogidos (1 P. 2:9; 5:13; 2 P. 1:10). Como linaje escogido de Dios, como Su elección, Su posesión personal, los peregrinos dispersos y escogidos deben ver que están bajo el juicio gubernamental de Dios con un propósito positivo, sin importar la situación y el entorno en que se encuentren. Todo lo que les sobrevenga, ya sea persecución o cualquier otro tipo de prueba o sufrimiento (v. 6; 5:9), simplemente forma parte de la preciosa administración del juicio gubernamental de Dios. Tal visión los perfeccionará, afirmará, fortalecerá y cimentará (1 P. 5:10) para que crezcan en la gracia (2 P. 3:18).
Una esperanza para el futuro en nuestro peregrinaje de hoy; no una esperanza de cosas objetivas, sino una esperanza de vida, la misma vida eterna, con todas las inagotables bendiciones divinas. Tal esperanza debe hacer que pongamos nuestra esperanza completamente en la gracia venidera (v. 13).
La esperanza viva, la esperanza de vida, que los creyentes reciben mediante la regeneración, puede compararse con las expectativas para el futuro que el nacimiento de un niño trae a sus padres. Tales expectativas dependen de la vida del recién nacido. Del mismo modo, la vida que los creyentes recibimos mediante la regeneración nos capacita para tener una esperanza, la cual tiene muchos aspectos para esta era, para la era venidera y para la eternidad. Tenemos la esperanza de que en esta era crezcamos en vida, maduremos, manifestemos nuestros dones, ejercitemos nuestras funciones, seamos transformados, venzamos, de que nuestro cuerpo sea redimido, y entremos en la gloria. Tenemos la esperanza de que en la era venidera entraremos en el reino, reinaremos con el Señor y disfrutaremos las bendiciones de la vida eterna en la manifestación del reino de los cielos. Tenemos la esperanza de que en la eternidad estaremos en la Nueva Jerusalén, donde participaremos plenamente de las bendiciones consumadas de la vida eterna en su manifestación final en la eternidad. Esta esperanza viva, la esperanza de vida, radica en la vida eterna, la cual recibimos mediante la regeneración. Sólo la vida divina puede capacitarnos para crecer en ella hasta que lleguemos a la realidad de la esperanza que nos da esta vida. De este modo, las varias bendiciones antes mencionadas vendrán a ser nuestra herencia, la cual es incorruptible, incontaminada e inmarcesible y está reservada para la eternidad (vs. 3-4).
Cuando Cristo resucitó, todos nosotros, Sus creyentes, estábamos incluidos en Él. Por lo tanto, nosotros también fuimos resucitados con Él (Ef. 2:6). En Su resurrección Él nos impartió la vida divina y nos hizo iguales a Él (véase la nota Jn. 20:173). Éste es el factor básico de nuestra regeneración.
Reservada como resultado de ser guardada.
Un término militar. Lit., guarnecidos.
Lit., en. En virtud de; así que se traduce por.
El poder de Dios hace que seamos guardados. En segundo lugar, la fe es el medio por el cual el poder de Dios es eficaz en guardarnos.
Aquí se usan tres preposiciones con respecto a nuestra salvación venidera: por, mediante y para. Por se refiere a la causa, mediante, al medio, y para, al resultado.
El escrutinio de los profetas fue la manera en que el Espíritu aplicó de antemano la salvación de Dios en el Antiguo Testamento.
Los profetas del Antiguo Testamento escudriñaban en qué tiempo y en qué clase de época, según lo indicaba el Espíritu que estaba en ellos, tendría lugar el logro maravilloso que Cristo realizaría por medio de Sus sufrimientos y Sus glorias. Finalmente les fue revelado que aquellas maravillas no las ministraban para sí mismos, sino para los creyentes neotestamentarios (v. 12).
El altamente respetado mss. Vaticano omite de Cristo. Esta omisión concuerda con la revelación del Nuevo Testamento con respecto al Espíritu. Sin embargo, los otros mss. de autoridad reconocida incluyen en su texto la expresión de Cristo. En la revelación del Nuevo Testamento, el Espíritu de Cristo se refiere al Espíritu después de la resurrección de Cristo (Ro. 8:9-11). Antes de la resurrección de Cristo, el Espíritu sólo era el Espíritu de Dios, todavía no había llegado a ser el Espíritu de Cristo (Jn. 7:39). El Espíritu de Cristo es el Espíritu de Dios constituido mediante la muerte y la resurrección de Cristo y con ellas, a fin de que ambas pudieran ser aplicadas e impartidas a Sus creyentes. Aunque los elementos constitutivos del Espíritu de Cristo fueron producidos dispensacionalmente —es decir, fue producido dentro de una dispensación mediante la muerte y la resurrección de Cristo y con ellas, en tiempos del Nuevo Testamento— su función es eterna, porque Él es el Espíritu eterno (He. 9:14). Esto es semejante a la cruz de Cristo: como evento histórico, ocurrió cuando Cristo murió, pero su función es eterna; por consiguiente, conforme a la visión eterna de Dios, Cristo fue inmolado desde la fundación del mundo (Ap. 13:8). En los tiempos del Antiguo Testamento, a los profetas que inquirían y diligentemente indagaban acerca de los sufrimientos y las glorias de Cristo, el Espíritu de Dios, como Espíritu de Cristo, les declaró el tiempo y la clase de época en que ocurriría la muerte y resurrección de Cristo.
No se refiere a ser salvos de la perdición eterna, sino a ser nuestras almas salvas de pasar por el castigo dispensacional del juicio gubernamental del Señor (v. 9 y la nota 2). La plena salvación del Dios Triuno consta de tres etapas y abarca muchos aspectos:
1) La etapa inicial, la etapa de la regeneración, compuesta de la redención, la santificación (en cuanto a nuestra posición, v. 2; 1 Co. 6:11), la justificación, la reconciliación y la regeneración. En esta etapa Dios nos justificó por medio de la obra redentora de Cristo (Ro. 3:24-26), y nos regeneró en nuestro espíritu con Su vida y por Su Espíritu (Jn. 3:3-6). Así recibimos la salvación eterna de Dios (He. 5:9) y Su vida eterna (Jn. 3:15), y llegamos a ser Sus hijos (Jn. 1:12-13), quienes no perecerán jamás (Jn. 10:28-29). La salvación inicial nos ha librado de ser condenados por Dios y de la perdición eterna (16, Jn. 3:18).
2) La etapa progresiva, la etapa de la transformación, compuesta de la liberación del pecado, la santificación (principalmente en nuestra manera de ser, Ro. 6:19, 22), el crecimiento en vida, la transformación, la edificación y la madurez. En esta etapa, Dios nos libera del dominio del pecado que mora en nosotros —la ley del pecado y de la muerte— por la ley del Espíritu de vida, mediante la obra subjetiva en nosotros del elemento eficaz de la muerte de Cristo (Ro. 6:6-7; 7:16-20; 8:2); nos santifica por Su Espíritu Santo (Ro. 15:16), con Su naturaleza santa, por medio de Su disciplina (He. 12:10) y de Su juicio sobre Su propia casa (1 P. 4:17); nos hace crecer en Su vida (1 Co. 3:6-7); nos transforma al renovar las partes internas de nuestra alma, mediante el Espíritu vivificante (2 Co. 3:6, 17-18; Ro. 12:2, Ef. 4:23), por medio de todas las cosas que nos rodean (Ro. 8:28); nos edifica para que seamos una casa espiritual, Su morada (1 P. 2:5; Ef. 2:22); y nos hace madurar en Su vida (Ap. 14:15 y las notas) con miras a completar Su plena salvación. De este modo somos librados del poder del pecado, y del mundo, de la carne, del yo, del alma (la vida natural) y del individualismo, y somos llevados a la madurez en la vida divina para que el propósito eterno de Dios se cumpla.
3) La etapa de la consumación, la etapa de la glorificación, compuesta de la redención (la transfiguración) de nuestro cuerpo, la conformación al Señor, la glorificación, la herencia del reino de Dios, la participación en el reinado de Cristo y el máximo disfrute del Señor. En esa etapa Dios redimirá nuestro cuerpo caído y corrupto (Ro. 8:23) transfigurándolo al cuerpo de la gloria de Cristo (Fil. 3:21); nos conformará a la gloriosa imagen de Su Hijo primogénito (Ro. 8:29), haciéndonos absolutamente iguales a Él en nuestro espíritu regenerado, en nuestra alma transformada y en nuestro cuerpo transfigurado; y nos glorificará (Ro. 8:30), sumergiéndonos en Su gloria (He. 2:10) para que entremos en Su reino celestial (2 Ti. 4:18; 2 P. 1:11), al cual Él nos ha llamado (1 Ts. 2:12), lo heredemos como la porción más excelente de Su bendición (Jac. 2:5; Gá. 5:21), e incluso reinemos con Cristo como correyes Suyos, tomando parte en Su reinado sobre las naciones (2 Ti. 2:12; Ap. 20:4, 6; 2:26-27; 12:5) y participando de Su gozo real en Su gobierno divino (Mt. 25:21, 23). De este modo nuestro cuerpo será liberado de la esclavitud de la corrupción de la antigua creación y llevado a la libertad de la gloria de la nueva creación (Ro. 8:21), y nuestra alma será liberada de la esfera de las pruebas y los sufrimientos (v. 6; 4:12; 3:14; 5:9) y llevada a una nueva esfera, llena de gloria (1 P. 4:13; 5:10), donde participará y disfrutará de todo lo que el Dios Triuno es, tiene y ha realizado, alcanzado y obtenido. Ésta es la salvación de nuestras almas, la salvación que está preparada para sernos revelada en el tiempo postrero, la gracia que se nos traerá cuando Cristo sea revelado en Su gloria (v. 13; Mt. 16:27; 25:31). Éste es el fin de nuestra fe. El poder de Dios puede guardarnos para esto, a fin de que podamos obtenerlo (v. 9). Debemos esperar con anhelo una salvación tan maravillosa (Ro. 8:23) y prepararnos para su espléndida revelación (Ro. 8:19).
Lit., para. Los sufrimientos que Cristo soportó fueron sufrimientos que Dios le había asignado (Is. 53:10); por tanto, son Suyos, le pertenecen.
Las glorias en diferentes pasos: la gloria en Su resurrección (Lc. 24:26; Hch. 3:13), la gloria en Su ascensión (Hch. 2:33; He. 2:9), la gloria en Su segunda venida (Ap. 18:1; Mt. 25:31) y la gloria en Su reinado (2 Ti. 2:12; Ap. 20:4, 6), como se revela en Sal. 16:8-10; 22:21-22; 118:22-24, 118:26; 110:1, 4; Zac. 14:4-5; Dn. 7:13-14; Sal. 24:7-10 y Sal. 72:8-11.
El tiempo de la venida del Señor (v. 7).
Sufrimientos que vienen a ser pruebas que examinan la calidad. El propósito de este libro es confirmar y fortalecer a los creyentes que sufren, quienes han sido escogidos por Dios, santificados y apartados del mundo para Dios por el Espíritu, rociados por la sangre redentora de Cristo y regenerados por Dios el Padre para una esperanza viva, para una herencia reservada en los cielos para ellos (vs. 1-4), pero quienes son todavía peregrinos en esta tierra (vs. 1, 17; 2:11). En su peregrinaje los sufrimientos son inevitables. Dios los usa a fin de someter a prueba la fe de ellos (v. 7), para ver si están dispuestos a seguir a Cristo al sufrir por hacer lo bueno (1 P. 2:19-23; 3:14-18). Los sufrimientos sirven al propósito de equiparlos con una mente que resista a la carne de modo que ellos no vivan en las concupiscencias de los hombres, sino en la voluntad de Dios (1 P. 4:1-2), a fin de que participen de los sufrimientos de Cristo y se regocijen cuando Su gloria sea manifestada (1 P. 4:12-19), a fin de que sean testigos de los padecimientos de Cristo (1 P. 5:1), y a fin de que sean perfeccionados, confirmados, fortalecidos y cimentados con miras a la gloria eterna a la cual Dios los ha llamado (1 P. 5:8-10). Todo esto está completamente bajo el gobierno de Dios a fin de juzgar a Su pueblo escogido (v. 17), comenzando por Su propia casa (1 P. 4:17). Por consiguiente, este libro también puede ser considerado un libro que trata del gobierno de Dios.
Es decir, sometida a prueba con miras a ser aprobada. Es la prueba de la fe, no la fe misma, la que debe ser hallada en alabanza. (Es como un examen escolar de los estudios de un alumno: lo que se busca aprobar es el examen, no el estudio mismo del alumno). Por supuesto, la aprobación de la fe proviene de la fe adecuada. Aquí no se hace énfasis en la fe, sino en el hecho de que la fe es examinada con pruebas que vienen por medio de los sufrimientos.
Mucho más preciosa que el oro el cual…se prueba con fuego no modifica vuestra fe, sino prueba.
Lit., para. Las diversas pruebas mencionadas en el v. 6 nos sobrevienen para que la prueba de nuestra fe resulte en alabanza, gloria y honra cuando el Señor sea revelado.
El Señor está con nosotros hoy (Mt. 28:20), pero de un modo escondido y velado. Su regreso será Su revelación, cuando sea visto por todos públicamente. En aquel tiempo no sólo será revelado Él, sino también la prueba de nuestra fe.
Es una maravilla y un misterio que los creyentes amen a alguien a quien no han visto.
Para una herencia está en aposición con para una esperanza viva del v. 3. La esperanza viva, resultado de la regeneración, es la expectativa que tenemos en cuanto a la bendición venidera; la herencia es el cumplimiento de nuestra esperanza en la era venidera y en la eternidad.
Véase la nota Hch. 20:323d y la nota Hch. 26:186e. La herencia aquí mencionada comprende la salvación venidera de nuestras almas (vs. 5, 9), la gracia que recibiremos cuando el Señor sea revelado (v. 13), la gloria que ha de ser revelada (1 P. 5:1), la corona inmarcesible de gloria (1 P. 5:4) y la gloria eterna (1 P. 5:10). Todos estos aspectos de nuestra herencia eterna están relacionados con la vida divina, la cual recibimos por medio de la regeneración y experimentamos y disfrutamos en todo el transcurso de nuestra vida cristiana. “Esta herencia es la posesión plena de lo que fue prometido a Abraham y a todos los creyentes (Gn. 12:3 véase Gá. 3:6 y los subsiguientes versículos), una herencia superior a la que les tocó a los hijos de Israel cuando tomaron posesión de Canaán, tan superior como lo es la filiación de los regenerados —quienes por medio de la fe ya han recibido la promesa del Espíritu como arras de su herencia— a la filiación de Israel; compárese Gá. 3:18, 29; 1 Co. 6:9; Ef. 5:5; He. 9:15 ” (Wiesinger, citado por Alford).
Incorruptible en sustancia, indestructible, que no se pudre; incontaminada en pureza, sin mancha; inmarcesible en belleza y gloria, que no se marchita. Éstas son las excelentes cualidades de nuestra herencia eterna en la vida. Estas cualidades están relacionadas con la Trinidad Divina: incorruptible tiene que ver con la naturaleza del Padre, que es como el oro; incontaminada, con la condición preservada por la obra santificadora del Espíritu; e inmarcesible, con la gloriosa expresión del Hijo.
Nuestro ser se compone de tres partes: espíritu, alma y cuerpo (véase la nota 1 Ts. 5:235c y la nota He. 4:122d). Nuestro espíritu fue salvo por medio de la regeneración (Jn. 3:5-6). Nuestro cuerpo será salvo, redimido, por medio de la transfiguración venidera (Fil. 3:21; Ro. 8:23). Nuestra alma será salva de los sufrimientos e introducida al pleno disfrute del Señor en Su revelación, Su regreso. Por esta causa tenemos que negarnos a nosotros mismos, es decir, a nuestra alma, a la vida de nuestra alma, con todos sus placeres en esta era, para poder ganarla en el disfrute del Señor en la era venidera (Mt. 10:37-39; 16:24-27; Lc. 17:30-33; Jn. 12:25). Cuando el Señor sea revelado, algunos creyentes, después de comparecer ante Su tribunal, entrarán en el gozo del Señor (Mt. 25:21, 23; 24:45-46), y otros sufrirán el llanto y el crujir de dientes (Mt. 25:30; 24:51). Entrar en el gozo del Señor es la salvación de nuestras almas (He. 10:39 y la nota 3). Esta salvación es más preciosa que la salvación del cuerpo, la cual esperan recibir los hijos de Israel.
Pedro siguió el ejemplo del Señor (Lc. 24:25-27, 44-46) al citar los profetas del Antiguo Testamento para confirmar su enseñanza tocante a la salvación revelada en el Nuevo Testamento.
Un sinónimo de salvación en este versículo. Véase la nota 1 P. 1:134c. Con respecto a gracia véase la nota Jn. 1:146d y la nota 1 Co. 15:101a.
Cristo primero sufrió y luego entró en la gloria (Lc. 24:26). Nosotros debemos seguirlo en los mismos pasos (1 P. 4:13; Ro. 8:17). Los sufrimientos de Cristo, tal como les fue revelado a los profetas y tal como ellos profetizaron en Sal. 22:1, 6-8, 12-18; Is. 53:2-10, 12b; Dn. 9:26; Zac. 12:10m y Zac. 13:6-7 , tienen como fin realizar la obra redentora de Dios, la cual, por un lado, resolvió todo conflicto entre el hombre y Dios habiendo dado fin a la vieja creación, y, por otro lado, liberó la vida eterna de Dios para el cumplimiento de Su propósito eterno.
Las glorias de Cristo (véase la nota 1 P. 1:116) tienen como fin Su glorificación, acerca de la cual Él rogó al Padre antes de ser crucificado (Jn. 17:1) y la cual es necesaria para el cumplimiento de la economía neotestamentaria de Dios a fin de que Su propósito eterno sea llevado a cabo. Los sufrimientos y la glorificación de Cristo con las glorias de los diferentes pasos —los factores de la plena redención y salvación de Dios— al ser aplicados a nosotros y experimentados por nosotros, equivalen a la salvación mencionada en los vs. 5, 9-10. Los profetas del Antiguo Testamento inquirieron y diligentemente indagaron al respecto, el Espíritu de Cristo lo reveló a ellos, los apóstoles lo predicaron en el Nuevo Testamento por el Espíritu Santo, y los ángeles anhelan mirarlo (v. 12).
Se refiere a los sufrimientos de Cristo y a Sus glorias, mencionados en el v. 11.
La predicación de los apóstoles constituye la aplicación práctica que el Espíritu hace de la salvación de Dios en el Nuevo Testamento.
La palabra griega describe a alguien que se inclina y extiende la cerviz para ver algo maravilloso. Eso muestra cuán interesados están los ángeles en observar lo que se relaciona con Cristo en la obra salvadora de Dios. Ellos anunciaron y celebraron el nacimiento del Salvador (Lc. 2:8-14); se regocijan cuando los pecadores se arrepienten y reciben la salvación (Lc. 15:10) y se alegran de servir a los herederos de la salvación (He. 1:14; Hch. 12:15; Mt. 18:10).
Los vs. 3-12 son una larga frase de bendición (buen hablar) tocante a Dios el Padre, la cual nos revela Su maravillosa y excelente salvación, comenzando en la regeneración de nuestro espíritu (v. 3) y culminando en la salvación de nuestra alma (v. 9), una salvación efectuada por medio de los sufrimientos y las glorias de Cristo (v. 11) y aplicada a nosotros por el Espíritu Santo (v. 12). Con base en esto, el v. 13 comienza una exhortación dirigida a los que participan de la salvación total llevada a cabo por el Dios Triuno según Su economía.
Tener una mente serena y clara, capaz de comprender la economía de Dios en Su salvación, según se revela en los vs. 3-12, sin ser perturbados por el temor, la ansiedad ni las preocupaciones.
El gozo colmado de gloria es un gozo inmerso en gloria; por tanto, un gozo lleno de la expresión del Señor.
El Santo, Aquel que como Padre nos llamó, nos regeneró para producir una familia santa: un Padre santo con hijos santos. Por ser hijos santos debemos andar de una manera santa. De otro modo, el Padre se convertirá en el Juez (1 P. 4:17) y juzgará nuestra impiedad. Él nos engendró con vida interiormente para que tengamos Su naturaleza santa; y Él nos disciplina mediante juicio externamente para que participemos de Su santidad (He. 12:9-10). Él nos juzga según nuestras obras, nuestra conducta, sin hacer acepción de personas. Por tanto, debemos conducirnos en temor durante el tiempo de nuestra peregrinación. Si le invocamos por Padre, también debemos temerle como nuestro Juez y llevar una vida santa en temor.
Pedro “no habla aquí del juicio final del alma. En ese sentido, ‘el Padre no juzga a nadie, sino que todo el juicio ha dado al Hijo’ [ Jn. 5:22 ]. Aquí se nos habla del juicio que Dios ejecuta a diario en Su gobierno sobre Sus hijos en este mundo. Por consiguiente, aquí dice: ‘el tiempo de vuestra peregrinación’” (Darby). Éste es el juicio de Dios sobre Su propia casa (1 P. 4:17).
Puesto que estas dos epístolas tratan del gobierno de Dios, se refieren repetidas veces al juicio de Dios y del Señor (1 P. 2:23; 4:5-6, 17; 2 P. 2:3-4, 9; 3:7) como uno de los puntos principales. El juicio de Dios empezó por los ángeles (2 P. 2:3-4) y continuó por las generaciones de la humanidad en el Antiguo Testamento (2 P. 2:5-9). En la era del Nuevo Testamento el juicio comienza por la casa de Dios (v. 17; 2:23; 4:6, 17) y continúa hasta que llegue el día del Señor (2 P. 3:10), el cual será un día de juicio sobre los judíos, los creyentes y los gentiles antes del milenio (véase la nota 2 P. 3:123). Después del milenio, todos los muertos, incluyendo a los hombres y a los demonios, serán juzgados y perecerán (1 P. 4:5; 2 P. 3:7), y los cielos y la tierra serán quemados (2 P. 3:10, 12). El resultado de los diversos juicios no es siempre el mismo. Algunos juicios redundan en una prueba disciplinaria, otros en un castigo dispensacional y otros en la perdición eterna (véase la nota 2 P. 2:15, punto 2). Sin embargo, mediante todos estos juicios el Señor Dios purificará todo el universo con el fin de tener un cielo nuevo y una tierra nueva destinados a un nuevo universo lleno de Su justicia (2 P. 3:13), para el deleite del Señor.
Un temor santo, como en Fil. 2:12 es decir, una precaución saludable y seria que nos lleva a comportarnos santamente. Tal temor se menciona varias veces en este libro (véase la referencia), porque la enseñanza de este libro se relaciona con el gobierno de Dios.
La purificación de nuestras almas es la santificación que el Espíritu realiza en nuestro modo de ser para que vivamos una vida santa en la naturaleza santa de Dios (vs. 15-16); es más profunda que la purificación de nuestros pecados (He. 1:3) y que el lavamiento del pecado (1 Jn. 1:7). Las dos últimas constituyen la purificación de nuestras acciones externas, mientras que la primera constituye la purificación de nuestro ser interior, nuestra alma. Esta purificación es semejante al lavamiento del agua en la palabra mencionado en Ef. 5:26 (véase la nota 3).
Nuestra alma se compone de la mente, la parte emotiva y la voluntad, las cuales también forman parte de nuestro corazón. Nuestra alma es purificada cuando nuestra mente, nuestra parte emotiva y nuestra voluntad, como partes de nuestro corazón, son purificadas de toda clase de corrupción o contaminación (Hch. 15:9; Jac. 4:8). En realidad esto significa que nuestra mente, nuestra parte emotiva y nuestra voluntad son libradas de todo lo que no sea Dios y son centradas en Él como nuestro único objetivo y meta. Esta clase de purificación es realizada por nuestra obediencia a la verdad, la cual es el contenido y la realidad de nuestra fe (véase la nota 1 Ti. 1:11, punto 2). Cuando obedecemos a la verdad, el contenido y la realidad de nuestra fe en Cristo, toda nuestra alma se centra en Dios y de este modo es purificada de todo lo que no sea Dios. Así nuestras almas son salvas de toda inmundicia al recibir la palabra implantada (Jac. 1:21), la cual es la verdad que santifica (Jn. 17:17).
Vivir de una manera vana está en contraste con vivir santamente, lo cual se menciona en el v. 15. A manera de principio general podemos decir que la sangre de Cristo nos redimió de los pecados, de las transgresiones, de toda iniquidad y de todo lo pecaminoso (Ef. 1:7; He. 9:15; Tit. 2:14). Aquí tenemos una excepción pues se afirma que la sangre de Cristo nos redimió de nuestra vieja y vana manera de vivir, porque aquí el énfasis no recae en nuestra pecaminosidad, sino en nuestra manera de vivir. Todo el capítulo recalca la santa manera en que el pueblo escogido de Dios debe vivir durante su peregrinación. Tanto la santificación del Espíritu como la redención de Cristo tienen este fin: separarnos de la vana manera de vivir que heredamos de nuestros padres. Puesto que sabemos que esto fue obtenido con el más alto precio, la preciosa sangre de Cristo, debemos conducirnos en temor todos los días de nuestra peregrinación (v. 17).
Nuestra vieja manera de vivir, un vivir en concupiscencias (v. 14), no tenía significado ni meta; por ende, era vana. Pero ahora tenemos la meta de vivir una vida santa para expresar a Dios en Su santidad (vs. 15-16).
Puesto que la purificación de nuestras almas hace que todo nuestro ser esté concentrado en Dios para que podamos amarlo con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra mente (Mr. 12:30), esto da como resultado un amor fraternal no fingido, un amor con el cual amamos entrañablemente y de corazón a quienes Dios ama. Primero, la regeneración da como resultado una vida santa (vs. 15-16), y luego la santificación (la purificación) produce un amor fraternal.
Algunos mss. dicen: entrañablemente de corazón.
Este versículo modifica al v. 22. Habiendo sido regenerados, hemos purificado nuestras almas para el amor fraternal. La regeneración efectuada mediante la vida divina es la base, el fundamento, para la purificación, la santificación, de nuestras almas con miras al amor fraternal no fingido. Esta sección de la Palabra empieza y termina con la regeneración, la cual redunda en que llevemos una vida santa para con Dios y manifestemos amor fraternal para con los santos.
La simiente contiene vida. La palabra de Dios como simiente incorruptible contiene la vida de Dios. Por tanto, es viva y permanece para siempre. Nosotros fuimos regenerados por medio de esta palabra. La palabra de vida de Dios, la cual es viva y permanece para siempre, transmite la vida de Dios a nuestro espíritu para que seamos regenerados.
Se refiere al hombre caído. Toda la humanidad caída es como hierba que se marchita, y su gloria es como la efímera flor de la hierba. Los creyentes eran así, pero la palabra viva y permanente del Señor, como semilla sembrada en ellos mediante la regeneración, ha cambiado la naturaleza de ellos, haciendo que sean vivientes y permanezcan para siempre.
La esperanza viva obtenida mediante la regeneración (v. 3).
Como en Ro. 12:2. No os amoldéis denota un estado que es una senda por la cual los elegidos de Dios caminan como peregrinos.
El Santo es el Dios Triuno: el Padre que escoge, el Hijo que redime y el Espíritu que santifica (vs. 1-2). El Padre regenera a Sus elegidos, impartiéndoles Su naturaleza santa (v. 3); el Hijo los redimió con Su sangre de la vana manera de vivir (vs. 18-19); y el Espíritu los santifica conforme a la naturaleza santa del Padre, separándolos de todo lo que no sea Dios (v. 2), para que ellos, por la naturaleza santa del Padre, sean santos en toda su manera de vivir, tan santos como Dios mismo (vs. 15-16).
Cristo fue destinado, preparado, por Dios para ser el Cordero redentor (Jn. 1:29) en favor de Sus elegidos, desde antes de la fundación del mundo según Su presciencia. Esto fue hecho en conformidad con el propósito y plan eterno de Dios, y no por casualidad. Por eso, en la perspectiva eterna de Dios, Cristo fue inmolado desde la fundación del mundo (Ap. 13:8), es decir, desde la caída del hombre, la cual es parte del mundo.
Se refiere al final de los tiempos del Antiguo Testamento. Véase la nota He. 1:21.
Cuando creímos en Cristo fuimos introducidos en una unión orgánica con Él (Gá. 3:26-27). Luego, por medio de Él, creímos en Dios para ser uno con Él y participar de todas Sus riquezas.
Véase la nota 1 Co. 13:131a.
La verdad que santifica, la cual es la palabra de realidad de Dios, es decir, la palabra de verdad (Jn. 17:17 y las notas).
Lit., algo de plata o algo de oro (por ejemplo, una moneda).
La sangre de Cristo, con la cual fuimos rociados y de este modo separados de entre la gente común, es más preciosa que la plata y el oro. El más alto precio fue pagado por nuestra redención, a fin de que fuésemos redimidos de la vana manera de vivir para que viviésemos una vida santa (15, vs. 18). Por esto debemos tener un temor santo, una precaución saludable y seria delante de Dios para que, como elegidos de Dios redimidos a un precio tan alto, no erremos del propósito de la elevadísima redención de Cristo.
Palabra en el v. 23 se refiere a la palabra constante; aquí palabra (usada dos veces), se refiere a la palabra dada para un determinado momento. Cuando la palabra constante nos es hablada, se convierte en la palabra dada para el momento.
Se refiere a Dios en el v. 23, lo cual indica que el Señor Jesús es Dios.
La palabra que los apóstoles anunciaron es el evangelio que regenera a los creyentes.